Revisar los archivos puede deparar grandes sorpresas a esas ratas de biblioteca que solemos ser los periodistas. Además, permite aprender que en lo que va de ayer a hoy no cambia tanto las cosas como el público supone. Las viejas luchas del Pueblo argentino fueron, son y serán siempre las mismas. Cambian los disfraces, pero no los actores. Detrás de los maquillajes, surgen siempre los mismos rostros.
Removiendo viejas carpetas, este cronista halló en las estanterías unos cuantos ejemplares del diario La Opinión, que editaban Jacobo Timmerman, David Graiver y Abrasha Rotenberg, por el que pasaron grandes periodistas y escritores, como Paco Urondo, Osvaldo Soriano, Carlos Ulanovsky, Eduardo Belgrano Rawson, Heriberto Kahn, María Victoria Walsh, Juan Gelman, Enrique Raab, Silvia Rudni, Juan Sasturain, Tununa Mercado, Pompeyo Camps, Juan José Castiñeira de Dios, Luis Guagnini y Nicolás Casullo, entre muchos otros.
El 12 de junio de 1973, en una nota sin firma de primera plana, La Opinión informaba acerca de “Tres proyectos tendientes a nacionalizar áreas económicas”, centrados en Depósitos, Empresas y Comercio Exterior, nada menos.
En ese tiempo, la principal entidad gremial empresaria no era, como hoy, la Unión Industrial Argentina (UIA), sino la Confederación General Económica (CGE), que agrupaba –como lo sigue haciendo- a muchas de las empresas nacionales que abastecían el mercado interno.
El cronista de La Opinión –las urgencias de ayer no han cambiado, por lo que se puede leer- planteaba que “la nacionalización de los depósitos bancarios, la renacionalización de las empresas que pasaron a manos extranjeras a causa de la política económica desarrollada por Adalbert Krieger Vasena y la nacionalización del comercio exterior, fueron los tres proyectos de ley analizados ayer por el equipo económico que encabeza el titular de Hacienda y Finanzas, José Ber Gelbard”.
La noticia confirmaba que “los tres proyectos, que comenzarán a analizarse entre hoy y mañana en el Congreso, constituyen iniciativas concretas en procura de modificar profundamente la estructura económica del país y se conjugan, en ese sentido, con la intención de revertir la inequitativa distribución de los ingresos”.
Cuatro días antes, Gelbard; Julio Broner –presidente de la CGE- y José Ignacio Rucci –secretario general de la Confederación General del Trabajo- habían firmado el Pacto Social, que establecía una serie de medidas para congelar provisionalmente los reclamos salariales (paritarias) -aunque otorgando un 20 por ciento de aumento salarial en ese momento- y los aumentos de precios, con el fin de conseguir una estabilidad económica que la dictadura que recién finalizaba no había buscado jamás. La política de Adalbert Krieger Vasena y sus sucesores se había limitado a asegurar los beneficios empresariales, sin involucrarse en la búsqueda de los consensos necesarios para conseguir la equidad distributiva.
Los puntos principales del Pacto Social incluían lograr que la participación de los asalariados en el ingreso nacional alcanzara una cifra que fluctuaba entre el 40 y el 50 por ciento en cuatro años; mitigar el impacto de la “pesada inflación” y, de esta manera, “consolidar el crecimiento económico”. Como se puede colegir, en los 50 años que transcurrieron entre el ocho de junio de 1973 y el día de hoy, la Argentina sigue siendo –a grandes rasgos- siempre la misma.
“El proyecto de renacionalización de empresas –entre las cuales seguramente figurarán los bancos- implica, además, una respuesta concreta a quienes sostuvieron que el gobierno estaba siguiendo, en materia económica, los pasos de Krieger Vasena”, rezaba luego la crónica.
