En mi memoria reciente tengo varios blanqueos de capitales. Dos ocurrieron durante el gobierno de Cristina Kirchner (2009 y 2013) con resultados bastante modestos: se formalizaron poco más de cinco mil millones de dólares en total. Otro blanqueo se lanzó durante el gobierno de Macri, en 2016, que en cambio fue impresionante en sus resultados: se formalizaron 120 mil millones de dólares, el equivalente a la cuarta parte del PIB. Alberto Fernández, más tarde, intentó también dos blanqueos, absolutamente fracasados, que en total no llegaron a mil millones de dólares. Y por último tenemos el actual, que a la fecha en que escribo se ubica en unos 21 mil millones de dólares, un resultado aceptable, pero sobre todo muy oportuno.
¿Qué es un blanqueo? Es un perdón tributario y legal que otorga el gobierno a personas dispuestas formalizar dinero que, por diferentes razones, hasta ese momento mantuvieron escondido. ¿Cuál es el origen de ese dinero? Por supuesto, la plata no tiene inscriptas huellas de su origen. Cuando el Estado ofrece el blanqueo, acepta en alguna medida no indagar hacia atrás, de dónde salió, a condición de que ese dinero se registre, se incorpore a la economía formal en el presente y a futuro.
¿Para qué hace eso el gobierno? Puede tener muchas motivaciones. En general intenta recaudar un impuesto directo sobre ese dinero (como logró con éxito el blanqueo de Macri, que ingresó a la AFIP unos 10 mil millones de dólares). Puede aspirar también a recaudar impuestos futuros sobre las aplicaciones (formales, registradas) de ese dinero ya formalizado (al ampliar la torta tributaria). Puede también procurar atraer divisas para reforzar las reservas. Esta parece ser la finalidad central del blanqueo actual, que ha logrado incrementar sustancialmente los depósitos en dólares. Incluso puede proponerse dinamizar determinados sectores de la economía, como se intentó con los “Cedines” durante el segundo blanqueo de Cristina o como ocurre ahora con algunas aplicaciones financieras.
¿Cuáles son las motivaciones, en la otra punta, de la persona que blanquea? Antes que nada, la posibilidad de disponer efectivamente del dinero hasta ese momento “negro” y, por lo tanto, más o menos inmovilizado para operaciones de cierto valor, sobre todo sin involucran bienes registrables. Pero en general, la búsqueda de legalidad, en un mundo cada vez más transparente, cada vez más interconectado, y que cada vez tiene mayores controles sobre el origen y licitud de los capitales.
¿Cuánta plata tenemos los argentinos fuera del sistema, fuera de la economía formal? Hay estimaciones para todos los gustos según se considere el tipo de activos; bienes o depósitos de argentinos en el exterior, dólares atesorados en domicilios o cajas de seguridad, etc. etc. En cualquier caso, sabemos que las cifras son gigantescas. Suele decirse que Argentina es el segundo país con más cantidad de dólares billete después de (nada menos que) Rusia, y que posiblemente tengamos alrededor del 10% de los billetes de dólar circulantes en el mundo. Si, como se estima, fueran 300, 400 mil millones de dólares, estamos hablando de más de la mitad del producto bruto nacional, que se mantiene fuera del sistema.
Pero miremos un poco más de cerca. El dinero al que apunta el blanqueo es una masa, un stock de dinero no registrado. ¿De dónde sale ese stock? De un flujo ordinario de actividades económicas más o menos informales. Para que haya dinero negro, tiene que haber “negreo”, esto es, actividades no registradas.
Ese stock de dinero negro es, pues, el resultado acumulado de actividad económica informal, lo que siempre llamo la “economía blue”. Y puesto que habitualmente además de “negreo” existe “lavado” (esto es, un flujo de dinero negro, de origen ilegal, que regularmente, es decir todo el tiempo, se convierte en blanco e ingresa, con algún costo, al sistema formal), tenemos que inferir que una parte del flujo de dinero negro está ya-blanqueada de antemano. Lo que equivale a decir que los stocks podrían ser mucho más significativos.
En definitiva: que tengamos grandes volúmenes de dinero negro acumulado y “por blanquear”, sólo puede significar que hay en Argentina una gigantesca economía informal que genera todo el tiempo dinero negro.
En un contexto normal (vg. en cualquier otro país) la economía informal está, o bien más o menos limitada a actividades de poca significación para las cuentas nacionales (como los cuentapropistas, los trabajadores solitarios, el comercio callejero, el empleo doméstico o rural informal), o bien relacionada con las actividades abiertamente ilegales: el narcotráfico, la corrupción, el crimen organizado. Pero si estas grandes masas de dinero no registrado que procuramos involucrar en los blanqueos, surgiesen solamente de la actividad criminal, entonces el blanqueo no sería considerado una política aceptable, un bien público. La presunción detrás de una política de blanqueo es que su origen es, mayormente, la evasión fiscal. Una evasión que se considera, ciertamente, ilegal, pero dentro de lo comprensible, aceptable, o permisible.
