El mundo y los Estados Unidos de América respiraron con alivio al triunfar la fórmula presidencial del Partido Demócrata integrada por Joseph Biden y Kamala Harris, que desplaza del poder al inigualable Donald Trump quien hizo una excelente elección y eligió no rendirse frente a la evidencia de los votos. Está liberado de entregar la banda y el bastón presidencial porque en EU no se usa. Ni hace falta que aparezca en la ceremonia para ungir a su sucesor pues el 14 de diciembre será el Colegio Electoral el que confirmara la fórmula presidencial.
Por su visión, o no visión de la política, Trump colocó a los Estados Unidos en un limbo durante cuatro años, impidiéndole participar activamente de las decisiones internacionales, retirándose de organismos importantes como los foros protectores del medioambiente, de la Organización Mundial de la Salud, rompiendo acuerdos nucleares con país susceptibles como Irán. Pero la gravedad de su política exterior fue subestimar la importancia de la Multilateralidad y el trabajo de cooperación internacional que venía haciéndose en ese sentido con enormes dificultades.
No es obvio, hay que decirlo: en esta elección el “establishment” recuperó el poder político que perdió en 2016 a manos de un offsider de la política, causante de un verdadero cataclismo con sus excentricidades y constructor de una masa crítica de alto volumen, difícil de disolver. Antes de que Trump fuera electo el establishment ya pensaba que gestaría “el nacimiento de un movimiento de masas extremadamente reaccionario, oscurantista, racista, aislacionista y misógino con rasgos fascistas pronunciados”. Les costó contenerlo.
En todo el proceso electoral, ni los demócratas estuvieron confiados en el resultado final para el que trabajaron denodadamente con el propósito de cosechar una inmensa masa de nuevos votantes, ausentes cuando Trump triunfó hace cuatro años. Fue una epopeya liderada por un hombre moderado, inesperadamente designado para dar esa batalla contra un gigante de la prepotencia y el bulling, apenas cuatro años menor que él pero dispuesto a elegirlo como objetivo para denostarlo por su edad y, presumiblemente, su baja energía.
Biden derrotó en un mes, lenta y prolijamente al hércules de los negocios, con una estrategia silenciosa que fue captando la voluntad electoral en las orillas del territorio nacional pobladas por latinos y afroamericanos lastimados por Trump. El plan tuvo características de encerrona, expandiéndose por los estados en los bordes oriental y occidental, aislando al centro blanco suprematista, fanático del presidente Trump. Ese centro lo encumbró en el poder porque los demócratas se olvidaron de ellos mientras se ocupaban de otras cosas, como matar a Bin Laden, hasta 2016. Paralelamente, la expresiva adhesión de esa franja de votantes hizo confundir a Trump respecto de su potencialidad electoral: creyó que la misma fidelidad iba a replicarse en el resto del país.
Puesta su atención en el proteccionismo para recuperar actividades regionales obsoletas (por ejemplo la extracción del carbón) del centro americano, perdió de vista el rol que como primer mandatario tenía que cumplir con su país para mantenerlo en el podio del poder internacional. Los tres últimos años el planeta entero sintió que, por la voluntad de un hombre, el país más poderoso de la Tierra no quería liderar más y dejaba un vacío peligroso frente al crecimiento paulatino de China.
La importancia de la elección 2020 trasciende los números y los nombres de los protagonistas. Deja importantes cambios acordes con el siglo XXI, por ejemplo la llegada por primera vez a la vicepresidencia de una mujer; una mujer de raza negra, descendiente de un economista jamaiquino y una científica india: Kamala Harris. Con tres títulos universitarios -Ciencia Política, Derecho y Economía- a sus 56 años ya fue Fiscal General y Senadora por California que llegó al Capitolio con el explícito propósito de “sacar a Trump del poder”. A partir del 20 de enero será la vicepresidenta del país más resonante del planeta. Logró lo que no pudo Hillary Clinton.
