Días atrás -entre la noche del miércoles y el jueves, para ser precisos- se filtró a los medios de comunicación que el Gobierno nacional iba a convocar a la oposición para sostener un diálogo basado en diez puntos de coincidencias, que, una vez firmados, deberían luego dar origen a una suerte de compromiso para el futuro.
Fue extraño el método de la convocatoria, que eludió los canales oficiales y apareció en los medios como una “filtración”. Inclusive, ésa fue la primera crítica que esbozaron algunos de los dirigentes convocados.
La respuesta de éstos, como era de esperar, fue una negativa generalizada a concurrir al llamado. Entre ellos, la voz de Sergio Massa definió la naturaleza de la convocatoria, al expresar que “el Gobierno, al final de su mandato, quiere hacer responsable a la oposición de su propio fracaso”.
En esta situación, lo que más le sienta a Macri es el rechazo, ya que si la oposición se niega a asistir, volverá a ejercer el deporte de la victimización, que tanto resultado le dio en otras ocasiones.
Sólo Miguel Ángel Pichetto, Daniel Scioli (un verdadero “revenant”, en versión argenta) y Juan Manuel Urtubey se mostraron prudentemente receptivos al abstruso llamado de la Casa Rosada, que intentó con la propuesta recuperar una iniciativa política que perdió el año pasado y que desde entonces no puede recobrar. Este tipo de iniciativas se revelan como acciones desesperadas a las que apelan los asesores del Gobierno ante la ausencia de propuestas políticas relevantes. Así buscan llegar a octubre de cualquier manera, aunque sea con golpes de efecto como éste.
De todos modos, se hace difícil sostener un acuerdo cuando el presidente sufre -además del ataque de diversos virus políticos- un cada vez más agravado síndrome del “lame duck”, o sea, el del “pato rengo”, como se le llama en otros países al último año del mandato de un presidente, que cuando más cerca está del fin, menos poder posee.
A Macri, al convocar desde la fragilidad -y recibir las condignas críticas de la oposición por haberlo hecho de esta manera- sólo le queda refugiarse en la posibilidad de que esas negativas le sumen adhesiones y, por contrapartida, perjudique a los imperdonables, ya que la iniciativa estuvo destinada a los “civilizados”, es decir a los peronistas que le votaron leyes, que lo apoyaron en algunas propuestas y que, en resumen, le brindaron “gobernabilidad” a lo largo de su accidentado mandato.
En esta situación, lo que más le sienta a Macri es el rechazo, ya que si la oposición se niega a asistir, volverá a ejercer el deporte de la victimización, que tanto resultado le dio en otras ocasiones. El argumento rondará en que “nadie quiere dialogar, por eso estamos así”, “hay mucha irracionalidad”, “con esta oposición no se puede gobernar”. Si, por el contrario, sus adversarios responden positivamente al llamado, debería flexibilizar su planteo económico y aceptar las variables que se le propongan, algo que parece una utopía, si se recuerda su actitud durante su período gubernamental.
Aún así, el martes, el Gobierno perfeccionó la invitación y envió cartas a todos los invitados: Roberto Lavagna –que también contestó por carta y destacó la ausencia de propuestas de industrialización, empleo y salud-; Cristina Fernández de Kirchner y los ya nombrados Pichetto, Urtubey y Scioli, los tres que se habían mostrado interesados en asistir. Resumiendo: sólo aceptarán la propuesta los precandidatos opositores que sufran una fragilidad similar a la de Cambiemos. Los que miden bien y construyen política, en cambio, se van a mantener más alejados.
Para cerrar el círculo alrededor de una hipotética mesa de negociaciones, Macri alegó que éste es el momento de tener “generosidad”, una virtud que él mismo practicó con cierta reticencia, lo que es un alarde de lucidez de su parte, ya que la generosidad no es una virtud deseable en política. De hecho ésta es tan poco deseable que se la podría asociar con la ingenuidad. Parafraseando al maestro de la política moderna, Niccoló di Bernardo dei Macchiavelli (Maquiavelo 1469-1527), se podría argüir que el presidente –y los políticos en general, para ser justos-, al igual que el príncipe, “jamás predica otra cosa que la concordia y la buena fe…y es enemigo acérrimo de ambas, ya que si las hubiese observado habría perdido más de una vez la fama y las tierras”.