El año electoral comenzó realmente este 1° de marzo, que apenas ha terminado cuando este cronista escribe estas líneas.
El último discurso del presidente Alberto Fernández ante la Asamblea Legislativa no sirvió para definir de manera contundente su futuro. El mandatario no dejó pistas para que se avizore su futuro. Sólo dejó algunos indicios.
Era previsible que no anunciara su intención de ir por su reelección. Hablaba en un ámbito impropio para ese fin. De todos modos, el presidente, fiel a su estilo, demorará su definición hasta la exasperación.
El Síndrome del Pato Rengo que aqueja a Fernández tanto como a cualquier mandatario que transita por sus momentos finales sin posibilidades de reelección, sería exacerbado si aceptara pasivamente su renunciamiento a repetir. Diferir su decisión cicatrizará, aunque sea parcialmente, las heridas del adiós. Por esta razón, incomodará a propios y extraños con su actitud de procrastinación electoral.
Alberto sabe que no puede. Ha perdido a sus seguidores cercanos y distantes, a causa de su obstinación en incumplir sus promesas. Son legión los heridos por sus
Más allá de la descontrolada inflación, más allá de la pandemia, que se llevó a 130 mil residentes, más allá de una guerra absolutamente inoportuna, que obligó al presidente a abandonar a su par ruso, justo el que envió las vacunas cuando el norte había priorizado otros mundos, Fernández no resolvió casi ninguno de los más ramplones problemas domésticos.
Ni siquiera logró domar a las góndolas, que al decir de Federico Braun, son territorio de las pistolas remarcadoras asesinas. Tampoco resolvió mínimamente otros problemas, como los de la quiebra fraudulenta de Vicentín, la onerosa Hidrovía y el Canal Magdalena, que recién ahora entraría en carpeta, cuando el pato está a punto de levantar vuelo.
Otro punto de inflexión fue la negociación con el FMI, que era un presente griego, por el volumen de la deuda adquirida por el gobierno anterior y por la proximidad de los vencimientos. Las opciones del primer ministro de Economía del Frente de Todos, Martín Guzmán, –se sabía- iban a fluctuar entre lo malo y lo pésimo. Era imposible que lograra un buen acuerdo, pero tomar un préstamo para pagar otro préstamo fue una claudicación innecesaria, que no hizo sino agravar todos los problemas explosivos con que sembró el camino la administración anterior.
En medio de esta crisis, las cuentas lucen algo ordenadas, quizás, pero esto sólo ocurre sobre el hambre y la sed de millones de argentinos.
El peronismo perdona cualquier cosa, menos la expansión de la miseria en los barrios del conurbano de las ciudades argentinas. Si no hay reivindicación para los desposeídos, no hay posibilidades de construir un proyecto de país.
El peronismo es industria, no bancos. Consumo, no limosna. El poder territorial se construye con trabajo, transpiración, zanjeo, bacheo, construcción, comercios llenos, colectivos y trenes repletos a las seis de la mañana. En estos casos, tan llenos que la gente se queja de lo mal que viaja a esa hora. En tiempos de crisis, todos los transportes vienen a medio llenar y esa comodidad equivale, en realidad, al crecimiento de la pobreza.
Ese apoyo territorial, hace tiempo que el Frente de Todos no lo tiene. Y es difícil que sea logrado antes de fin de año. Nada está perdido, pero la opción que desperdició Alberto Fernández, que perdió en Washington a manos del FMI, será definitoria.
El FdT deberá replantear sus opciones para mantenerse en el poder y aun así será difícil. En ese caso, la única probabilidad sería abroquelarse en territorio bonaerense y rezarles a los hados de la fortuna para que traigan de vuelta algún día la prosperidad perdida.
Hace algo más de dos mil años, Marco Tulio Cicerón –que fue asesinado por Marco Antonio en el año 43 a.C.- advirtió que “de humanos es errar y de necios, permanecer en el error”. Los hombres sabios aprenden de sus yerros. Sólo los toscos persisten en la obscuridad. En dos mil años algún argentino debería haberlo aprendido.