Las marchas y protestas callejeras en Washington y otros lugares de los Estados Unidos que recrudecerán estos días, a partir de la asunción del presidente electo, Donald Trump, inundarán los televisores de todo el planeta. Estas transmisiones nos mostrarán a los nuevos ofendidos y a su brazo de poder mediático, encabezados, en esta ocasión, por las grandes cadenas de TV estadounidenses y también por las timoratas emisoras europeas, no inglesas. Todas ellas operarán unidas en el despecho de tener que remar, otra vez, para ganarse el favor del nuevo inquilino de la Casa Blanca, que les ganó a todos juntos: al Club Bilderberg y a su clan financiero internacional, encabezado por George Soros; a la Casa Matriz en Londres que la vio venir y se corrió de Europa para protegerse; a los megamillonarios de empresas de la nube, que acompañaban irresponsablemente a billetazos una globalización desigual desde lo político, y a China y su imperio comercial en ciernes. Es muy larga y poderosa la fila de los dañados.
Lo curioso es que hay una sola persona que puede poner racionalidad entre tanto odio, despecho y humillación ante el triunfo de un plebeyo con peluquín, como se lo ve en Windsor, que a pesar de lo que dicen los grandes medios acerca de sus mansiones y de su fortuna, es aún más outsider que el propio Obama en este club. Esta persona, que posee sobrada experiencia en temas internacionales y globales, es la que, con sus consejos, podrá garantizar la paz en el mundo. Se llama Henry Kissinger, sabe lo que hay que hacer y ya se lo dijo a Trump. Veremos qué sale. Las negras también juegan.
De lo contrario, se activará el plan B. Empezarán ya con la idea de voltearlo con un esquema soft (de moda en el mundo), aunque la tradición estadounidense quizá requiera de otro presidente acribillado. Veremos, hay historia y presente para analizar el tema.
No serán estas las primeras revueltas ni, seguramente, tampoco las últimas que afronte un primer mandatario el mismo día de su jura.
Como antecedente, hubo oposición a Richard Nixon en ambas tomas de posesión. En 1968, el Comité de Movilización para poner fin a la Guerra en Vietnam envió activistas a la ceremonia, que arrojaron botellas y comida contra la caravana presidencial.
Las protestas recrudecieron en enero de 1973, luego del arrollador triunfo de Richard Nixon ante el demócrata George McGovern. Unos 100 mil manifestantes se reunieron en el monumento a Washington y también marcharon hacia el monumento a Abraham Lincoln. La protesta tenía como ejes los gastos de la guerra y las necesidades internas, y los manifestantes llevaron pancartas con los nombres de los campos de batalla en Vietnam.
Siempre el último y el actual presidente son los peores, pero es bueno recordar otro momento memorable por las multitudinarias protestas durante la toma de posesión de George W. Bush, en enero de 2001.
Muchos estadounidenses estaban realmente enojados, sobre todo los demócratas, que dudaban de la legitimidad de su victoria sobre Al Gore, entonces vicepresidente de Bill Clinton. Bush perdió el voto popular (como Trump), pero ganó en el Colegio Electoral cuando la Suprema Corte suspendió el recuento en Florida, Estado que estaba en disputa. Lo de Trump aquí fue más contundente.
Decenas de miles de personas asistieron a la toma de posesión para visibilizar sus puntos de vista. Manifestaron su “indignación por la manipulación del proceso electoral” y por “la privación del derecho al voto”, de acuerdo con el organizador de la Marcha de los Electores. Ondearon banderas en las que se leía “Salve el ladrón”, mientras la limusina de Bush avanzaba entre la multitud.
Sin embargo, al final las protestas tuvieron un efecto limitado, lección que los activistas de la actualidad deberían recordar. A pesar de que las elecciones fueron polémicas, el presidente Bush gobernó como representante de toda su gente.
Es por eso que, sin querer deslegitimar las protesta populares, la polémica que se desata en esta ocasión tiene más que ver con la derrota de ciertos grupos de poder atados a una dirigencia política, encabezada por el magnate (y financista de buena parte de estos conflictos) George Soros, y en el poco peso de la organización popular per se, que no avizora pérdidas importantes e inmediatas en el gobierno de Trump, como sucedió en ocasiones anteriores (el caso Vietnam o el caso Gore). Solo que la información en el mundo cambió en tantos años. Las protestas cuestan plata (mucha), pero su trasmisión televisiva al mundo cuesta una millonada incalculable. Cuando vea a los manifestantes en todos los canales de su smart TV piense en quién paga los segundos que usted está viendo. Se dará cuenta de quién protesta detrás de ellos.
No es lo mismo que protesten los grandes financistas de Wall Street o similares, los megamillonarios de la nube y su ejército millennial, o la histórica industria de la guerra, a la que, con las limitaciones propias de un comandante inadecuado, no le faltó nada en los últimos ocho años de Obama, salvo los éxitos. Encima, un marketing de excelencia le permitió al afroamericano ser Premio Nobel de la Paz. Una perla de la historia moderna.