No es cuestión ahora de ponerlos melancólicos de aquellas épocas en las cuales los barrios de la Ciudad (y por supuesto del país) estaban atestados de locales partidarios, de los que sobresalían, por cantidad y diversidad, los radicales y los peronistas. Quienes tenemos cerca de cincuenta años conformamos, quizás, la última generación de militantes políticos que tuvimos formación de nuestros responsables o mayores en cada unidad básica o comité. Es cierto que algunos partidos de la izquierda vernácula siguen con esta práctica, pero lo que trataremos de ver acá es cómo desapareció este ejercicio en los partidos que habitualmente llegan al poder, y no es el caso de aquellos.
Había admiración por la militancia si nos fijamos, por ejemplo, en los cientos de paredones de la Capital que se pintaban por día con negro humo la mayoría de las veces (el uso de colores era para ocasiones especiales) y que eran tierra de disputa hostil tanto con los sectores partidarios internos contrarios, como con los demás partidos en las elecciones generales. Las consignas allí vertidas eran discutidas previamente en el local, en donde, lejos de la síntesis, lo que se lograba era que una parte de los que salían (a pie con los tachos o en una batata vieja) fueran a desgano al perder su propuesta. Eso en el caso de que los que pintaran paredes tuvieran cierto peso para discutir y no fueran meramente aspirantes recién iniciados. Igualmente, siempre alguien de experiencia iba: la seguridad (con algún fierro incluido), salvo en casos excepcionales, existió siempre.
Otra variante del mismo rubro propagandístico eran los pasacalles pintados, con los cortes necesarios para que el viento no los embolsara. Y luego, a treparse a árboles y postes de alumbrado para ponerlos más visibles que los del contrincante. Al finalizar la noche, siempre entrada la madrugada, lo mejor que podía pasar era la pizza y la coca (o el vino) si el responsable se apiadaba de los “muchachos”. Si no, “hasta mañana y gracias”, decía el muy cabrón.
Los sábados había un local céntrico en el que los más ilustrados exponían en cursos casi obligatorios acerca de las “grandes contradicciones históricas en la Argentina”, “el rol de la Argentina en la bipolaridad” y todos aquellos temas que se retomaban en el local en la semana. Para ir a La Paz (más bolche) o al Ramos o al Suárez (más perucas) había que tener con qué, allí esperaba el resto del mundo político para destrozarte, el más boludo de los parroquianos sabía diez teorías de los filósofos más vigentes, y se leía más de los que se escuchaba a Los Gatos, Almendra o luego Sui Generis. Eran generalmente jóvenes universitarios, que veían a los que hacían territorio como los “grasas” de Evita. Toda las organizaciones políticas populares tenían su esparcimiento, donde sobresalían las peñas (empanadas y vino, locro horrible en los inviernos) que precedían a las piñas de despedida, entre compañeros ya todos borrachos.
Pero era una elección de vida, a la que algunos definieron por la excepción de vagancia, aunque en la realidad enriquecida por valores e ideales que se potenciaban desde lo colectivo. Los ámbitos, el acceso a charlar con los máximos referentes del espacio en el que uno participaba y luego poder confrontar en discusiones memorables con el resto de las fuerzas políticas, cada uno en su nivel, era lo supremo. En ello se iba parte de la vida y de la juventud, y uno a la distancia está eternamente agradecido por la vivencia y lo aprendido. Algo que hoy no se consigue más a pesar de los intentos voluntaristas; ya cualquier movida en ese sentido retrasa el reloj de la historia. Hay otras maneras de fomentar hoy la participación política y social distinta a ésa, mucho más compleja, tecnológica y estresante, que, por lo menos, no te cuesta la vida. No es el tema de este grato recuerdo. Y como dice Jaime, “que el letrista no se olvide de los crack que no llegaron”.