Ibarra y la lógica del sobreviviente

Ibarra y la lógica del sobreviviente

"De Aníbal Ibarra pueden decirse muchas cosas, pero una ineludible debería destacar sus virtudes para sobrevivir a toda coyuntura política. Y hablamos de coyunturas que se han tragado a figuras políticas de primera línea, como al triste De La Rúa".


Ibarra se siente “autónomo” del kirchnerismo, así se define. Ni opositor, ni oficialista, una libélula que flota y elige una identidad según lo marquen los tiempos, con el peso de su sello: Ibarra.

Ibarra sospecha que hay un voto casi kirchnerista, pero que se espanta ante la “pejotización” del gobierno, que se encarga de acentuar. Pero Ibarra, para algunos, como los del movimiento Barrios de Pie, está a la izquierda de Kirchner. ¿Ignora este Barrios de Pie los posicionamientos públicos de Ibarra frente a los dos conflictos frontales mas importantes del kirchnerismo: el del campo y el de Clarín? Ambos conflictos encontraron a un Ibarra displicente, asegurándose una posición neutral, dialoguista, con sus críticas formales a los modos kicrchneristas.

Los Barrios de Pie, que se reivindican algo así como el “chavismo argentino”, hallan en Ibarra el objeto de su deseo electoral porteño, compartiendo con él su crítica directa a la normalización partidaria del PJ. Justo cuando esa “normalización” coincidió con la escalada kirchnerista que, para bien o para mal, con errores o no, signó nuevamente al campo político bajo este paradigma: a la izquierda de Kirchner, el abismo. Digámoslo claramente: Ibarra no fue kirchnerista cuando se necesitaba serlo. Y encontró el chivo expiatorio pejotista cuando creyó que la larga luna de miel del kirchnerismo con la sociedad estaba acabada.

De Aníbal Ibarra pueden decirse muchas cosas, pero una ineludible debería destacar sus virtudes para sobrevivir a toda coyuntura política. Y hablamos de coyunturas que se han tragado a figuras políticas de primera línea, como al triste De La Rúa. Su ingreso a la política se remonta al sistema de importaciones que diseñó Chacho Álvarez para los años ’90. Atraer a la política gente de ética intachable como Graciela Fernández Meijide, que desde los derechos humanos y la justicia independiente, oxigenaban la lógica corporativista y mafiosa declarada por el Chacho. Chacho sabía que adentro de la política no podía juntar a mas de 8, y conocía de cerca las dificultades de cartel de construir política con alguien que cree que tiene el bronce ya ganado, como Pino Solanas, cuyo enemigo principal es su propio ego. El mismo Menem, artífice del clima política de esa década, acusaba recibo de esta misma asfixia, aunque su estilo de importación de figuras trascendía las fronteras “virtuosas” del Chacho, y se trasladaba a un horizonte mas, diríamos, farandulero. Simplemente había que ser popular, y estar vacío de una ideología política clara, para empezar a ser menemista. Claro que los resultados en Menem fueron, a la larga, mas exitosos y duraderos: Reutemann y Scioli hoy son dos figuras decisivas del tablero político, y no precisamente carentes de ideología. (Hay quien asegura haber oído de boca del propio Kirchner destacar las lealtades de Scioli, en comparación con tantos que se dicen “cumpas”.)

Pero Ibarra no sólo sobrevivió al Frepaso, no sólo sobrevivió a la Alianza, sino que también sobrevivió a esa transición y hoguera del 2001/2002, cosechando buenas y amables relaciones con Duhalde (¿por qué no?), para finalmente encarnar frente a Macri en el 2003 la batalla con viento de cola kirchnerista que congeló por cuatro años las ansias del Pro. ¿Qué es lo que hizo que ninguna coyuntura arrastrara su suerte? Y, en todo caso, ¿cómo hizo para sobrevivir a lo mas grave de todo, a la tragedia de Cromañón (que lesionó trágicamente una de las pocas banderas perpetuas del progresismo, la transparencia institucional)? Me jugaría por pensar no uno sino varias de sus “perfiles”: por un lado, su visión absolutamente localista de la política, su afinidad con el sentido común progresista porteño (bastante vaporoso a la hora de afincarse en lealtades duraderas), su buena oratoria (aprendida en las filas del Partido Comunista argentino) capaz de articular en el relato su centralidad frente a los avances y retrocesos progresistas de la política, y que le brinda la capacidad de hacer creer en lo inevitable de su figura a la hora de dar potencia a cualquier fórmula progresista. Por otro lado, su decisión de ser liviano, de no ir a fondo, de no avanzar con ninguna decisión estructural que dañe su imagen blanda, de muchachito “del cole” que tiene responsabilidad institucional para no patear ningún tablero.
Ibarra patentó el progresismo, le dio al progresismo –diríamos- los límites de su genio y figura. Pero es así: una de las virtudes de un político es la de volverse ineludible. Un frondoso pasado izquierdista que destiñe cualquier sospecha colaboracionista con el “proceso”, un desempeño histórico que no lo compromete con lo peor de los años ’90, mas las virtudes conservadoras de un gestión, lo arrimarían –según muchos- al electorado porteño como la estrella de esta “noche” política. Digámoslo: Ibarra construyó un progresismo conservador. Y lo hizo por dos cosas: porque diseñó la idea de que le pertenece y porque en la cancha demostró no estar de acuerdo con lo que hace del kirchnerismo una izquierda real, en los vocablos conceptuales de Torcuato Di Tella. No cree en la riña contra el campo, no cree en la tensión con el grupo Clarín.

Alberto Fernández, orgánico lateral de este ibarrismo, siempre imaginó que la “política a la carta” del electorado porteño, díscolo por antonomasia al peronismo puro, debía contener su columna vertebral, tan vertebral como invisible, en el PJ porteño, pero con este ingrediente progresista que, a la larga, tapona figuras mucho mas audaces y capaces que merecen su oportunidad (como las que Ibarra tuvo, vaya si las tuvo).

Ibarra, así las cosas, es la figura conservadora codiciada por quienes no se terminan de animar a lo nuevo, a lo audaz, a lo que no asegura solamente triunfos efímeros y lealtades frágiles.

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