Respondiendo a un pedido de amparo presentado por los empleados de los locales de juego de la Ciudad de Buenos Aires, un juez federal de La Plata -Julio Miralles-, autorizó inexplicablemente la instalación de juegos de resolución inmediata -vulgarmente llamados "tragamonedas"- en la Capital Federal.
Desde el viernes funcionan, entonces, 300 de esos juegos, ubicados en cinco bingos y en siete agencias de apuestas hípicas. La medida del juez Miralles y la entrada en operaciones de las maquinitas merecieron toda una batería de declaraciones altisonantes por parte de algunos funcionarios del Gobierno de esta desdichada ciudad y de algunos diputados porteños. El diputado Enrique Rodríguez calificó a los que demandaron la intervención judicial como "telaraña mafiosa". Un funcionario del Ejecutivo porteño dijo que "o nos sentamos a discutir o vamos a la guerra total".
En realidad, tanto unos como otros carecen de autoridad para protestar. En algún cajón olvidado de la Legislatura duerme desde hace tiempo un proyecto de creación del Instituto del Juego de la Ciudad de Buenos Aires, cada vez menos autónoma. Más aún en este caso, en el que un juez de una jurisdicción remota -y esto no tiene que ver con los escasos 70 kilómetros que separan a la capital argentina de la capital bonaerense- permitió la instalación de unas máquinas que el propio de la Rúa no había logrado instalar, ante el fallo adverso de una jueza -Clara do Pico- y de la cámara respectiva, adonde fue a parar la causa tras la apelación.
En este caso, más que un fallo -y nunca tan adecuado el término- lo que permitió a los empresarios del juego la colocación de sus maquinitas en el lugar en el que quisieron fue la inacción y la desidia del Gobierno porteño y de una Legislatura que se acuerda de cumplir con sus funciones muy de cuando en cuando.
La creación del Instituto del Juego de la Ciudad de Buenos Aires, cada vez menos autónoma por la anomia de sus gobernantes, permitiría llegar a la firma de un acuerdo con la Lotería Nacional para recaudar, según evalúan los técnicos, alrededor de 40 millones de pesos anuales. También la firma de este convenio permitiría a los funcionarios porteños intervenir para hacer efectivos los fallos de la Justicia, restrictivos o no, además de que la Ciudad haría efectiva su jurisdicción para habilitar o inspeccionar los locales de juego que operan dentro de ella.
Nada de esto es posible hoy porque el mencionado instituto no existe más que en los deseos y en la imaginación de algunos funcionarios y legisladores, que no consiguieron hasta ahora la adhesión de otros legisladores, que quizás están esperando el advenimiento de Papá Nöel para firmar un despacho favorable a la iniciativa.
No hay -ni correspondería que las hubiera- disquicisiones morales válidas con respecto a este proyecto de ley, que duerme el sueño de los justos -y de los tontos- en el despacho de la presidenta de la Comisión de Desarrollo Económico de la Legislatura porteña. Ésto no tiene razón de ser mientras otros embolsan los dineros que le correspndería recaudar a la Ciudad y que ésta jamás recaudará y que permitirían obturar algunos huecos en las finanzas porteñas. Más aún, teniendo en cuenta que en el año 2001 el casino flotante recaudó 680 millones de pesos – dólares, que significaron el 45 por ciento de los ingresos de la Lotería Nacional.
Esto viene a cuento porque la instalación del casino fue el centro de encendidas polémicas entre funcionarios y legisladores, que con sus discusiones estériles, en las que no llegaron a resolución alguna, impidieron que las arcas de la Ciudad se apropiaran de una parte de esa suma.
Tanto en el caso del Casino como en el de los otros ámbitos del juego en la Ciudad, la posición de los funcionarios es la misma. No se oponen a su existencia, lo que sí buscan es que una parte de la recaudación ingrese a las arcas de la Tesorería porteña. Distinto es el caso de los legisladores, que aludieron en sus declaraciones a diversos reparos morales, como el de "convertir a la Ciudad en un garito". Lo que sí es seguro es que éstas fueron sólo palabras, porque cobrar impuestos por el popular "escolaso" es función del Estado, que a continuación puede invertir esos dineros en el desarrollo de diversas iniciativas en favor de los ciudadanos. Y esto no tiene nada que ver con la moral y las buenas costumbres, tal como lo plantearon los señores diputados.