La confrontación fue el ámbito donde se reflejó el enojo de los ciudadanos estadounidenses por varias razones, una de ellas la segregación racial contra afroamericanos y latinos, adherentes suyos en 2016. Estos sufragaron en contra por las iniquidades cometidas por su política de inmigración que separó padres de hijos, unos quinientos niños que todavía están encarcelados, no ven a sus padres desde hace tres años por lo menos y no saben si están vivos o muertos. En cambio, los inmigrantes radicados en la península de la Florida actuaron distinto a causa del rumor instalado sobre que Biden era “socialista”, un ardid de campaña que provocó un hondo rechazo de los cubanos anticastristas y los venezolanos recién llegados. No obstante, en todo el país, Trump perdió básicamente por el aluvión del voto latino.
La economía trumpista no fue tan exitosa como se la pintaba, estaba en caída cuando se encontró de frente con una sorpresa demasiado inesperada: la pandemia del Covid 19. El presidente manejó francamente mal el proceso epidemiológico y no podrá sacarse de encima los 250 mil muertos que dejó el virus, ni los más de 10 millones de personas contagiadas, de los cuales 100 mil nuevos contagios se produjeron en un solo día durante la semana de la elección presidencial. La falta de medidas para preservar la salud de la población, la subestimación creciente de los efectos del virus y la negligencia en el sistema de salud, fueron cobrados con creces en la elección, aunque en el medio haya recuperado millones de puestos de trabajo y la economía comenzara a crecer pero sin llegar al nivel pre pandémico.
El extenso conteo de los votos puso en escena una novedad estimulada, paradójicamente, por la misma pandemia. Los votos enviados por correo, los votos presenciales adelantados por temor a los contagios, y el extraordinario trabajo realizado por los demócratas para ampliar el universo de electores, única forma de derribar la barrera levantada por Trump en los últimos cuatro años, elevó considerablemente el porcentaje de votantes. Siempre se supo que en los Estados Unidos participaba solamente el 30% del electorado porque el voto no era obligatorio. Esa tradicional falta de compromiso del estadounidense promedio desapareció como por arte de magia en 2020. El involucramiento fue tan profundo que, como nunca antes, multitudes en todo el país confirmaron en las calles de todas las ciudades el triunfo de Biden-Harris.
Las exageradas reacciones frente al fracaso del quinto presidente no reelecto en 100 años, afligieron el sábado pasado incluso a los miembros de su propio partido, el Republicano. Voces de gobernadores y funcionarios de la Casa Blanca se levantaron para pedir un poco de cordura ante tanta “locura” por las denuncias incomprobables de votos “ilegales”. Trump, en realidad, no dejó tan mal parados a los Republicanos con la elección que hizo. Incluso mantuvieron una mayoría con dos votos a favor en el Senado, y en la Cámara de Representantes los demócratas tampoco alcanzaron los 251 votos que necesitan para dominar. Habrá que ver si al finalizar su mandato Trump sigue respondiendo a las filas republicanas o rompe el bipartidismo.
La resistencia a admitir la derrota por 4 millones de votos, algo que Trump no puede aceptar por una cuestión de personalidad y no por política, formó parte de una estrategia anticipada solo iluminada por su sinrazón y la eventual posibilidad de contar con el favor de la Corte Suprema de los Estados Unidos donde supone que tiene jueces adeptos. Esa institución necesita fuertes pruebas matemáticas y argumentos de peso sobre el fraude para que la Corte lo justifique antes de contribuir a la implosión del sistema democrático norteamericano.
En el ámbito internacional se verifica hoy una calma respecto de un presunto retorno a la “normalidad” por parte de la mayoría de los países; sin embargo, no deja de incomodar el silencio de los mandatarios de China, Rusia, Turquía, Brasil y México. Extraño tejido de las relaciones internacionales el del magnate inmobiliario en las que no se puede asegurar que dicha reacción dependa de intereses comerciales, de coincidencias ideologías, o de posicionamientos políticos regionales. El estilo de Trump es el único que puede lograr esto.