El sistema democrático

El sistema democrático


Según la ciencia política, el Estado se compone de tres elementos que lo caracterizan. Por un lado, la población, que es el conjunto de personas que habitan en el Estado o que se desenvuelven dentro de él. El segundo elemento, territorio, es el ámbito geográfico en el que se desarrolla el accionar estatal. El tercer elemento, propio de esta unidad institucional, que la caracteriza e identifica, es el poder. Algunos autores consignan un cuarto elemento, el gobierno; lo que no es compartido en forma unánime por los politólogos ya que la mayoría de ellos considera que el gobierno es la expresión del poder y la modalidad en que éste se ejercita.

También la teoría política destaca que esos elementos del Estado se vinculan entre sí a fin de dar origen a diversas formas de Estado. El elemento poder, por ser el esencial para la existencia del Estado, se relaciona con el territorio, por una parte, y con la población, por otra, para determinar diferentes formas de Estado. Una de esas formas, resultante de la vinculación del poder con la población, es la democracia; de tal suerte que, según la teoría política, no es una forma de gobierno sino, esencialmente, una forma de Estado.

Como consecuencia de esa vinculación entre los elementos mencionados, la democracia se caracteriza por cuanto la titularidad del poder –como elemento esencial y caracterizador del Estado- se encuentra en el conjunto de la población; de tal suerte que es el pueblo quién organiza sus instituciones, dicta las normas en que consagra sus derechos y ejerce las diversas potestades de gobierno y civiles que el ordenamiento consagra. Este sistema político posee principios que lo ordenan y organizan la convivencia de sus diversos integrantes, entre los cuáles pueden mencionarse los más destacados, a saber: 1) principio de soberanía nacional, que significa que el único soberano legítimo es el pueblo, y que la legitimidad surge de la voluntad ciudadana, expresada mediante el voto; 2) principio de la mayoría y defensa de los derechos de la minorías. Alude al problema de unificar intereses –diversos y contradictorios- en sociedades tan grandes y complejas como las actuales. Ante ello, el criterio que guía las decisiones políticas es el de la mayoría; sin embargo, esta regla requiere la participación de las minorías, las que tienen derecho no sólo de existir, sino también de influir en esa toma de decisiones; 3) principio de representación política democrática, el cual resulta ineludible para que la sociedad pueda funcionar, debido a la inviabilidad de poner a discusión y votación del pueblo todas las decisiones del gobierno.

No debe omitirse que, en diversas épocas, se han señalado un conjunto de principios adicionales que, en esencia, vienen a completar el catálogo de reglas básicas que conforman el fundamento de la estructura democrática y que resultan inexcusables para la vida de los estados democráticos modernos: a) toda autoridad emana del pueblo; b) control de la gestión del gobierno por parte del pueblo; c) participación del pueblo en la administración del estado; d) todos los ciudadanos tienen derecho a votar y todos los votos tienen el mismo valor; e) igualdad; f) equidad; g) libertad; h) legitimidad; i) fraternidad; j) legalidad; k) pluralismo y; l) tolerancia, entre los más significativos.

Todos estos principios, al igual que la organización del sistema encuentran expresión normativa en el instrumento jurídico fundamental del Estado democrático, que no sólo consagra y garantiza los derechos de los habitantes –y las correlativas obligaciones que deben observar- sino que, además, establece la estructura política del Estado, organizando su sistema de gobierno así como las competencias, requisitos, potestades, responsabilidades y limitaciones o prohibiciones de los órganos respectivos. Este instrumento cardinal para la existencia, desarrollo y viabilidad del Estado es la Constitución.

Tan íntima resulta la vinculación entre la democracia y la constitución que varios autores, comenzando por Carl J. Friedrich, designaron a la democracia contemporánea con el calificativo de “constitucional”. Este calificativo corresponde al tipo de democracia a la que se hace referencia ya que indica su principal rasgo constituido por el ensamble de la democracia con el constitucionalismo; que –según Mario Justo López- implica a la vez el de la “forma de gobierno” con el “estilo de vida”. La expresión “democracia constitucional” si bien no ha alcanzado una gran difusión, ha sido empleada por otros reconocidos especialistas de derecho constitucional y teoría política, como Carl Schmitt, Karl Loewenstein, Marcel Prélot y, entre nosotros, Segundo V. Linares Quintana.

El ensamble de la democracia con el constitucionalismo y de la “forma de gobierno” con el “estilo de vida” (en la expresión de Mario J. López) conducen a que el poder sea, en la democracia constitucional, necesariamente limitado, aún en los aspectos más característicos de la esencia misma de la política, como lo son las nociones de “soberano”, de la “mayoría” y del “gobierno”.

