El ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, sigue insistiendo en ver “brotes verdes” por doquier. Es más, ya se anima a hablar hasta de “un pequeño bosque”.
Pero la realidad es más concreta que cualquiera de sus divagues: el consumo, equivalente al 74% de nuestro PBI, sigue dando señales más que claras de la continuidad de la recesión.
Un mix de indicadores, tanto públicos como privados, lo demuestran. Para Kantar Worldpanel, después de un 2016 con un retroceso del cuatro por ciento, en el primer trimestre se registra otro retroceso, ahora del dos por ciento. Y hay que decir que es el informe más benévolo con el Gobierno.
Para Scentia, la caída de 2016 ascendió al 4,5 por ciento, y en el primer trimestre hubo otro descenso, ahora del 5,6 por ciento. La CAME anuncia un retroceso en el primer trimestre de este año del 3,2 por ciento. La consultora Abeceb, por su parte, registra una caída cuatrimestral del 2,5 por ciento. La consultora PXO, trabajando a partir de los datos del propio Indec, calcula un descenso en las compras de los hipermercados del 6,9 por ciento y en los shoppings del 12,9 por ciento.
Y recordemos que todos estos números son en comparación con los de 2016, un año donde ya el consumo aparecía fuertemente en declive.
Los datos son contundentes: llevamos quince meses consecutivos de caída de ventas en los supermercados e idénticos valores (con la única excepción de abril de 2016) en los shoppings. Se trata de la mayor caída en 14 años, o sea, desde la crisis de 2002.
Todos estos números pueden acompañarse con otros que reflejan los cambios de los hábitos de consumo ante la pérdida del poder adquisitivo: el pasaje de primeras a segundas marcas, la reducción de las compras semanales
o mensuales en los híper y supermercados y su reemplazo por la pequeña compra en los negocios de cercanías, como supermercados chinos y almacenes, y el uso de la tarjeta de crédito y su sistema de cuotas ya no para compras de bienes de consumo durable, sino para alimentos y artículos de limpieza
e higiene.
Esto no debería extrañarnos. Son las consecuencias de un año en que los salarios perdieron más de un diez por ciento de su poder de compra frente a la inflación (deterioro que se sigue profundizando en 2017). Y que promete
continuar luego de las firmas de paritarias por gremios grandes como comercio, construcción o estatales nacionales con pautas de 20 por ciento en cuotas, o sea, claramente por debajo de lo que será la inflación real de este año.
El consumo no solo cae por la pérdida de poder de compra debido al proceso inflacionario. También se está produciendo un cambio de precios relativos: los sectores de menores ingresos están destinando hasta el diez por ciento de sus ingresos en pagar facturas de servicios públicos, lo que “achica” lo que le queda para el consumo de bienes de primera necesidad. Y ni que hablar para cualquier tipo de gasto suntuario.
La Dirección de Estadística de la Ciudad de Buenos Aires acaba de fijar en 19.042 pesos el límite debajo del cual no se accede a la canasta mínima.
Otro dato, ahora del Indec, señala que la mitad de los trabajadores asalariados con jornada completa ganan menos de 14.000. Ahí se ve el bache por donde desaparece cualquier posibilidad de reactivación del consumo.
Este gobierno se ha jugado a que los factores dinámicos de la economía sean las exportaciones y la inversión. Con esta última no le está yendo nada bien. Con respecto a las primeras, si bien algo han crecido, están muy lejos de hacerlo al ritmo de los incentivos que se le han dado (en particular con la eliminación de retenciones al agro y la minería).
El consumo nunca fue su prioridad. Apenas si le interesa el maquillaje que pueda darse en términos puramente electorales. No es raro entonces que los números sigan siendo tan contundentemente negativos.