La idea, desde un principio, era no poner palos en la rueda al nuevo gobierno desde la oposición. Dejarlo andar, actuar civilizadamente, observar si la dupla Alberto Fernández-Cristina Fernández era tal, o si se iba a producir una ruptura con el correr de los meses para que AF acumule poder político y sostenga la hipótesis de la política civilizada.
Y parecía, de a ratos, que el presidente Fernández imponía de a poquito un nuevo estilo de conducción política en un país donde la amenaza de la grieta se agazapa entre los ligustros. La oposición le dio superpoderes para que gobierne por DNUs, y no desaprovechó ninguna oportunidad.
Las idas y venidas de AF convencieron, tarde y mal a los observadores de mediana distancia, de que el hombre lidiaba con una presión insoslayable, como una avispa en la oreja: CFK. Salía Él, de pronto, intempestivamente, a pegarle a un enemigo relativamente identificado, y la sociedad se entretenía unos días tratando de descular el mensaje oculto arrojado como un guante en medio de un discurso.
Hasta que el COVID 19 llegó a Ezeiza en cientos de aviones y desperdigó contagios en todo el territorio, especialmente y “a propósito” en el Área Metropolitana Buenos Aires (AMBA). Para fortuna de los recién regresados al poder argentino, hubo que decretar una cuarentena adelantada porque nadie sabía si el sistema de salud nacional, provincial y municipal estaba calificado para soportar el contagio masivo.
Lidiar con una pandemia mundial no es sencillo. El nuevo ÉL se puso al frente de una cátedra nacional, rodeado de especialistas en salud e infectología que tomaron el mando por sus antecedentes de conocimientos científicos. Hasta formaron parte del decorado de las conferencias de prensa donde la máxima expresión política fue sentar a Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta junto al presidente. Todos leyeron que era una imagen de consenso, un acuerdo civilizado para el manejo de la cuarentena. Kicillof no piensa lo mismo y hace estallar la esperanza de la sociedad con cada discurso destemplado y fuera de la órbita del tiempo protocolar.
Así, despacito, y sin importar con la voz de quien, ubicaron el “foco del contagio” en la opositora ciudad de Buenos Aires, y luego se retractaron. Despacito tejieron maniobras para soltar a los presos -delincuentes de categoría y otros comunes- por presunto temor al contagio, y debieron retroceder porque hasta Sergio Berni se opuso. La Justicia dio señales de actuar en algunos temas muy irritables y convenientes para los más corruptos amigos del poder, pero no en todo el país sino en juzgados aislados porque “rige una feria judicial”. El sindicalista Julio Piumato se encargó de impedir que la tropa de empleados judiciales no volviera a trabajar en ese “ámbito conflictivo” para el kirchnerismo, por “falta de garantías sanitarias”. Para él, la justicia no es un servicio esencial. Menos éxito tuvo el titular de los bancarios cuando la dilatada obligación del pago de jubilaciones y asignaciones generó el desmadre de los viejos para cobrar, y los bancos fueron de una vez por todas un servicio esencial indiscutido.
Entretenidos con las estadísticas prolijamente difundidas dos veces al día como en un país desarrollado, nos encerramos por razonabilidad, aceptamos las reglas impuestas como si fuésemos alemanes, sin chistar ni criticar por lo menos desde el 20 de marzo hasta el 25 de mayo, cuando Beatriz Sarlo reconoció -sí, reconoció- que se equivocó con AF y CFK. Avanzó un casillero.
La gran mayoría de las personas que no trabaja en actividades esenciales se quedó en sus casas, a la espera de que cada quince días Él dijera, ya no que se levantaba la cuarentena sino que “cazzo” iba a pasar con la caída catastrófica del empleo formal e informal y las pymes que, por la parálisis, tienen un único destino: cerrar, quebrar o morirse. Y con ellas miles de personas y familias dependientes de esos ingresos.
Del gobierno hubo solo subsidios cortos, pañitos de agua fría para que coman los más desprotegidos. Aportes miserables porque no hay reservas, extraídos de los jubilados que no ganan la mínima. Sólo se habló, y por lo bajo, de cómo arreglar la deuda externa. El arreglo se estira como chicle; siempre hay una fecha posterior hacia la cual patear la pelota. Pero no se arregla. Ni aparece un plan económico que oriente sobre el destino de la Argentina cuando salga de la cuarentena. Ya que no se sabe cuándo, por lo menos que digan mínimamente de qué forma se hará, que arriesguen alguna posibilidad de horizonte, una frasesita.
Nada de todo eso. En Argentina, desde el 10 de diciembre de 2019, conduce la incertidumbre. La incertidumbre es la mejor arma política para mantener quieto a un pueblo: el gobernante no es ni malo ni bueno, parece que sabe pero no sabe, parece que maneja el país pero no lo maneja, afirma con énfasis que “esa locura de expropiar empresas” no corre en estos tiempos y a la semana anuncia que expropia la empresa Vicentin, exportadora de granos, y se corre el rumor de que va por Sancor, productora de alimentos.
¿Creían que no se iban a vengar del campo? Se equivocaron, la venganza es un rencor que se guarda en el fondo del corazón y cuando no se ejecuta se muere el que la pergeña. Por eso está obligada a hacerse evidente. Despacito, suavemente, salen los voceros a negar que el Estado quiera quedarse con empresas privadas, que no son ciertas las acusaciones de inconstitucionalidad, y que nunca pasaron por arriba de la justicia donde radica una quiebra. Se adueñan en nombre de una“ soberanía alimentaria”, para que capitales extranjeros no compren las grandes empresas nacionales, y el Estado se haga cargo de todo. Construyen el nuevo relato. O sea, otra vez sopa como con Repsol. Los contribuyentes volverán a perder porque se pagará con sus impuestos el doble de la indemnización correspondiente. Con los pies en medio del barro niegan ir en la misma dirección del gobierno de Venezuela, pero Dady Brieva no para de aplaudir.
Despacito, de a poquito, operando el miedo de la población al COVID 19 y profundizándolo con actitudes autoritarias de expropiación, el poder político exhibe su verdadera cara: CFK es la dueña del poder político en la Argentina, Alberto Fernández es un empleado y hace lo que le dice Cristina, la economía se mantiene a fuerza de emisión y el puerto es una fuerte inflación, tienen acuartelado a un pueblo de 45 millones de argentinos, los Poderes Legislativo y Judicial funcionan solo y cuando les conviene a ellos. Sergio Massa y los aliados “sociales” de siempre, cada uno con el cargo tan deseado, tranquilos como agua de tanque, sin vociferar ni criticar, muy contentos de que comiencen la expropiaciones.
Despacito, suavemente, CFK fue armando las listas de legisladores de medio tiempo para el año 2021. Y Él, quieto, mirando hacia arriba, como un perro que… mira la luna.
El 28 de junio cumpliremos 101 días de cuarentena.