Estas limitaciones al poder resultan específicamente de la complejidad del dispositivo constitucional que ha amparado el surgimiento de las democracias contemporáneas y, a la vez, determinó el encuadramiento normativo de éstas. Esa constitución ha significado, en definitiva, una limitación para el soberano y para la mayoría, de tal suerte que la limitación del “soberano” que –en principio- implica una contradicción en los términos, si se admite el carácter absoluto de la soberanía, importa que, en la democracia constitucional, la “soberanía del pueblo” no es sino el principio de fundamentación para rechazar la eventual imposición de uno –o de algunos- sobre el resto. Por otra parte, la constitución importa, respecto de la “mayoría”, un sólido y contundente valladar para la imposición de su voluntad y poder.

En cuanto concierne a la limitación del “gobierno” o, dicho más precisamente, la regulación jurídica de la conducta de los gobernantes, resulta una de las notas características del constitucionalismo. Esta limitación se verifica mediante un sistema de controles, que se manifiesta, por una parte, a través del control mutuo de los poderes y, por otra, del control de un poder social avasallante mediante el régimen de representación política.

La legitimidad democrática, tanto como principio autónomo, cuanto incorporada al principio de soberanía nacional importa reconocer que, en la democracia constitucional, el gobierno sólo adquiere plenitud y reconocimiento, en la medida que se desenvuelve en el marco estricto de las normas constitucionales que lo regulan y, sobre todo, se ajusta a los controles que constituyen sus límites institucionales, cumpliendo y haciendo cumplir los preceptos que estructuran la convivencia político- institucional del sistema. Este principio dimana de la armonía en el ensamble de la democracia con el constitucionalismo, o tal vez en este caso con mayor acierto corresponda señalar, de la “forma de gobierno” con el “estilo de vida”, y se incardina hacia la necesaria limitación de ese atributo natural del poder que es el gobierno.

Parece oportuno, en este punto, recordar que la legitimidad es un concepto particular que comprende no sólo la legalidad sino también la razonabilidad, en cuanto relación de proporcionalidad entre el sacrificio que se impone a fin de obtener una finalidad determinada, y el beneficio que dicha finalidad significa.

La legitimidad democrática importa, en consecuencia, la adecuación del gobierno del estado a la legalidad institucional, por una parte, así como un accionar ajustado a la valoración comunitaria de que el sistema democrático resulta el más aceptable y, con ello, recibir el reconocimiento social de la ciudadanía hacia sus autoridades políticas, por otra.

El principio de legitimidad, que originariamente se hallaba referido casi exclusivamente a la forma de acceder al poder, en virtud de la voluntad ciudadana expresada mediante el voto, puede considerarse conformado por un sistema dual, al que se lo designa como legitimidad de origen y legitimidad funcional. Pierre Rosanvallón utiliza otros términos para designarla: legitimidad de establecimiento y legitimidad de resultados o input legitimacy  y output legitimacy. En nuestro criterio -más allá de compartir con este último autor la posibilidad de una crisis del sistema binario, que lo lleva a predicar la existencia de tres fuentes de legitimidad que vinieron a sucederlo o complementarlo- resulta pertinente abordar este principio desde una doble perspectiva, a las que denominamos legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio.

La legitimidad de origen resulta esencial para la existencia de los gobiernos democráticos y, tal como se ha venido pregonando por la totalidad de la doctrina política, se sustenta en el voto popular como expresión de la denominada “soberanía del pueblo”. No cabe duda que la legitimidad de origen resulta imprescindible para la existencia de un gobierno democrático, sin embargo, con ser una condición necesaria -en la expresión de los matemáticos- no resulta suficiente. En efecto, la voluntad del “soberano” expresada a través del voto, confiere al gobierno surgido de dicha elección la más absoluta y contundente legitimidad democrática, con la cual habrá de cimentar su capital democrático, del cual sólo constituye el primer hito y que necesariamente deberá ser revalidado y acrecentado con cada una de sus acciones ulteriores.

Efectivamente, para mantener su legitimidad democrática el gobierno elegido por la voluntad popular debe ajustarse al marco de la legalidad y la razonabilidad y mantenerse en ellas, a efectos de renovar –en cada uno de sus actos- la representatividad que ostentara en su origen. Esta es la otra fase de la legitimidad democrática, la que hemos denominado legitimidad de ejercicio y que viene a integrar en forma plena el principio al que nos estamos refiriendo. Ambas fases constituyen las dos caras de una misma moneda, imprescindible para que la democracia mantenga su condición de sistema político que garantice la plena viabilidad del gobierno y del Estado permitiendo que se produzca un cumplimiento más cabal de la voluntad popular, se atienda mejor el interés mayoritario y se logre una mayor aproximación al bien común.

