El alerta que desató los sucesos lo lanzó en los primeros días de enero de 1922 un extraño residente que vivía entre Ñorquinco y Epuyén, pequeñas localidades ubicadas en los valles interiores de la cordillera chubutense. El estadounidense Martin Sheffield –de él se trata– anunció que había visto un animal que se suponía extinguido desde hacía 65 millones de años. El avistamiento fue situado en la laguna Negra, cerca de la localidad de Epuyén.
Este simple hecho fue el origen de este enorme entuerto que relataremos, que enlazó al yanqui mencionado con el director del Zoológico de Buenos Aires, el naturalista italiano Clemente Onelli; con el ingeniero Emilio Frey, pionero del sur argentino; con el intendente José Luis Cantilo, y hasta con científicos estadounidenses e ingleses, que se tomaron la libertad de opinar libremente sobre los animales de la era cretácica. En este caso, los legos dedujeron audazmente que el animal en cuestión era, posiblemente, un plesiosaurio. Lo más cómico es que alguien estableció –y eso que Susana Giménez ni siquiera había nacido– que se encontraba ¡¡¡vivo!!!
Los tres protagonistas principales de la historia –Onelli, Sheffield y Frey– se conocían previamente porque habían formado parte de la expedición a la Patagonia que encabezó el perito Francisco Pascasio Moreno, en ocasión de uno de los innumerables conflictos de límites con Chile.
La carta que Sheffield le envió a Onelli anunciando su espectacular hallazgo detonó en la ardiente imaginación del italiano como una bengala… y este no se privó de proveer posteriormente algunas de estas, cuando organizó la inevitable expedición. Para colmo, el yanqui adobó su versión con todos los aderezos. “El rastro es semejante a la huella de una chata muy pesada, la hierba quedó aplastada y no se levanta más, lo que hace suponer que el animal que por allí se arrastra debe ser de un peso enorme”, describió con fruición.
Onelli, temeroso de no ser escuchado, le escribió al intendente, informándole en primer lugar que ya había conseguido financiamiento. El dinero lo pusieron la Editorial Atlántida, los empleados de Telégrafos del Estado, los carteros y los barrenderos municipales. El itálico científico le solicitaba al jefe comunal que autorizara el viaje para dar caza “al problemático y curioso ejemplar”, asimilando su pedido con el que “se hace en los países cultos”.
El naturalista propuso, además, los servicios del experimentado cazador José Cinaghi, que recién había llegado del África central trayendo una partida de animales salvajes para el Zoológico porteño, del cual era también su administrador. Le comunicaba a su superior que el líder de la expedición sería Emilio Frey, que había escuchado anteriormente relatos de similar tenor de labios de los nativos de la región sureña. Propuso, además, por si acaso el plesiosaurio decidiera ejecutar el arte de la fuga, que la expedición “en el caso de que esta fracasara en su objetivo principal, será siempre un viaje útil para el mayor conocimiento de esas regiones”.
La fiebre del plesiosaurio
Entretanto, la historia llegó a los medios de comunicación y desató “la fiebre del plesiosaurio”. En aquellos años, Hipólito Yrigoyen, el primer presidente que fue elegido por el voto “universal, secreto y obligatorio”, terminaba su primer mandato, tras el cual sería sucedido por Marcelo Torcuato de Alvear.
Rápidamente, aparecieron en el mercado toda clase de objetos y alusiones al simpático animal. Mientras los tangos “El plesiosaurio” y “El plesiosauro” (diferían en una letra) se escuchaban en radios y teatros, apareció una marca de cigarrillos homónima y hasta una lapicera con la forma –bastante inadecuada para escribir– del animal.
También aparecieron –esto es la Argentina– los opositores a la expedición, cuyo vocero principal fue Ignacio Albarracín, presidente de la Sociedad Protectora de Animales. Este, en una conceptuosa misiva dirigida al Presidente de la Nación, le reclamaba: “Hay que conservarle [la vida al plesiosaurio ] allí donde reside y rodearle de todas las comodidades; guardar severamente su morada para que nadie lo incomode y, si los sabios quieren estudiarle, que se costeen allí y estudien al animal en plena libertad”.
De todos modos, la euforia plesiosaurística se diseminó cual plaga infecciosa por el mundo. El geólogo estadounidense Loomis, profesor del prestigioso e inmaculado Amherst College, se declaró partidario de enviar una expedición a la Patagonia, adonde alguna vez había estado en viaje de estudios. En el no menos prestigioso periódico Times, de Londres, un comedido refutó la tesis del plesiosaurio y afirmó, muy suelto de cuerpo, que el animalito patagónico era un gliptodonte, que en la Argentina es una versión aumentada de la mulita. El profesor Gillmore, por su parte, manifestó que si alguno de estos animales aún viviera, tendría una edad de entre seis y ocho millones de años, por lo que se encontraría en un estado tal de decrepitud que apenas podría caminar.
A ellos se sumó el teniente coronel Bevilacqua, que había sido comandante del vapor estadounidense Kaweah, quien relató que en 1906, mientras se encontraba de guardia en el puente de su nave, que navegaba por el estrecho de Magallanes, se le apareció un animal que “tenía un pescuezo como de caballo, de unos 30 pies de largo, y no era una tortuga marina, porque estos animales no tienen el pescuezo tan largo, ni tampoco se trataba de una serpiente de mar, porque estas no viven entre el hielo y la nieve”.
