E l 16 de junio de 1955, cinco aviones Beechcraft AT 11, cuatro Gloster Meteor, tres hidroaviones Catalina y 22 North American AT 6 de la Fuerza Aérea y de la Marina argentinas atacaron Buenos Aires y asesinaron al menos a 364 civiles, policías y militares, dejando además alrededor de 700 heridos. El objetivo no era, como aseguraron los conjurados, matar a Perón, sino que buscaban quebrar la voluntad de un Pueblo que buscaba un destino de Soberanía, Justicia y Libertad.
Los asesinos, que no hicieron gala de piedad, ni moral, ni templanza lanzaron más de 10 toneladas de explosivos sobre un Pueblo indefenso, que desde el suelo no podía enfrentarlos. Eso sí, cuando los marinos que se refugiaban en el actual Edificio Guardacostas, se rindieron, a la vez exigieron que alejaran a los peronistas que los acosaban, a quienes previamente habían baleado a mansalva. Temían ser linchados por los furiosos trabajadores.
Los asesinos, que no hicieron gala de piedad, ni moral, ni templanza lanzaron más de 10 toneladas de explosivos sobre un Pueblo indefenso, que desde el suelo no podía enfrentarlos. Eso sí, cuando los marinos que se refugiaban en el actual Edificio Guardacostas, se rindieron, a la vez exigieron que alejaran a los peronistas que los acosaban, a quienes previamente habían baleado a mansalva. Temían ser linchados por los furiosos trabajadores.
Fuego desde el cielo
Los primeros aviones partieron a las nueve de la mañana desde la base aeronaval de Punta Indio, pero como había mal clima, se mantuvieron en vuelo sobre Colonia, Uruguay hasta que a las 12:40 arrojaron la primera bomba sobre la Casa Rosada.
Otra bomba cayó cerca de un trabajador de la Aduana, Juan Carlos Marino, que salía del subterráneo. Fue la primera víctima mortal. La tercera bomba cayó sobre un trolebús detrás de la Casa Rosada, pero no explotó. De todas maneras, la fuerza del impacto y el vacío que provocó el artefacto mataron a sus casi 60 pasajeros, entre los que había varios chicos que iban a la escuela.
Muchos años después, en 1997, Alberto Carbone publicó su investigación “El día que bombardearon Plaza de Mayo”, para la cual entrevistó a un marino anónimo, que intervino en la masacre. Poseído aún por un instinto asesino que no cesaba, el oficial se limitó a expresar que “la Masacre de Plaza de Mayo es una mentira, no existió”. Mentir hasta la sepultura seguía siendo su consigna. Si hasta el muy académico historiador Tulio Halperín Donghi minimizó la matanza en su libro “La Democracia de masas”, ubicando en el mismo rango a la quema de iglesias que se produjo horas después de la masacre que a ésta.
Lo más ilustrativo es que, horas después de la primera pasada de los aviones, una segunda tanda volvió a atacar la Plaza de Mayo, la residencia presidencial, la CGT y el Departamento Central de Policía a las 15:00. En ésta se produjo un incidente que desnudó el ensañamiento –que once años después se repetiría- con que se atacó al Pueblo.
El capitán Carlos Enrique Carús atacó una Plaza de Mayo que, al contrario de la mañana, era el escenario de una concentración obrera. La sorpresiva aparición de su Gloster Meteor le permitió ametrallar a la multitud con perversa impunidad, pero, no conforme con ello, arrojó sus tanques suplementarios de combustible, que se incendiaron al caer, quemando a muchos de los asistentes al acto.
El escritor Gonzalo Chávez, autor del libro “La Masacre de Plaza de Mayo”, relató que en algún momento, mientras investigaba sobre el tema, cayó en sus manos una revista española de aeronáutica en la que había una ficha del Gloster Meteor. En ella se destacaba que era posible utilizar sus tanques suplementarios de combustible como bombas incendiarias y ponía como ejemplo la “hazaña” de Carús en aquella aciaga tarde porteña.
Las perlas de 1955
El contralmirante Aníbal Olivieri, que formaba parte de la conspiración, se internó en el Hospital Naval el 15 de junio de 1955, expectante ante el desarrollo de las acciones. No bien se enteró de que las operaciones comenzaron abandonó su lecho de enfermo para unirse a los insurrectos, acompañado por sus ayudantes Emilio Massera y Horacio Mayorga.
Unos años después, los aprendices se hicieron maestros. El 22 de agosto de 1972, el contralmirante Mayorga era el jefe de la Base Aeronaval Almirante Zar, adonde 22 guerrilleros, que habían huido de la Cárcel de Rawson y luego habían sido apresados por sus subordinados, fueron fusilados a mansalva. De ellos, 19 murieron en sus celdas y los otros tres –María Antonia Berger, Ricardo René Haidar y Alberto Camps- sobrevivieron milagrosamente para contarla. Finalmente, los tres fueron desaparecidos durante la noche de la dictadura que el propio Massera encabezó.
La historia de Massera es más conocida. Fue el jefe de la Marina que formó parte de la primer Junta Militar que tomó el poder el 24 de marzo de 1976 y llevó a cabo la matanza que habían diseñado sus mentores –como Olivieri y Samuel Toranzo Montero- en 1955, que entonces no se llevó a cabo y él tuvo el dudoso honor de concretar.
Hace pocos días, la escritora Mercedes Pérez Sabbi publicó un libro, “La grasita”, en el que relata desde los ojos de una niña aquella violencia antipopular. Comentando su historia, la gran escritora trajo a colación una frase de William Shakespeare, autor de una obra siempre terrible y lúcida. El bardo de Stradford-upon-Avon exigió: “Poned palabras al dolor, la pena que no habla susurra al corazón demasiado cansado y lo invita a romperse”.
En la noche del 17 de junio, a los cabecillas del alzamiento, Aníbal Olivieri, Samuel Toranzo Calderón y Benjamín Gargiulo se les comunica que se los juzgará bajo la ley marcial. Un oficial les entrega a cada uno un arma, para que la usen como quieran. Toranzo Calderón y Olivieri se niegan a utilizarlas. Sólo Gargiulo se suicida esa noche, dejando tras de sí una estela de sangre y dolor que hasta lo incluyó a él mismo.
Hubo civiles
En el estado mayor del golpe no hubo sólo militares. El socialdemócrata Américo Ghioldi, el radical unionista Miguel Ángel Zavala Ortiz, el nacionalista Mario Amadeo y el gorila Luis María de Pablo Pardo.
El primero y el último fueron funcionarios de todas las dictaduras, hasta ser designados embajadores por el dictador Jorge Rafael Videla, Ghioldi en Portugal y de Pablo Pardo en Suiza.
La paradoja es que el sobrino de Miguel Ángel Zavala Ortiz, Miguel Domingo Zavala Rodríguez fue asesinado el 20 de diciembre de 1976 por una patota policial a causa de su militancia en Montoneros, una guerrilla peronista.