Esta es la contradicción inherente al blanqueo: postula un balance de razones en que la evasión (anterior) es un mal menor, frente a la oportunidad y el bien público que genera el incremento de capital registrado disponible en la economía (presente y futura). Es como un borrón y cuenta nueva, más o menos reñido con la continuidad jurídica que se presume inherente al Estado.
Hace bastante tiempo vengo insistiendo; más allá del blanqueo en la necesidad de hablar de la economía informal, mucho más que de los stock de dinero no registrado. Hay que poner la economía en negro más en el centro del debate público. Estoy convencido de que la economía blue, la parte no registrada de la actividad económica ordinaria de los argentinos, reviste proporciones inusitadas. Mi racional es que la economía informal podría ser más o menos irrelevante si alcanzara el 10% del PIB; constituiría un problema más o menos serio si se ubicara en el orden del 20% del PIB, pero podría ser un problema de proporciones si fuese del 30% del PIB o más. Mi intuición es que estamos frente a un problema de proporciones.
Los especialistas con que hablé del tema aceptaron, en general, que se trata de un problema serio. ¿Cuán serio? No sabemos. Es como un secreto a voces. Sabemos que hay muchas actividades que, por razones de operación o tecnológicas, están más o menos obligadas a operar “en blanco”, no pueden evitar la registración. Pero las que pueden, cuando pueden, y como pueden, negrean. ¿Para qué? Se subfactura para evadir IVA e IIBB, pero también para achicar la masa imponible. Se compran facturas para aumentar costos y evadir Ganancias. Se subregistra para evadir todo, pero sobre todo para esquivar luego el impuesto a la riqueza. Se mantiene plata fuera del sistema financiero por falta de confianza en los bancos. Y se tienen dólares atesorados, por falta de confianza en la moneda.
Hay un lugar común, que es presentar la preferencia por el dinero negro como “un rasgo cultural” de los argentinos. Los economistas eluden así ocuparse de explicar el tema, y los políticos se sacan de encima así la responsabilidad sobre los orígenes y el abordaje del asunto. En verdad la economía negra florece debido a cómo se ha ido configurando el sistema tributario, regulatorio y financiero argentino, y cómo se han ido agravando más y más sus distorsiones y problemas, por acción u omisión de los que toman decisiones, y frente a la mirada distraída de los analistas económicos. No se trata de preferencias subjetivas de los evasores, de su “cultura”, sino de condiciones objetivas del sistema. El premio o incentivo a negrear es mucho más significativo que el riesgo, costo o penalidad implícito en la ilegalidad que se está cometiendo (de ahí que el blanqueo, un premio, al fin y al cabo, sea tan contradictorio, y reproduzca el problema). La evasión no es una manía psicológica, es la respuesta racional a un sistema perverso.
Veamos esto un poco más de cerca. El agente económico argentino promedio sabe que tiene que pagar una maraña de impuestos, tasas, sellos, y seguir un rosario de regulaciones superpuestas y complementarias, con el Estado nacional, con el Estado provincial, con el municipio, con los organismos de seguridad social, etc. Sabe que si paga todos sus impuestos, su rentabilidad baja drásticamente. Sabe que su rentabilidad se construye sobre la base de la evasión. Sabe que debe llevar con inteligencia una doble contabilidad. Sabe que su utilidad formal debe ser regular, y no sospechosa. Y sabe que su utilidad informal debe estar a salvo del fisco y de la inestabilidad macro de mediano plazo (en dólares, cajas de seguridad, cuentas en el exterior). Son como “mandamientos” de la informalidad. También sabe que nunca está a salvo de las contingencias laborales, de la industria del juicio, etc. Y por último, sabe que Argentina es un país imprevisible. Con todo esto tiene que lidiar.
Miremos el tema desde el punto de vista de la utilidad social. Se supone que los impuestos están justificados para financiar los bienes públicos que produce el Estado: orden jurídico, seguridad, administración de justicia, defensa, política exterior, seguridad social, salud, educación pública, etc. Cuando estos bienes públicos se producen de manera defectuosa, y simultáneamente la presión tributaria es alta (y no retribuye servicios acordes) se rompe este acuerdo implícito, se quiebra la confianza, y surge el conato de rebelión fiscal.
Desde el punto de vista del orden jurídico, los impuestos no pueden crecer más allá de un techo a partir del cual se consideran confiscatorios. Esta verdad de sentido común está respaldada en jurisprudencia en Argentina y en el mundo. Pero antes que eso, desde el punto de vista estrictamente económico, la presión tributaria tampoco puede crecer más allá de un techo a partir del cual los sujetos obligados empiezan a rebelarse y no pagar. Es lo que se conoce como curva de Laffer.