La expedición
Los heroicos expedicionarios fueron el administrador del Zoológico, José María Cinaghi; el taxidermista Alberto Merkle; el corresponsal del diario La Nación y de la Agencia Associated Press, Guillermo Estrella; el periodista de Caras y Caretas, Antonio Vaccari, y el campeón de tiro Santiago Andueza, por si las moscas.
Los aventureros partieron el 23 de marzo de 1922, pertrechados como para viajar al Polo Sur. Si bien viajaron en tren, se despacharon dos camiones repletos de provisiones, entre los que no faltaban ni las píldoras Taurina, ni el láudano de Sydeman, ni el bicarbonato, que estaba destinado a aplacar las indigestiones que provocaban en los estómagos desprevenidos las carnes de cordero patagónico, algo grasosas.
Para la expedición, llevaban además fusiles del tipo “elephant gun” y grandes pistolas alemanas para disparar en el aire potentes cohetes de luz de una duración de 35 segundos. “Habrá momentos en que por la noche podrá creerse que se celebra una fiesta veneciana de hadas en el interior de la cordillera”, acotaba un anónimo cronista de La Nación.
Dispuesto a todo, el taxidermista encargado de embalsamar a la bestia viajó provisto de una gigantesca jeringa, especialmente diseñada para inyectar formol en la carótida del reptil sauropterigio.
También fueron parte del equipamiento dos cajones llenos de cartuchos de dinamita, que fueron utilizados casi enteramente, por lo que, más que una fiesta de hadas, la búsqueda se asemejó más bien a una batalla, aunque sin un enemigo definido.
La delegación arribó a Bariloche unos días después de su partida, desde donde hicieron base y partieron el 19 de abril hacia la localidad de Epuyén, en cuya cercanía se encuentra la laguna Negra, donde se suponía que tenía su hábitat el escurridizo animal prehistórico. Para desilusión de los exploradores, allí solo se encontraron a la esposa del yanqui, la mapuche María Pichún, que estaba acompañada por seis de sus doce hijos y por un pariente de Sheffield, que había llegado de los Estados Unidos para visitarlo.
Misterio irresuelto
El yanqui no se encontraba allí para guiarlos. Es más, en el tiempo en el que los expedicionarios estuvieron en la zona, el supuesto sheriff texano jamás se allegó hasta su hogar para acoger y explicar su hallazgo a aquellos que viajaron cerca de 2.000 kilómetros a instancias suyas.
Las historias sobre el aventurero estadounidense se bifurcan en este punto. Algunos historiadores aseguraron que fue un aviador –un émulo de Antoine de Saint Exupéry– que se enamoró de la Patagonia y se quedó a vivir allí. Otros “sabían” que en los Estados Unidos había sido un cazarrecompensas que llegó tras la pista de Robert Parker y Harry Longbaugh, los pistoleros que inmortalizaron Paul Newman y Roberto Redford, que eran apodados Butch Cassidy y Sundance Kid.
Los excursionistas, que se aposentaron en una pequeña mina de carbón que abastecía al ferrocarril en Epuyén, esperaron en vano varios días. Al carecer de noticias, se decidieron a navegar por la laguna, ocasión en la que descubrieron que no tenía, casi en ningún sector, más de un metro de profundidad.
Mientras tanto, José, uno de los hijos de Sheffield, los llevó al lugar adonde estaban las huellas, que estaban casi borradas y tenían un ancho de unos 30 centímetros. Además se rastrearon la ribera y los alrededores del lago, sin resultados positivos.
Después de varios días de vigilar la zona por turnos, no se encontraron nuevos rastros del reptil. Entonces pusieron en acción el invento de Nobel, el del premio. La dinamita alteró la calma de las aguas de la laguna hoy llamada “del Plesiosaurio”, en honor a aquellos sucesos que la pusieron en el mapa.
El resultado de las explosiones fue exiguo: solo afloraron algunos pejerreyes, frecuentes en el río Epuyén. Pero, a pesar de tanta parafernalia explosiva, el bicharraco no se dignó a aparecer.
Cuando se produjeron las primeras nevadas que anunciaban la llegada del invierno, los expedicionarios regresaron a la mina del ferrocarril, luego de pedirles a los lugareños que les informaran si el arisco plesiosaurio volvía por allí. A cambio, les ofrecieron una jugosa recompensa, pero ni aún así hubo más noticias. Después de unos días, el grupo regresó a Bariloche y viajaron por agua hasta Neuquén, ya que la nieve hacía intransitables los rudimentarios caminos de tierra.
De todos modos, una partida se quedó en la región durante un año sin lograr avistar al escurridizo reptil, que desde entonces es recordado solo en las desatinadas crónicas como la que usted está leyendo y en el horripilante tango en el que el bardo le recriminaba a Onelli con equívoca poética: “¿No saben los señores/ que esto no es coger flores?/ Pretenden aquí cazarme y llevar/ como si nada fuera./ ¡Maldito! No me nombres./ Nada te debo, Onelli./ Deja que yo viva con iguales prerrogativas/ como tú vives allí.”
La letra del tango “El plesiosauro” es de Amílcar Morbidelli, y la música, de Rafael D’Agostino. Para la misma época, Arturo Terri compuso otro tango, solo musical, denominado “El plesiosaurio”. Los autores no quedaron inmortalizados en los anales de la música ni de la poesía, aunque la historia a veces los incluye, como se puede ver.