El peronismo nunca fue un jardín de paz, en el que moran los difuntos o los lábiles. Es un organismo vivo, en el que los conflictos internos se dirimen siempre en verdaderas batallas, en las que nadie otorga ni solicita cuartel. No existen los que levantan las manos y se entregan. Todos pelean hasta el final. El peronismo no es para pusilánimes.
Las discusiones internas siempre fueron ríspidas, porque los peronistas no pelean por cátedras universitarias, ni por honores académicos, ni entonan las canciones de Festilindo. Allá se pelea por porciones de poder. Jugosas porciones. Allá sólo rige la Marchita, que se cantó en algunas ocasiones para festejar las alegrías y en otras ocasiones para enfrentar a la represión, a menudo salvaje, de la que fueron objeto sus militantes, porque ningún partido cuenta entre sus filas con más apaleados, fusilados, asesinados y desaparecidos que el Movimiento Nacional Justicialista. ¡Que les hablen de democracia a ellos, que sufrieron las “democracias” de entonces!
Hecha la salvedad –porque no estamos contando historias románticas- es necesario pasar a poner en contexto los sucesos, porque este punto preocupa falsamente a muchos lenguaraces, que postulan con voces graves, locutoriales, que “la interna entre el presidente y la vicepresidenta no permite gobernar”.
Introducción a Política 1
El Frente de Todos se conformó en 2019 para resolver un grave problema que afectaba a un país –el nuestro- que, al igual que entre 1989 y 2001, estaba siendo sistemáticamente saqueado, expoliado y vaciado por las fuerzas impiadosas “del mercado”, que atraían y expulsaban capitales como si fueran caramelos (no acero).
Siempre hubo diferencias internas entre las fuerzas que se aliaron para gobernar el posmacrismo. El Frente de Todos albergó a los movimientos sociales, a heterogéneas agrupaciones políticas, a sindicatos peronistas y no peronistas, a partidos progresistas, a otros partidos que navegaron por años por “la ancha avenida del centro”, a intendentes bonaerenses y de todo el país, a sectores de la UCR, a casi todos los gobernadores, al kirchnerismo y a una variopinta lista de rostros famosos que van desde Peteco Carabajal y Dady Brieva, hasta Gerardo Romano.
El país que heredó el Frente de Todos estaba monstruosamente desbaratado. Casi parecía un estado fallido. Restaurar los más mínimos derechos, el más mínimo bienestar, el salario mínimo y las jubilaciones mínimas que alcanzaran para vivir se asemejaban a titánicas tareas, que además, pareciera que llevarán al menos otros cinco años. Y eso, para que apenas empiece a asomar un mínimo de Justicia Social.
Aún así, quien volvió a seducir al Fondo Monetario Internacional no dejó solamente una herencia económica difícil. Además, dejó un Estado construido (o destruido) a la medida del mundo financiero y de los mercados. Es decir, un Estado anómalo, anémico, con los instrumentos de control de precios y salarios desmantelados y con los cuadros que el Estado formó trabajosamente desalentados, amenazados y casi fuera de sus funciones o directamente expulsados de sus oficinas.
Ante este sombrío panorama, los contadores Geiger que detectan la kryptonita que debilita al Estado recién están empezando a ser restaurados en estos días. La pandemia no colaboró para acelerar los planes de reconstrucción. Más aún, por casi dos años el Estado debió invertir millones de pesos para pagar los salarios del sector privado y salió a auxiliar a los sectores empobrecidos con todo tipo de planes. Porque los pobres no existen, son creados.
Los cuestionamientos internos que fluyen al interior del Frente de Todos no comenzaron en 2022. Vienen siendo planteados desde comienzos de 2020, al poco tiempo de asumir, incluso con las tarifas. La controversia gira alrededor del reparto de los beneficios del sistema, porque la democracia comienza en el dinero. Si no hay distribución del ingreso, existen –como hoy- trabajadores pobres. Esta es una realidad que hacía mucho que no se veía, al menos masivamente, porque nadie puede ignorar que siempre hubo excluidos en Argentina.
Lo que es seguro es que para distribuir riqueza, primero hay que crearla. Sino, sólo se reparte miseria, como hacen los gobiernos liberales. Cuando Néstor Kirchner asumió en 2003, los beneficios y las mejoras salariales tardaron en hacerse visibles. Primero hubo que pasar “por el Purgatorio”, según una frase del propio presidente venido desde Santa Cruz. Y eso significó que las paritarias justas y la expulsión del FMI no fueron inmediatas. Hubo que construir primero para después alcanzar un recatado bienestar.
De todos modos, existe una enorme diferencia con el hoy. Néstor Kirchner se convirtió en el jefe del peronismo y del Estado en 2003. Kirchner tenía conducción, muñeca política y trato cotidiano con los peronistas y con los funcionarios gubernamentales de todos los niveles. Era un dirigente veterano, con mucho recorrido. Para eso, hasta era capaz de llamar a las dos de la mañana a un ignoto concejal de Necochea para arreglar un detalle de un acto que se iba a realizar al día siguiente.
Hoy, a pesar de que el presidente de la Nación es, a la vez, el presidente del Partido Justicialista, no se movió jamás para darle vida al partido, que es un reaseguro para una buena administración. El peronismo no vive sin militancia. Y la militancia no vive en el Estado, sino en el territorio. Las demandas de los sectores sociales más postergados no llegan a las oficinas públicas, pero sí llegan a los locales políticos del peronismo y de algunos de sus aliados. Inclusive, los movimientos sociales son, sólo por existir en sí mismos, una demanda permanente, porque representan cabalmente a los excluidos del banquete.
Esa ausencia de conducción desconcierta al peronismo y lo convierte en un cuerpo sin alma. No existe peronismo en las oficinas bancarias desde las cuales fluye el dinero. Ahí medran otros. El peronismo se alimenta por fuera del aparato del Estado. El sustento que le da vigor llega desde la acción de la militancia, en especial la territorial, pero también la sindical, la estudiantil y la política, entre otras.
Esta anemia se traduce en la persistencia de una serie de conflictos sin resolver, que afectan la gestión gubernamental. No existe inconexión entre Alberto y Cristina Fernández. Existen discusiones que no se resolvieron, porque lo que planteó hace pocos días la vicepresidenta, ya fue dicho hace más de un año, palabras más, palabras menos. Ambos se encuentran a la distancia de un teléfono.
Esta anemia política se traduce también en la anemia de gestión. No se tomaron medidas de fondo. No hubo reforma impositiva, no hubo expropiación de Vicentín, el río Paraná está a punto de ser entregado a empresas extranjeras, no se piensa en el Canal Magdalena, no se desmantelaron algunas medidas que precarizan el trabajo desde hace años, ni se actualizaron –lo más importante, ante lo que todo lo demás parece intrascendente- los salarios de acuerdo al ritmo de las ganancias patronales.
Los empresarios ya llevan seis años acumulando reservas, por lo que cualquier crisis que se produzca ya está “acolchonada”. Es hora de resolver las asimetrías, pareciera. Al menos, si se está pensando en terminar la tarea, porque perder en 2023 sería, para los peronistas y los sectores sociales que representa, como volver al 2015.
La duda anida en la propia dispersión de los esfuerzos de la Casa Rosada, que también puede mostrar aciertos, porque la política económica que se desarrolla en estos días está llena de aciertos. La industria crece. El empleo crece. Existe una pequeña mejora en la vida de algunos sectores. El problema es que hasta ahora, como ocurre desde 2015, “cuatro vivos se llevan el esfuerzo de la mayoría”.
Y la estrategia no aparece.