E n esta era en la que se multiplican los impíos, los apóstatas y los canallas; en la que nada es lo que parece; en la que los hombres no son lo que dicen ser y en la que a nimiedad toma el lugar de lo importante, los políticos argentinos se han mezclado con periodistas inescrupulosos y los médicos, con falaces curanderos. Por si esto no bastara, reaparecieron los sofistas, esta vez pretendiendo ser filósofos.
La Guardia de Infantería, mientras tanto, defiende a los beneficiarios de los negocios malhabidos, maltratan a los cuerpos ya heridos para convertirlos en almas vacías y obligarlos a aceptar que el dolor es el único camino posible.
En el ínterin, cuando los pueblos abandonan las calles de la protesta, en el palacio cunde la satisfacción. Cualquier exceso es permitido, entonces. En la ocasión, aparecen fastuosos bolsos europeos portando dólares voladores, falsas eternas deudas, ostentaciones lujuriosas y almas negras que traman tremendos despojos. Sin temor al castigo ni al descrédito, habrá siempre un ladrón audaz. Sin Pueblo, el palacio todo lo contamina.
Entretanto los operadores del dinero hacen funcionar los aceitados mecanismos que les permitieron durante años medrar con el miedo de los humildes para desvalijar los salarios, empobrecer las aulas que entregan futuro, tapiar a la Santa Madre Iglesia de los Menesterosos y entregar a los mercaderes el porvenir de una sociedad que ignora sus movimientos de trastienda, porque si los conociera, haría tronar el escarmiento.
La opresión es la ausencia del alma. Así, los cuerpos temerosos suelen ser oprimidos hasta la exasperación. Cuando su reacción finalmente se convierta en la ira de los justos, pagarán con su sangre la osadía de exigir lo que es suyo.
¿No dicen algunos que la propiedad privada es sagrada? ¿Sólo algunas propiedades privadas lo son? ¿”Ellos”, los que exigen un salario justo, una vida digna, una Justicia que haga honor al significado de esa palabra, no han sido despojados de sus propiedades privadas? ¿Cuántas familias tuvieron una vida digna en base a su esfuerzo y ahora viven en la calle? ¿Es ésta la negación de la meritocracia? ¿O quizás es su color de piel lo que les impide hacerse merecedores del goce de sus siempre exiguas riquezas?
Y ya que se habla del color de piel, la justificación primaria para enviarlos a una vida de crueldades y vacío existencial está contenida en el sustantivo “negro”, acompañado siempre por adjetivos que aluden a las deyecciones.
“Ellos”, los negros de m…son los cuerpos temerosos, los que soportan sobre sus espaldas el bienestar de otros, que les hurtan sus riquezas para complacerse con esos haberes malhabidos.
El dilema de la libertad: ¿Avance de pocos o disfrute de muchos?
Según el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, la libertad es, “en los sistemas democráticos, el derecho de valor superior que asegura la libre determinación de las personas”. Pero existen otras acepciones del concepto de libertad. Una de ellas la define como el “estado o condición de quien no es esclavo”.
San Agustín de Hipona, uno de los primeros filósofos cristianos, que vivió entre 354 y 430 d.C. estableció la importancia de la libertad, definiendo que “nadie puede ser perfectamente libre hasta que todos lo sean”.
La libertad, por otra parte, tiene estatuas y obras de arte que la glorifican y grandes tratados filosóficos que la fundamentan. Llegando a la ciudad de Nueva York se puede ver una de sus manifestaciones, una enorme estatua en la desembocadura del Río Hudson, poseedora de un nombre rimbombante: “La Libertad iluminando el mundo”, en una cabriola dialéctica que entraña la apropiación del concepto. Si la Libertad tiene dueños, éstos pueden ejercer la represión…en nombre de la Libertad, precisamente.
Así, por medio de esa serie de rizos que se les otorgan a las palabras, la Libertad puede ser cualquier cosa. En efecto, la reclaman para sí los que predican el neoliberalismo, los que combatían “al comunismo”, los que buscan sojuzgar al mundo árabe, los que acusan de dictadores a algunos líderes tercermundistas (y a otros no), los que desatan las guerras y luego ocultan las causas, los que especulan en nombre del “libre mercado” y los que destruyen las industrias nacionales estableciendo “la libertad de mercado” a las importaciones de productos que se producen en el país.
