Hay pocas discusiones políticas de las que trascienden al público que pongan blanco sobre negro la realidad argentina de estos días como la polémica que surgió acerca de la meritocracia, que enseñó las veredas en las que se ubican el oficialismo y la oposición.
El presidente Alberto Fernández expresó en San Juan que “el mérito sirve si las condiciones son las mismas para todas y todos, porque si algunos tenemos las mejores condiciones para desarrollarnos y otros no, el mérito no alcanza. No existe el mérito donde el más tonto de los ricos tiene más posibilidades que el más inteligente de los pobres”.
Luego, el mandatario agregó que “lo que nos hace evolucionar o crecer no es verdad que sea el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años. El más tonto de los ricos tiene más posibilidades que el más inteligente de los pobres. Ese tratamiento desigual nos pone en un mal lugar como sociedad. Las mejores sociedades son las que dan la oportunidad de desarrollarse a todos”.
Las respuestas de la oposición, plenas de indignación, no se hicieron esperar. El presidente del bloque de Diputados de la Unión Cívica Radical, Mario Negri, le espetó al presidente, en una especie de carta abierta publicada en la red del pajarón azul que “condenar el mérito es condenar la Argentina a la chatura”. A continuación, se lamentó por “lo equivocado que está quien conduce hoy el país. Sus conceptos están reñidos con nuestra historia. En Argentina nació la patria con la inmigración. Aquí vinieron a trabajar nuestros bisabuelos porque en sus países no había futuro. En Europa había nobleza, había ricos y había guerras. Ellos querían cambiar y PROGRESAR”. Finalmente, el líder del Pro, Mauricio Macri reprodujo sus conceptos y viralizó el mensaje, obviando que el país no empezó con la llegada de los extranjeros, precisamente.
No contento con el despliegue de Macri y Negri, empeñado en profundizar el debate filosófico –que, convengamos que Negri no lo elevó demasiado- el filósofo Santiago Kovadloff metió la cuchara en el asunto, preguntándose –sin contextualizar su concepto- “el mérito, ¿qué es? El resultado del esfuerzo, de un empeño puesto, que es reconocido por otro como resultado de esa capacidad de trabajar, de buscar, de anhelar, de fracasar y volver a empezar, de tener aptitud y constancia, para poder infundirle a la propia identidad el sentido que da el trabajo, la construcción, tanto de una identidad como de una comunidad. Nadie es meritorio porque es verdaderamente reconocido por otros de manera servil. Hay mérito donde hay posibilidad de compartir el significado del esfuerzo”.
Solidario con su correligionario, el antiguo funcionario del gobierno de Cambiemos Jorge Sigal, acusó que “es muy propio de los populismos tratar a la masa como un todo que debe seguir a los líderes. Pero a esta altura del siglo, tratar así a las personas es banal. ‘Dejen que yo los llevo’. No hace falta el mérito, hace falta que yo los lleve al paraíso”, graficó, sin tener en claro hacia dónde se dirigía su propia mayéutica.
Pero aún se encontraba ausente en el debate la verdadera filosofía, que se hizo presente de la mano de Gabriel Omar Batistuta, que se lanzó de cabeza al entrevero, planteando que “se me viene a la mente una pregunta. Mis padres me criaron en una casa de 5×3 metros. Trabajando, estudiando y confiando en la Justicia, me dieron un lugar más amplio. Yo continué sus ejemplos sacrificándome y respetando al prójimo ¿Fui un idiota por respetar esos ideales?”.
Finalmente, aunque hubo más protagonistas ansiosos de ejercer el arte de la lógica y el razonamiento, el gobernador bonaerense Axel Kicillof, sostuvo que “tiene que obtener más el que más se esfuerza”, aunque aclarando que “también es algo de la sociedad en su conjunto proveerle los instrumentos”, ya que “no todo depende del esfuerzo individual”, completó.
El orden de los méritos
Hasta aquí se cuentan los planteamientos de los protagonistas, aunque se puede decir que no todos empuñaron el mismo nivel filosófico.
El término meritocracia proviene del latín. Merĭtum significa debida recompensa, en tanto que el sufijo Cratos viene del griego y equivale a poder o fuerza. El término denomina a una forma de gobierno basada en el mérito, es decir, en los mejores.