Al día siguiente, en momentos en que las tensiones recrudecían a causa de estos cambios económicos que se planteaban, La Opinión publicaba en su primera plana otra crónica, titulada “No se vacilará en usar el poder del Estado para ejecutar el plan económico”. Describiendo un paquete de otros 18 proyectos que eran analizados en la Casa Rosada para ser luego enviados al Congreso, el cronista detallaba que en ellos “están contenidos los instrumentos con que se intentará lograr el cumplimiento simultáneo de dos objetivos: una nueva distribución del ingreso nacional, y un desarrollo económico no sujeto a la dependencia externa. Lo que el gobierno de Héctor Cámpora ha bautizado como revolución pacífica”.
Luego, el periodista se sumerge en una polémica que sigue estando fresca y vigente aún hoy. Escribió que “quizás la nota más distintiva del programa es la manifiesta intención de hacer que el Estado intervenga en la profundidad que cada circunstancia exija para lograr el cumplimiento de esas metas. Ello significa que, de ser necesario, no se detendrá en las intervenciones centrales –nacionalización del comercio de granos y carnes, depósitos bancarios, etc.- sino que podrá también hacerse cargo de cualquier otro aspecto de la vida económica nacional –las demás exportaciones, las operaciones de comercio interno- para superar cualquier tropiezo causado por accidente o intención”.
Luego, el cronista detalla que “esta intención que está en el trasfondo del programa tiene una clara significación política. El gobierno piensa utilizar plenamente el respaldo otorgado por los seis millones de votos que obtuvo el 11 de marzo para enfrentar cualquier resistencia por parte de quienes en lo interno o en lo externo, quieran mantener la anterior distribución del ingreso o el esquema existente de relaciones económicas internacionales”.
Después de enumerar los problemas que aquejaron a las economías de otros países del Tercer Mundo, como Chile y Cuba, el cronista adelantaba que el Estado abandonará el rol pasivo que adoptó durante los 18 años que duró la proscripción del peronismo y que “el tono en que se lanza el paquete de medidas –más allá de su contenido formal- se asemeja curiosamente a aquel “se acabó la diversión; llegó el Comandante y mandó a parar” que se cantaba en los primeros días de la revolución cubana. La diferencia está en que, en la Argentina, con el respaldo de seis millones de votos y otro par de millones de coincidencias fundamentales, se aspira a que la revolución sea pacífica”.
El futuro depararía luego una violencia extrema, funcional a la imposición de una “economía de mercado”, tal como lo relató el propio dictador Jorge Rafael Videla.
Ciclos recurrentes, repartidos entre patriotas y cipayos
La Argentina se debate desde hace 78 años, a los que habría que sumar los ocho años de Hipólito Yrigoyen (1916-1922 y 1928-1930, cuando fue también derrocado por un general devenido en mesías del mercado), en un dilema que no termina de ser resuelto. La recurrente ecuación se puede enunciar de la siguiente manera: un gobierno de corte popular llega al poder, desendeuda –o lo intenta- a la Argentina y comienza a desarrollar un ciclo virtuoso de inversión, desarrollo industrial y comercial, justicia social y búsqueda de mayor soberanía. Luego llega un gobierno conservador, vuelve a endeudar a la Argentina, abre la importación de productos que se fabrican en el país -¿recuerda el lector aquella silla que se rompía cuando alguien se sentaba?-, desploma los salarios –al fin y al cabo, son un costo- y abandona el poder sumido en el descrédito, para que el próximo gobierno repare los desastres que deja tras de sí.
Luego, con las virulentas campañas de desprestigio que llevan adelante los medios de comunicación alcanza para volver al poder, a veces en unos pocos años, a veces en períodos más extensos.
Finalmente, los gobiernos de Cámpora, Perón e María Estela Martínez de Perón fueron sucedidos por el cruel golpe de Estado que trajo el neoliberalismo, la dolarización y la entrega del patrimonio nacional al extranjero.
Hoy, la Argentina se debate en la misma controversia, como si el ayer regresara de manera recurrente.
Los archivos pueden ser muy útiles para analizar el presente.