También la reclaman ciertos especuladores que compran deudas por monedas y luego pretenden cobrarlas a precio de oro. La lista de alteraciones del concepto de Libertad es infinita, pero el resultado es, llamativamente, casi siempre el mismo: más Libertad para los más ricos, más opresión y más explotación para los más pobres.
Pero no es sólo eso, estas falaces acepciones de la palabra Libertad desatan otros no menos engañosos improperios contra los que serán despojados de ella, por no “merecerla”. Así, se desata el odio.
El Odio como negación de la realidad
Los discursos de odio no son sólo lo que parecen ser. Aparentan tener como único objetivo la estigmatización de algunos sectores sociales y de algunas personas “anormales”, pero van muchos más lejos que eso.
Odiar es “borrar” al otro como sujeto social. Un “negro” es carne de cañón. Es quien será triturado si busca un lugar en la sociedad que le mejore la vida. Ocurre que los recursos que reclama –planes sociales, aumentos de salarios, mejoras en sus barriadas, reconocimiento de sus derechos- ya fueron apropiados por otros. No hay lugar para todos en la sociedad de los financistas. Shylock, el mercader de Venecia, que reclamaba su libra de carne a sus deudores, sería el epítome del concepto.
Cuando la estigmatización sobre algunos sectores del Pueblo se concreta, el paso siguiente es el saqueo de sus salarios y la eliminación de sus derechos sociales. Y esto no es posible sin represión. Por eso es necesario el odio. Porque justifica los garrotazos.
El paradigma de este concepto es la negación del derecho a reclamar que ejerció la Dictadura Militar que se alzó sobre vidas y libertades a partir del 24 de marzo de 1976. Pero, años más tarde, cuando parecía que la opresión había terminado y que la democracia había llegado para quedarse, recrudeció aquel concepto de negación de derechos y, por contrapartida, se autorizó el derecho de apropiación de la riqueza nacional por parte de los banqueros y de las potencias del hemisferio norte.
El odio es la manifestación superficial de algo mucho más oscuro, que es el saqueo contra la propiedad privada de los que menos tienen. ¿No les pertenece a esos dolientes su derecho a una vida digna? ¿No les pertenece su derecho a poseer lo necesario para educar a sus hijos, para mantener a sus familias, para construir un futuro mejor? Si el sistema no garantiza los derechos para todos, ¿cuál es su objetivo?
Determinadas medidas económicas corporizan ese saqueo a la economía de los ciudadanos de a pie, pero primero es necesario reducir a éstos a una plebe olorosa y vociferante, a unos “negros mugrientos” que sólo merecen lo peor. Ese odio es el que dio nacimiento al racismo, al nazismo, al fascismo y al franquismo y hoy se enseñorea en la vida cotidiana de la Argentina.
En ese marco, parece casi virginal el concepto que desarrollara San Agustín en su obra “La Ciudad de Dios”, por el que definió que los malvados sufren para ser corregidos, mientras que los buenos sufren para confirmarse en su virtud y evitar cometer faltas en el futuro.
En un mundo invadido por el mal, no es viable la esperanza de los buenos. El mal de la pobreza, de la vida dura y del fin de la esperanza de un mundo mejor sería su destino inevitable si los buenos no reaccionaran. La desunión es el mal de los buenos. La desconfianza es el otro mal.
¿Podrá el Papa?
El año próximo, quizás el Papa Francisco llegue a la Argentina, por primera vez desde que fuera ungido. ¿Será posible que su arribo produzca el renacimiento de la esperanza?
En el Mundo Material de Madonna, que rechaza joyas y gargantillas a rolete –paradójicamente, su nombre artístico significa “Virgen”-, no hay lugar para la piedad, la solidaridad, la construcción de un mundo mejor para todos y aún para la distribución justa de los bienes producidos.
En el Sermón de la Montaña, Jesús habló frente a una multitud, que recibió de su propia boca la filosofía básica que predicó durante su corta vida. En esta ocasión, sólo diremos que su doctrina está centrada en cuatro valores centrales: la justicia, la compasión, la paz y el bien. Se dice que en estos tiempos, vivir de acuerdo con estos principios es imposible, pero también es imposible dejarlos de lado. Sería el fin de la Humanidad.