Obviamente la falta de legitimidad de origen –esto es, el haber accedido al poder por medios espurios, y no por la voluntad popular expresada por la vía electoral o sus alternativas constitucionales- importa la condición de antidemocrático del gobierno y, con ello, su carácter de gobierno no constitucional o “de facto”. Sin embargo –y muchos son los ejemplos que pueden mencionarse en la vida política mundial- contar con dicha legitimidad de origen no garantiza que un gobierno mantenga su condición de gobierno “de iure”, o sea constitucional y democrático.

La falta de cumplimiento de las normas constitucionales que regulan las competencias y funciones del gobierno, o aquéllas por cuyo respeto debe velarse desde la gestión gubernamental y que constituyen el conjunto de factores que determinan su legitimidad de ejercicio, implica que se pierda la legitimidad democrática. Resulta, entonces, que el gobierno habrá perdido su condición de gobierno constitucional y se transforma en un régimen “de facto” del que no podrá predicarse su apego por la constitución y las leyes, habida cuenta que será ese gobierno el primero en violarlas e imponer la voluntad omnímoda de una persona o un grupo, que avasalla los derechos del resto de los ciudadanos.

Queda, pues, en claro, que haber accedido al poder mediante el proceso electoral establecido en la constitución no basta para considerar a un gobierno como democrático o constitucional, en la medida que aquélla condición de legitimidad originaria no se vea ratificada, en forma constante, a través de las acciones que la actualicen en el ejercicio del poder. Resulta, entonces, imprescindible efectuar la compulsa de las acciones de gobierno, a efectos de determinar si en el transcurso de su mandato se altera la condición de legitimidad por efecto de un ejercicio del poder que desvirtúa su condición inicial.

Refiriendo este análisis a la realidad institucional de nuestro país, corresponde, en primer lugar, recordar que la designación de los magistrados de la Corte Suprema, el inciso 4 del artículo 99 de la Constitución Nacional, establece que la realiza el presidente con acuerdo del senado por dos tercios de sus miembros presentes en sesión pública. Se trata, entonces, de una estipulación expresa y específica para dichos jueces, por lo que no parece que la misma pueda sustituirse por lo dispuesto en el inciso 19 del mismo artículo constitucional, el que no sólo es una disposición de carácter alternativo, que inicia con el verbo “puede”, no con la expresión contundente del anterior que señala “nombra”. Por otra parte, como resulta de los respectivos números de incisos, resulta una opción posterior y, sobre todo, de carácter genérico; ya que se refiere a las vacantes de los empleos que requieran del acuerdo del senado, no la específica contenida en el inciso 4. Pretender designar -no uno, sino dos- jueces de la Corte Suprema por decreto del poder ejecutivo con una validez transitoria, resulta absolutamente inconstitucional y, con ello, antidemocrático.

Las leyes deben sancionarse conforme un procedimiento establecido en los artículos 77 a 84 de la Constitución Nacional, y una vez sancionadas, se derogan o modifican -por el principio de paralelismo de las formas- mediante una misma norma legal que debe seguir el mismo procedimiento que la anterior. La derogación, aunque fuera parcial, de una ley por conducto de un Decreto de necesidad y urgencia, que no justifica cuál sería la circunstancia habilitante (excepcionalidad que hiciera imposible seguir los trámites ordinarios para la sanción de las leyes) -ya que no se trata de un instrumento subsidiario, ni mucho menos alternativo- resulta absolutamente contrario al orden constitucional y a la legitimidad democrática.

La tributación, según el claro y categórico principio que emana del artículo 4 de la Constitución Nacional, deberá responder a los criterios de equidad y proporcionalidad (“…las demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso General”). Sin embargo, la eliminación de retenciones al agro, a la minería; la baja de las alícuotas de los impuestos a los automóviles de alta gama, la suspensión de impuestos internos a los vinos espumantes, entre otros, mientras que se incrementan los obligados al pago de impuesto a las ganancias en la cuarta categoría; no resulta acorde con estas premisas normativas del máximo rango. Sin duda un nuevo apartamiento del orden constitucional.

