La virulencia que tomó la campaña electoral, a partir de la pelea desatada dentro del PJ por la falta de un candidato único y consensuado en la Provincia, le está quitando luz a una escena que empezará a desarrollarse este domingo y tendrá su epílogo el 10 de diciembre. Ese jueves, después de 12 años, seis meses y 15 días, ya no habrá un Kirchner en la Casa Rosada. El 25 de mayo de 2003, en una fecha atípica para un país que se había vuelto atípico, asumía Néstor Kirchner como presidente. Un ignoto gobernador santacruceño, arropado por el peronismo oficial de Eduardo Duhalde, llegaba al poder. Paradojas de la política: con dos períodos intermedios, es posible que el heredero sea el primer compañero de fórmula, Daniel Scioli. Pero la noticia sobre quién llega será casi tan potente como otra que no tendrá novedad: después de un mandato de Él y dos de Ella, se acaba una era en el país. La era de los Kirchner.
Aunque fue el primer compañero, no era Scioli el hombre que pensaba el matrimonio K para garantizar la victoria y la continuidad del modelo. Las dos variantes que los Kirchner imaginaban para alternarse al menos 20 años en el poder sufrieron un imponderable físico –la muerte del expresidente en 2010, cuando ya se descontaba su candidatura al año siguiente– y un golpe político –la derrota electoral de 2013, a manos de Sergio Massa, que sepultó la idea de una reforma constitucional que permita la re-re-re de Cristina–.
En el laboratorio de nombres, algunos se animaron a sugerir mantener el apellido al tope de la lista presidencial. Primero, con Alicia Kirchner, la ministra de Desarrollo Social que acompaña la gestión desde su génesis. No dio la talla: ahora probará para gobernadora en Santa Cruz. Y hasta hay dudas de su eficacia: tanto que en la provincia se reinstauró una ley tramposa, la de lemas, que permite obtener el cargo sin ser el postulante más votado. El otro experimento, dicho sin vergüenza hasta en público, era que Máximo Kirchner, hijo presidencial y dirigente político de debut retrasado, hiciera su primera experiencia electoral como cabeza de una fórmula nacional. La realidad, reflejada en encuestas que demostraban que la portación de apellido tiene un límite, barrió con la locura.
Más allá de que el gobernador bonaerense guste presentarse ahora como un puente generacional, tal la promesa de renovación que había hecho Cristina en el arranque de su segundo mandato, ese legado, en caso de ganar el kirchnerismo, no estará en Casa de Gobierno. Pero una de las marcas que dejará la era K será un recambio de dirigentes inédito. La Presidenta prometió y les dio lugar a los jóvenes. Abrió y agrandó el Estado para ellos, coronó un armador político (Eduardo de Pedro) y uno económico (Axel Kicillof) y, ante la incertidumbre de las urnas, les dio el futuro más seguro que tenía para ofrecer: lugares en el Congreso. Las bancas camporistas se contarán por decenas. En el peor de los escenarios, serán la avanzada de una fuerza de choque para limitar al nuevo presidente. Una posibilidad que hasta podría ser variante eventual con Scioli en Balcarce 50.
El balance del país que deja la era Kirchner arroja unas primeras obviedades: cualquier índice social y económico comparado con la Argentina de la poscrisis dejará resultado positivo. Por una coyuntura internacional históricamente favorable, el matrimonio presidencial contó con fondos extraordinarios para implantar su modelo. Parte de esa plata –y de la que consiguió en cajas en las que no dudó en avanzar, como la de los fondos jubilatorios, que estaba en manos privadas; o las provinciales, cada vez más dependientes del poder central– la usó para poner en marcha una serie de nuevos derechos sociales que hoy ningún candidato podría suprimir: los más emblemáticos, la Asignación Universal por Hijo y la movilidad jubilatoria, esta última con una base de beneficiarios multiplicada en estos 12 años.
El kirchnerismo será recordado por la reivindicación de los derechos humanos. Pero este rubro sea acaso el que mejor refleje un modo de hacer política que también dejará su sello. El Gobierno partió a los organismos al medio. Usó fondos para disciplinarlos y premiar a amigos; generó negocios y corrupción en un rubro que se suponía inmaculado. Y fue conscientemente mezquino para reconocer el avance vital que había conseguido el radicalismo de Raúl Alfonsín. Así construyó un relato distorsionado. A partir del 10 de diciembre, llegará un fin y será la historia la que empiece a juzgarlos. La era Kirchner formará parte del pasado.