Es increíble que en el siglo XXI, con la teoría económica en franco desarrollo y con el peso del empirismo a cuestas, aún se siga sin comprender que un Estado grande e ineficiente destruye riqueza y promueve la pobreza.
La falta de inversiones que ha tenido lugar en los últimos años en la Argentina estuvo explicada en buena parte por los modismos y prácticas económicas esgrimidas por el kirchnerismo, especialmente en la última etapa, en la que el desgaste sin freno de la economía llevaron al equipo económico K a tomar medidas estúpidamente peligrosas, como lo fueron el cepo cambiario, el control de importaciones y el impreciso discurso público, generando más problemas que soluciones.
Estas irrespetuosidades económicas llevaron a que el nivel de empleo se viera castigado, no en sus aspectos cuantitativos sino más bien en los cualitativos: los empleos privados que se destruían se compensaban en buena parte con empleo público. Dos tercios de los empleos creados en el último mandato de la Dra. Fernández de Kirchner eran empleos estatales. Empleos estos de baja calidad, inútiles y, por sobre todo, económicamente inviables.
Esta máquina de creación de empleo estatal tuvo aparejada dos cuestiones que dieron el tiro de gracia a las inversiones y al crecimiento: por un lado, el incremento de la presión fiscal, que se incrementó en más de 15 puntos del PBI, y, por el otro, la brutal emisión monetaria devenida en inflación y falta de previsibilidad. Déficit, vaciamiento del Banco Central y degradación de las arcas de los organismos públicos, como el caso de la Anses, fueron solo algunas de las consecuencias adicionales.
Este incremento de la presión fiscal sin ninguna contraprestación digna (no por ello hemos recibido mejor educación, mayor seguridad o mejores niveles de salud pública) tuvo una consecuencia directa: los privados se tuvieron que hacer cargo de estos niveles de gasto público insostenible, soportando mayores impuestos y, por supuesto, cediendo nivel de rentabilidad, lo que afectó no solo los niveles de inversión interna sino también de la inversión del mundo hacia la Argentina. Mal que les pese a los idealistas, el lucro es condición necesaria para que exista la inversión, se genere empleo y, con él, crecimiento y desarrollo. Si a los que poseen la capacidad de invertir se les priva o degrada sus niveles de rentabilidad, con ello se frenará la creación de empleo y se verá afectado el crecimiento y el futuro.
En buena parte, las estupideces económicas se han ido resolviendo: se pulverizó el cepo cambiario, se eliminaron las restricciones financieras, se ha regularizado la deuda pública y terminado con la cesación de pagos y se continúa insistiendo con resolver los detalles que auguran la normalización económica. Pero aún falta un largo camino por recorrer, donde la Argentina se convierta en un país viable para quienes buscan hacer negocios con su capital, donde dejemos de ahuyentar violentamente a través de impuestos a quienes desean invertir en la Argentina con la única finalidad diabólica de sostener un gasto público sideral y destructivo, y demos permiso de una vez a que se generen empleos de calidad que serán nuestras verdaderas armas en pos de lograr lo que hoy necesitamos como sociedad: terminar con la pobreza estructural que nos acompaña hace prácticamente tres décadas.