Pero no todas las cosas son tan llanas. La filosofía está plagada de pliegues, elevaciones y aún de depresiones, como las que plantearon los sofistas, que corporizaron la decadencia de Atenas y, junto con ella, a la de la filosofía.
En los inicios del Siglo 20, el banquero norteamericano John Pierpont Morgan –uno de los hombres más ricos de la historia- planteó que una diferencia entre los ingresos de los ricos y los ingresos de los pobres no deberían superar el 20×1. Lo contrario sería inapropiado, expresó.
En estos tiempos que corren, los más ricos superan a los más pobres por diferencias muchísimo mayores: soportan la vida con valores de alrededor de medio millón de veces más que los de sus empleados.
Si alguien planteara que cada uno obtiene lo que se merece, prescindiendo de presiones sociales, políticas o de algún otro tipo, dependiendo sólo de un cristalino sistema de fijación de los ingresos, sólo podría justificarlo en la decisión de algún ser superior (los dioses, por ejemplo); o por su origen social (la clase alta) o por la mera suerte (Tiche, para los griegos; Fortuna, para los romanos; Ishtar, para los babilónicos).
La meritocracia, que sería el sistema que regula los ingresos, dando preeminencia a los más esforzados, a los más talentosos o a los más comprometidos, constituye un relato que adula a los que poseen ingresos altos por cualquiera de las razones ya enunciadas.
De todos modos, es necesario desmitificar algunos argumentos que obscurecen el camino.
Para empezar, es casi imposible demarcar con claridad adónde empieza el mérito individual y adónde termina el mérito colectivo. Porque a veces, el ameritado es el depositario de un trabajo en el que no fue el único que acumuló destrezas.
Para continuar, es necesario puntualizar que en esta carrera de obstáculos, existen quienes acumulan herencias y patrimonios que no fueron generados por su propio accionar meritorio, sino por el de sus antepasados. Aquí se contamina la pureza de la meritocracia, ya que se introducen los méritos del abolengo, que no son individuales.
Esta diferencia vuelve injusto el ingreso en este Olimpo de los meritorios. La fortuna se encuentra, entonces, sometida a los afortunados, pareciera. Se convierte la meritocracia, de esta manera, en una correa de transmisión de los privilegios y de la riqueza de una generación a otra.
¿Se casan los hijos de las familias ricas entre sí? ¿Se relacionan entre sí por su asistencia a los mismos colegios y universidades? ¿Suelen frecuentarse en los vecindarios en los que viven? ¿Conservan en su madurez las relaciones que desarrollaron en su juventud? Todas estas preguntas confluyen en la palabra sí.
Al gobierno de los más ricos se lo llama Plutocracia. Si es por acumulación de méritos, alguien más avispado debería preguntarse cuándo en la historia un desposeído alcanzó el poder si no fue el caso de una revolución o una revuelta, pensando, en este caso, en la efímera victoria de la Revolución Campesina liderada por Emiliano Zapata y Pancho Villa, que pagaron con sus vidas tamaño atrevimiento.
La ruta del mérito está tapizada de tantas adversidades que sólo tiene vigencia en el mundo empresarial, adonde los merecimientos no suelen medirse con parámetros morales.
Despojada de su lenguaje encubridor, la meritocracia no es otra cosa que la sanción de la desigualdad por la riqueza, del egoísmo individualista y la antítesis de la cooperación. Frente a ella se opone una concepción que, si bien no niega las desigualdades de capacidad por causas naturales, reconoce y valora el verdadero esfuerzo social y privilegia la cooperación como el único mecanismo competente para que se puedan exteriorizar sin limitaciones los verdaderos méritos individuales y sociales. En conclusión, se puede afirmar que el de meritocracia es un concepto que se compadece plenamente con el espíritu de las actuales sociedades individualistas, en donde priva el cálculo y el egoísmo burgueses, al que se contrapone el propósito de lograr una formación social informada por la solidaridad y la cooperación.*
*Julio César de la Vega – Diccionario Consultor Político (Azul) – Librograf Editora S.R.L.- Impreso en enero de 1999 en los talleres Cargraphis S.A. Imprelibros