Raúl Alfonsín se fue de este mundo por la puerta grande. Envuelto en el afecto de su familia. Querido por el grueso de la sociedad. Y lo que es aún más meritorio, ungido del respeto no sólo de sus correligionarios sino del que le profesamos quienes, sin ser radicales, reconocimos -y reconoceremos- en él a un político y estadista de raza. Fue el caudillo que marcó a fuego a toda una generación, un orador brillante, capaz de llevar a quien lo escuchara a un estado de euforia, a medida que iba levantando y enronqueciendo la voz, mientras movía su dedo índice frenéticamente de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, enfatizando cada promesa, cada afirmación, para luego bajar súbitamente la intensidad de su discurso, señalar un punto entre la multitud y pedir "un médico ahí". Porque entre el público, siempre alguno se desmayaba. Y no era para menos: el día que cerró su campaña presidencial llegó a juntar un millón de personas en el Obelisco. Corría 1983.
A RA le tocaron tiempos difíciles para gobernar. Un escenario interno donde la dictadura acababa de dejar 30 mil desaparecidos, las reservas arrasadas, una deuda externa multimillonaria, el parque industrial fundido y una derrota militar en Malvinas. El contexto internacional tampoco ayudaba: la guerra fría se inclinaba indefectiblemente a favor del eje Reagan – Thatcher, enemigos declarados de la República Argentina, y el FMI reclamaba el pago de la usura contraída, con una virulencia tal que llevó al primer ministro de Economía de Alfonsín, Bernardo Grispun, a bajarse los pantalones frente a Joaquín Ferrán, edecán de turno del norte, en un gesto de exasperación y protesta por las presiones recibidas. Pero Alfonsín fue coherente con sus ideas: en el plano internacional, llevó adelante una fuerte política prolatinoamericana, selló acuerdos con las democracias emergentes del continente, se negó a condenar a Cuba y disputó para la Argentina, a través de su canciller, Dante Caputo, todos los espacios de poder que pudo en la ONU y la OEA. Por supuesto, nunca abandonó el reclamo de soberanía por Malvinas.
En el frente interno, el ex Presidente debió luchar contra una oposición sindical salvaje que le declaró 13 paros generales, contra los grupos económicos que aceleraron su caída, contra la hiperinflación y contra el poder militar. Tuvo chisporroteos con la Iglesia por impulsar la ley de divorcio (una norma que hoy nos parece "natural", como la de la patria potestad compartida, también promovida durante su gestión). Soportó insurrecciones de las Fuerzas Armadas e inclusive, un anacrónico levantamiento guerrillero del MTP. Tomó decisiones acertadas. Otras equivocadas. Pero nunca le pesó estar al frente del país en uno de sus momentos más difíciles.
El 30 de octubre pasado se celebraron los 25 años de democracia ininterrumpida. Todos los homenajes fueron para Alfonsín. Se lo merecía: el fortalecimiento de las instituciones democráticas es, sin dudas, su mayor legado. Este logro se sustentó en el Juicio a las Juntas Militares, que el ex Presidente se animó a impulsar apenas asumió el poder. Es cierto, el proceso político que desembocó en los juicios tuvo algunas fallas. La más grave, quizás, haya sido la de equiparar, al momento de juzgar, el accionar guerrillero con el terrorismo de Estado. Pero si vamos a cuestionar la "teoría de los dos demonios", también recordemos que el candidato justicialista de aquella época, Ítalo Luder, aceptaba la ley de autoamnistía impulsada por la dictadura militar, que también alcanzaba a los grupos subversivos. ¿Qué opción se promovía, entonces, desde el PJ en el 83? Una "teoría de los dos santos", con las mismas fallas de equiparación y con el agravante de encubrir los crímenes de la dictadura. Además, hubo contactos entre jerarcas militares y sindicales para olvidar los "excesos" (ésa era la palabra utilizada) de la represión. El hecho, denunciado en campaña por Alfonsín, fue probado años después cuando se desclasificaron documentos secretos de la inteligencia norteamericana.
También es cierto que el caudillo radical, pese a declamar que "la democracia de los argentinos no se negocia", terminó concediendo el Punto Final y la Obediencia Debida. Pero si la corporación militar logró obtener esas leyes mediante extorsión y levantamientos, primero tuvo que aceptar que Videla y Massera fueran condenados a perpetua y que Viola recibiera 17 años de prisión. De esta manera, Alfonsín terminó con la hegemonía del partido militar en la Argentina. Y con los golpes de estado como opción válida frente a las crisis políticas.
La pérdida de poder, el desencanto social, el desenfreno inflacionario y los saqueos (motorizados por grupos de inteligencia locales) fueron demasiado para los últimos meses de gestión de Alfonsín, quien debió adelantar la entrega del gobierno al justicialista Carlos Menem, triunfante en las elecciones presidenciales del 89. Pero el dirigente nunca se retiró de la política y siguió siendo un personaje clave, a punto tal de sellar con su sucesor presidencial el Pacto de Olivos, que abrió paso a una reforma constitucional que, entre otras cosas, le dio autonomía a la Ciudad de Buenos Aires.
En el 99, un accidente automovilístico lo puso al borde de la muerte. El ex Presidente tuvo la posibilidad de comprobar que el pueblo, pese a las críticas, no lo había olvidado. La crisis institucional que sucedió a la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, a fines de 2001, lo volvió a mostrar como el máximo interlocutor de la UCR con el justicialismo.
Su palabra no perdió peso con el correr de los años. Pero su salud, de a poco, comenzó a resquebrajarse. Los homenajes se acrecentaron durante los últimos meses de su vida, en los que lo aquejó un cáncer de pulmón terminal. Su última aparición pública la hizo cuando Cristina Fernández de Kirchner descubrió, en la Casa Rosada, el busto que le correspondía como ex Presidente. Al acto que se celebró en el Luna Park el último 30 de octubre no pudo concurrir a causa de su enfermedad, pero dejó un video en el que llamó al pueblo a trabajar unido en la búsqueda de la igualdad social.
Martes 31 de marzo, 20:30. Hora en que Alfonsín entró en la inmortalidad. A los 82 años, se fue el hombre. Nació el prócer. Pronto será una calle. O una avenida. También un monumento. Un monumento a la democracia.