El gobierno de Mauricio Macri resistió las presiones ejercidas por una oposición mayoritariamente kirchnerista dentro del recinto parlamentario, y la organizada agresión de ese mismo sector junto con la izquierda durante la jornada diurna y nocturna fuera del Congreso que dejó un saldo lamentable de heridos civiles y policiales. Macri resistió el embate y sostuvo la gobernabilidad para avanzar en las reformas que se propone y alcanzar el equilibrio de las cuentas nacionales
Ninguna de las amenazas, violentas o pacíficas registradas fuera del Parlamento, lograron conmover el normal desenvolvimiento de la sesión en que se aprobó la imperfecta reforma previsional por una escasa mayoría de votos, durante la cual todos los sectores expresaron su posición y sus críticas al proyecto de acuerdo al reglamento interno.
Las apelaciones a los eventuales “muertos” como resultado del enfrentamiento entre desaforados militantes encapuchados y la policía, ni el “reclamo popular” en la ciudad de Buenos Aires y otros puntos del país –organizados por grupos de whatsapp desde el día anterior- dieron en esta oportunidad el efecto deseado por una oposición que buscó poner en riesgo la gobernabilidad argentina.
Desde un principio, la excusa fue defender a los jubilados pero, en cambio, el objetivo central siempre fue enturbiar la gestión de gobierno. Primero, con argumentos contra la ley de reforma previsional y los períodos de ajuste; segundo, con alusiones a la pérdida eventual de los jubilados en el primer trimestre; después contra el bono otorgado por el gobierno para saldar esa presunta desventaja en el primer trimestre de 2018. En realidad, no les importaban los argumentos.
Para estos sectores de la oposición las excusas son lo de menos. Antes fueron los mapuches, y entre ellos el pobre Santiago Maldonado sobre cuya figura hicieron mover hasta organizaciones internacionales de derechos humanos, para terminar en un papelón impresentable porque el pobre chico se ahogó por no saber nadar. Luego sobrevinieron la muerte de Rafael Nahuel, la defensa de Facundo Jones Huala, y la pérdida del submarino Aras San Juan y sus 44 tripulantes. La necromanía argentina fue alimentada hasta aquí por hechos que recreaban la figura de la desaparición, una bandera agitada permanentemente por personas de buena conciencia y por otros que siempre especularon con los derechos humanos como negocio.
En estas últimas horas se ha visto funcionar en vivo y en directo al “vatayón militante” en todas sus facetas, particularmente la más violenta, enceguecido después de la segunda derrota en las urnas, tomado por el odio y la rabia contra el peronismo sensato que fue -mal que les pese a los kirchneristas- la segunda fuerza más votada en el país.
Tanto el jueves 14 de diciembre como el lunes 18 las movilizaciones afuera del Congreso y las actuaciones dentro del recinto de la Cámara de Diputados estuvieron organizadas con premeditación y alevosía, provocando el miedo afuera y adentro la prepotencia para sacar de quicio a Emilio Monzó, presidente del cuerpo legislativo. Casi lo logran en la primera instancia.
Arrinconados por la realidad y la decisión de un pueblo de salir del pantano en el que hasta los cocodrilos estaban mal ideologizados, no tuvieron más reacción que la que engendra la frustración de ver que el poder político se aleja de sus vidas cotidianas, y sobre todo de sus intereses económicos y dependencias salariales. Como verdaderos inimputables, estallaron para simular una estudiantina vergonzante en la Cámara Baja, sobreactuando al frenar a los propios (que no eran jubilados) en la Comisión donde se debatía el proyecto de reforma previsional, y luego rompiendo la sesión en que iba a tratarse. Cualquiera que haya participado de una asamblea universitaria o sindical sabe que así, con esa burda maniobra, se impiden las sesiones.
Más vergonzosas fueron las alocuciones dentro del recinto el lunes 18, tratando de levantar la sesión a cada rato porque los militantes “eran agredidos” por la policía de la ciudad de Buenos Aires, cuando el mundo entero veía en simultáneo que “la locura” que estaba ocurriendo afuera era provocada por encapuchados pagados (entre 4.500 y 5.000 pesos), como revelaron varios grupos de redes sociales que circularon previamente anticipando lo que ocurriría.
A diferencia del 14 de diciembre, con la custodia a cargo de la Gendarmería, el 18 la Policía de la Ciudad de Buenos Aires fue enviada a morir por una jueza muy particular que les prohibió la portación de armas y bastones. El resultado fue de más de 80 policías heridos de consideración y otro tanto de civiles. Recién después de semejante enfrentamiento, donde nada quedó en pié en la Plaza de los dos Congresos, los medios de comunicación que antes criticaron el exceso de gendarmes cuatro días antes, reconocieron la insensatez de una violencia desmedida y la indefensión de las fuerzas del orden.
No es cierto que los revoltosos de adentro y afuera defiendan derechos de un sector, no es cierto que les interese la vida pacífica ni la democracia, no es cierto que estén dispuestos a aportar para hacer de la Argentina un país grande y una Nación justa. Nada de eso les importa porque en su concepción de la política lo único que añoran es retomar el control del poder perdido, después de doce años de usarlo indiscriminadamente, ejerciendo el autoritarismo a diestra y siniestra.
A estas alturas todos saben que el poder es finito, tiene fecha de vencimiento, y los intentos de interrumpir el proceso democrático iniciado en 1983 son infructuosos. La ciudadanía argentina, mucho menos virulenta que esos sectores desclasados, ha iniciado el sano camino de la maduración y de defensa del sistema democrático.
Hablar del papel de la CGT en todo este cuadro, donde la familia Moyano hace la del Don Pirulero y cada uno atiende su juego propio, es casi gastar pólvora en chimangos. Augusto Timoteo Vandor y Lorenzo Miguel se avergonzarían de ver cómo un triunvirato descompuesto a cada rato se deja tironear por las escaramuzas de los “zurdos”, como ellos los llamarían. Ya no se ve aquella habilidad negociadora para actuar como un verdadero grupo de presión y de contención de la conflictividad social. Ya no se ve el sentido de oportunidad para aplicar medidas de fuerza cuando corresponde. Lo que es peor, ya no distinguen ni respetan los pactos con el adversario. Solo exhiben un temor a quedar mal parados frente a una “sociedad” que –sin analizarlo- reducen a unos pocos miles de militantes movilizados e ignoran la opinión de millones de trabajadores. Si hicieran una encuesta verían que la gran mayoría de los argentinos con trabajo rechaza las formas sindicales actuales, y aspiran a su modernización.
Dicen que la historia, cuando busca reeditarse, se replica en forma de caricatura. No hay más espacio para azuzar con los fantasmas del pasado, solo unos pocos aspiran a repetir el diciembre de 2001 o la salida apresurada de Raúl Alfonsín en 1989. Ya no asustan ni confunden al gobierno ni a la sociedad.
Los episodios de violencia que horrorizaron el lunes 18 seguramente no cesarán hasta bien entrado 2018, pero solo dejarán en evidencia a sus promotores por el poder de provocación. La cosecha posterior –puede advertirse- será de repudio hacia las representaciones políticas más dispuestas a instalar la violencia que a resolver problemas esenciales. El pueblo argentino quiere, en realidad, ver el nivel de inteligencia de una oposición integrada a la democracia para debatir, discrepar, en el tratamiento de los grandes temas que preocupan 44 millones de habitantes.
La alternativa a la democracia no es el caos.