Los economistas llaman presión tributaria real a la relación entre la recaudación del fisco y el producto, y se mide como porcentaje del PIB. La presión tributaria nominal, por su parte, es la que resultaría de que el sector privado pagase todos sus impuestos, pero antes que eso, que declarara o registrara toda su actividad. La presión tributaria real en Argentina ronda el 23% del PIB, lo cual significa que hay una parte de la economía (informal) que elude impuestos, y otra parte de la economía (formal) que paga bastante más que ese 23%. ¿Cuánto más? No se sabe. Es decir, como no sabemos qué tamaño tiene la economía informal, no sabemos cuánto pagan realmente los que sí pagan. No sabemos de cuánto es esta presión tributaria “de verdad”, que ¿cómo llamarla? ¿Presión tributaria real-verdadera? Porque para quienes la pagan, es muy real y concreta. E injusta.
Claro, la tecnología y la legalidad compelen al cumplimiento fiscal (no hace falta plantear cuestiones éticas como la solidaridad o la responsabilidad social), y hay muchas actividades que ni siquiera pueden proponerse rebelarse y no pagar, y que por ende sostienen un piso de recaudación.
¿Por qué no bajamos los impuestos? Porque hay que sostener el peso del Estado, evitar el déficit, la emisión y el endeudamiento público, etc. Porque sostener la recaudación es un imperativo de primer orden. Incluso si somos libertarios, o precisamente porque somos monetaristas y fiscalistas. ¿Habría mayor o menor recaudación si bajaran los impuestos? Ante todo, habría una menor recaudación de las actividades que actualmente pagan. Luego, habría una parte de la economía informal que tendría un incentivo menos a evadir.
Este es el blanqueo que realmente importa, y que no estamos encarando. No se trata de limitarnos a la mera externalización de stocks que surgen como resultado de la actividad informal. Hay que procurar la formalización de las actividades, los flujos que van conformando esos stocks. Lo que hay que blanquear no son tanto ni tan solo los 300 o 400 mil millones de dólares que los argentinos fugaron del sistema y atesoraron, convirtiendo todo ese “capital” el algo más o menos estéril. Lo que hay que blanquear es la gigantesca masa de actividades que hoy se subregistran para no pagar impuestos o para pagar menos impuestos, que lastran el funcionamiento de la economía global.
En 2017 le acerqué a un funcionario importante del gobierno de Macri una serie de ideas para una reforma tributaria orientada al blanqueo de la economía blue. En el documento proponía un plan de formalización, por una parte, con ventajas para quienes se formalizaran. Esas ventajas deben rivalizar y ser preferentes respecto de las ventajas (actuales) de la informalidad, para lograr la formalización masiva de las actividades ahora informales.
Para esto, proponía un “período de carencia” en el que se pagasen bajos impuestos, a condición de formalizarse. Simultáneamente, debía establecerse un sendero a la baja de los impuestos actuales para todo el sector ya-formal. Este sendero tenía como objeto que la recaudación actual no se desplomase, permitiendo una convergencia entre los impuestos que paguen, progresivamente, los nuevos formalizados, y los que pague el sector ya-formal, en un plazo determinado, digamos 5 años. También un camino de eliminación de impuestos distorsivos, como retenciones o impuesto al cheque. Como resultado de estos aspectos concurrentes, tendríamos un sistema más equitativo y una presión tributaria real (real-verdadera) más baja, sobre una economía más ampliamente formalizada.
Es difícil sobreestimar los efectos positivos de una economía más formalizada, pero como estamos reflexionando sobre [La agenda del desarrollo], quiero enfocarme en un aspecto central, que es la acumulación de capital.
Una economía que, como la argentina, tiende estructuralmente a la evasión, la informalidad, la fuga de capitales y el atesoramiento, es una economía que conspira contra la condición básica para el crecimiento, que es la acumulación. La acumulación es el requisito elemental, la condición necesaria crucial de la inversión, y por ende, la capitalización de la economía, las ganancias de productividad y el desarrollo económico. La utilidad que se negrea no sólo sale de la economía, fundamentalmente sale del circuito de acumulación.
Nuestro país tiene hace muchos años un modelo de des-acumulación, por supuesto que no sólo como consecuencia del esquema tributario, pero en gran medida determinado por el set de incentivos y penalidades dispuesto por el esquema tributario. Es imprescindible cambiar este esquema tributario, para incentivar la actividad registrada, incentivar la operación dentro del sistema (y del sistema financiero); incentivar el ahorro formal; desarrollar el crédito para la inversión, e incentivarlo; desarrollar el mercado de capitales, y dinamizar, en definitiva, la inversión y la capitalización de las actividades económicas concretas. Esto es, construir un modelo de acumulación centrado en la inversión y la capitalización.
Basta de blanqueos de stocks, tan contradictorios e injustos cuanto mezquinos y pedestres. Levantemos la mira, seamos serios. Encaremos de una vez la formalización general de la economía argentina (de la actividad económica de todos los días), crucial para un modelo de desarrollo