La República Argentina es parte en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, acuerdo que fue incorporado al catálogo de convenciones internacionales con jerarquía constitucional contenidas en el inciso 22 del artículo 75 de nuestra constitución, lo que implica que su observancia es estricta e impostergable. Por otra parte, el inciso 24 del artículo 75, tras declarar que corresponde al Congreso Nacional “aprobar tratados de integración que deleguen competencias y jurisdicción a organizaciones supraestatales en condiciones de reciprocidad e igualdad, y que respeten el orden democrático y los derechos humanos”, establece que” las normas dictadas en su consecuencia tienen jerarquía superior a las leyes.” Una decisión emanada de la Organización de Naciones Unidas, que cuenta con organismos institucionales a los que la misma autoridad internacional dota de competencia y autoridad para intervenir en los asuntos de su incumbencia, uno de los cuáles es el Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria, resulta obligatoria e impostergable para los estados miembros. Adviértase que nuestro país, como estado miembro ha decidido -espontánea y libremente- autolimitar sus competencias internas, sujetándolas a las decisiones del derecho internacional, no sólo al consagrar la jerarquía constitucional de un conjunto de tratados internacionales, sino al establecer que las decisiones emanadas de las organizaciones supraestatales en las que –por los tratados de integración- deleguen competencia y jurisdicción, tienen jerarquía superior a las leyes. Consecuentemente, el respeto por la legalidad constitucional y la legitimidad democrática no admite -frente a las decisiones imperativas de los organismos internacionales- que se intente restar jerarquía a la decisión, pretendiendo su falta de obligatoriedad y, mucho menos, trocar lo decidido en una suerte de “tour de legalidad”, invitando a quienes tomaron la decisión a verificar que se han resguardado adecuadamente los derechos que se proclaman vulnerados.

Para concluir esta breve reseña de eventos que ponen de manifiesto la abierta contraposición con el ordenamiento constitucional y la pérdida de legitimidad democrática, por violarla en su ejercicio, corresponde señalar que nuestra Constitución Nacional dispone una precisa y ceñida delimitación de la potestad tributaria y su correspondiente regulación normativa. En primer lugar se establece que corresponde exclusivamente a la Cámara de Diputados la iniciativa de las leyes sobre contribuciones (artículo 52), lo que -indudablemente- viene a configurar el marco de representatividad exigido para dictar normas tributarias. El principio de legalidad tributaria, por su parte, impide que todo lo atinente a dichas normas pueda tener otra expresión normativa que la ley en sentido formal; y esto incluye no sólo la determinación del hecho imponible, sus alícuotas, base imponible y sujetos sino también la determinación de todas las circunstancias que configuran exenciones. El plexo de garantías se halla complementado por la restricción establecida en el inciso 3 del artículo 99 de nuestra Constitución Nacional que prohíbe al poder ejecutivo el dictado de decretos de necesidad y urgencia en materia tributaria. Este esquema que se encuentra estatuido para resguardo de los ciudadanos y como limitación a la voracidad fiscal, no admite violaciones que lo desnaturalicen o que impliquen sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna (artículo 29). Es por ello que una norma tributaria que consagra el sinceramiento fiscal, también llamado blanqueo de capitales, establecido mediante Ley Nacional N° 27.260, no podría válidamente ser modificado por decreto de necesidad y urgencia -que se encontraría fulminado por el propio texto constitucional que los autoriza- y, mucho menos, por un “decreto reglamentario” (reglamento de ejecución); cuya finalidad real es la de favorecer a parientes o allegados de funcionarios.

La somera reseña que hemos efectuado nos permite advertir situaciones en que la legitimidad democrática se resiente o se afecta severamente por la acción de un gobierno que, aun habiendo accedido al poder por las vías que se establecen en la constitución y las leyes, se aparta de los preceptos que lo obligan desvirtuando –a través del ejercicio de sus funciones- la esencia del esquema político que tiene por deber respetar y hacer observar.

Debe advertirse, sin embargo, que la preservación del sistema habilita a rebelarse contra las eventuales desviaciones en que pudieren incurrir los gobiernos que, despreciando las reglas de organización de la comunidad, pretendieren imponer omnímodamente sus intereses o privilegios. Esta defensa se articula a través de un derecho que la propia estructura democrática habilita, al que la dogmática política ha denominado derecho de resistencia a la opresión. Refiriéndose a éste ha dicho Sánchez Viamonte que “el derecho de resistencia a la opresión es el derecho que tiene toda sociedad de hombres dignos y libres para defenderse contra el despotismo, e incluso destruirlo. En realidad, más que un derecho es un principio político, congruente con la teoría del contrato social y con la soberanía popular, que es otro principio político”.

Este principio político, al decir del autor citado, se expresa en nuestro derecho constitucional, a través del texto del artículo 36 de la carta magna, disponiendo que: “…Todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este artículo.” Una certera regulación normativa establecida en resguardo del sistema democrático y en cuyo marco la sociedad encuentra cobijo contra el abuso de poder.

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