El último domingo, la Ciudad de Buenos Aires confirmó el statu quo que el macrismo supo, con inteligencia, imponer hace ya una década. La victoria costa a costa de Elisa Carrió, a pesar de los yerros públicos en el final de la campaña, el desgaste de dos períodos y medio de gobierno metropolitano del Pro y los problemas que los porteños experimentan a diario, habla de la maestría alcanzada por los discípulos del ecuatoriano Jaime Durán Barba a la hora de hablarle a un electorado al que conocen de memoria, pero también de los nuevos términos en los que se plantea la política ya no solo en la Ciudad sino en todo el país y, acaso, en el mundo. Vanguardia, tubo de ensayo y bastión, todo a la vez: la Ciudad Autónoma de Buenos Aires será durante los próximos dos años uno de los escenarios de una historia que empezó a escribirse el domingo a la noche: la de Cambiemos ya no como una etiqueta sino como un partido político duradero que, eventualmente, defina el escenario durante la primera mitad de este siglo. Y eso conlleva desafíos.
Al comienzo y al final de todo está Carrió. La diputada, electa esta semana por quinta vez para ocupar una banca en la Cámara baja, es, acaso, la última de las políticas forjadas por el molde del siglo pasado. Discípula de Alfonsín primero, heredera díscola después, autoproclamada fiscal de la Nación, eterna candidata fallida a presidenta, supo construir, a través de Cambiemos, una estructura de poder que necesite de ella pero que, a su vez, no le exija resultados. Y, paradójicamente, apoltronada en esa estructura que sin duda le resulta más cómoda a ella que a sus socios, consiguió batir su propio récord y cosechar la mitad más uno de los votos porteños. ¿Cuántos de esos sufragios son suyos y cuántos de Horacio Rodríguez Larreta y de Mauricio Macri?
Imposible saberlo a ciencia cierta. En el Pro confían que no los suficientes para que ella se vuelva un problema. El vínculo, hoy, es excelente, aunque a la diputada le molestó el bozal que le impusieron en la recta final de la campaña.
El salto de Cambiemos en estas elecciones, ganando más de la mitad de las provincias, quedándose con los cinco distritos más populosos, inaugurando, si se quiere, un proyecto de hegemonía que hasta hace diez días solamente descansaba en las fantasías de algunos entusiastas (incluyendo, entre ellos, claro está, al Presidente), puede llegar a ser, para el Pro porteño, en algún momento, un problema. O varios. La comodidad de gobernar el distrito más rico del país, el menos extenso territorialmente, el que tiene la mayor cantidad de infraestructura de base, queda, ahora, esmerilada o subalterna a otros problemas mayores: la multiplicación de las escaseces, diversas y distribuidas en todo el país; las todavía sordas internas sucesorias; el celo de otros gobernadores dispuestos a negociar con la Casa Rosada pero ávidos de llevarse algo a cambio y que ven la cómoda realidad metropolitana como un espejo que deforma sus aspiraciones.
El riesgo, además, de un error o un problema o una crisis exógena que arrastre consigo todo, sin dar mucho margen para la huida: como le sucedió al peronismo en sus bastiones (la Provincia, el noroeste), cualquier traspié presidencial derrama, tarde o temprano, en los distritos que gobierne el oficialismo. Más permeable es ese vínculo cuanto más identificado esté el gobierno local a la Casa Rosada.
En el caso porteño, la cercanía no solo es histórica, política e ideológica. También es geográfica, como se encargó de destacarlo en un olvidable spot de campaña el otro jefe de Gobierno que cruzó la Plaza de Mayo para instalarse en Balcarce 50. Dicho sea de paso, la Alianza obtuvo en la Ciudad resultados récord, con un pico de 58 puntos para Chacho Álvarez diputado en 1997 (¡contra el diputado electo Daniel Scioli!). Una vez que ese espacio comenzó a gobernar el país, la suerte metropolitana quedó atada a la suerte nacional. Macri conduce a Cambiemos por un camino muy distinto, por suerte para todos los argentinos. Pero bien haría en tener presente ese caso, por las dudas.
Sacando esas advertencias de nubes en el horizonte (la política, después de todo, es una interminable colección de nubes en el horizonte), hoy el oficialismo se ve más robusto que nunca, en la Ciudad y en el país. Rodríguez Larreta, con un estilo de conducción muy diferente al de su mentor político, conserva sin traspiés los niveles de popularidad de aquel, que no tienen correlación directa con los vaivenes de la vida ciudadana. El resultado de estos comicios le dará, por primera vez desde que el Pro llegó al poder hace una década, mayoría propia en la Legislatura, destrabando una serie de iniciativas (negocios, dice la oposición) que antes encontraban obstáculos insalvables en la calle Perú. Pero todo don tiene una contraparte: sin ser necesaria en una negociación permanente en el parlamento, la oposición posiblemente cerrará filas y extremará sus posiciones críticas.
No es que eso vaya a resultar muy preocupante a un jefe de Gobierno que hoy suma algo muy parecido a la suma del poder público.
Hablando de oposición, hete aquí un enorme desafío para ellos: dejar atrás la identidad que, sin éxito, asumió durante la última década y reconvertirse en una alternativa atractiva para un electorado que parece no comprender. El peronismo consiguió en este turno recuperar el segundo lugar que le había sido arrebatado por Pino Solanas, primero, y por Martín Lousteau, después.
Premio consuelo. La oposición no peronista se encontró incómoda ante los dos bloques calcificados de amarillo y celeste, en la Capital como en todo el país. El exembajador en los Estados Unidos, que pasó en dos años de 48 puntos en un balotaje a la cuarta parte en una legislativa, deberá decidir ahora si va a pintarse de amarillo (pagando el costo de la rebelión) o si insistirá por afuera.
El centroizquierda que hace media década parecía consolidarse como tercera fuerza en territorio porteño, terminó este año recluido en una solicitada de apoyo a los candidatos del Frente de Izquierda. Este conglomerado de espacios que abrevan en el trotskismo es el sector con más potencial de crecimiento en la Ciudad, de la mano de una dirigente notable como Myriam Bregman. Si Luis Zamora no los hubiera privado del cuatro por ciento de votos que acapara desde hace una década, hubieran tenido una cosecha de dos dígitos y pelearían el tercer lugar con Lousteau, engrosando su cosecha de legisladores y metiendo un diputado en el Congreso por la Ciudad de Buenos Aires. Será su tarea construir desde ahora pensando en llegar a ese rincón del electorado y a otros votos, hoy sueltos, que les permita consolidarse como un actor importante en el mapa político local y nacional.