La política está otra vez en la calle. Demandando, reclamando, presionando, impactando en las decisiones del gobierno. Un gobierno que quedó indudablemente afectado tras el 8N y el paro sindical, más allá de las expresiones públicas de un oficialismo que reaccionó desoyendo los reclamos.
“No hablemos de piquete, hablemos de apriete”, descalificó la Presidenta sobre el último paro sindical del 20N. Antes había acusado a quienes se movilizaron para el 8N de tener una “visión distorsionada del país” y una “falta de proyecto y de dirigencia que los represente”. Pero, más allá de las declaraciones públicas y las amenazas de “redoblar la apuesta”, tanto Cristina Kirchner como su elenco ministerial tomaron nota del cambio de humor social. Y la primera conclusión que sacaron es que no están dadas las condiciones para impulsar la re-reelección y, al menos por el momento, dieron marcha atrás con el proyecto.
Primera consecuencia para un gobierno acostumbrado a las decisiones herméticas y sobre todo a mantener viva la iniciativa política (si la calle era del oficialismo, tal como definió el ministro Jorge Coscia hace poco, quedó claro con las últimas manifestaciones que perdió esa exclusividad). Las encuestas independientes revelan que la Presidenta bajó 30 puntos en un año. Y que la intensidad política, que en octubre pasado estaba del lado del gobierno K, ahora parece haberse trasladado al lado de la oposición. O, mejor dicho, de las oposiciones.
¿Rebrote derechoso? ¿Caceroleros huérfanos? ¿Grandes medios manipulando a las clases medias y, en la interpretación del oficialismo, buscando volver al “régimen ultraconservador que destruyó la Argentina”? ¿O, simplemente, nuevos ciudadanos, alertas y vigilantes, reclamando en el espacio público y tal como sucede en otras democracias del mundo, expresando su relación cambiante con el líder?
Varios investigadores en el mundo –politólogos y sociólogos, básicamente– empiezan a poner el foco en la segunda hipótesis: la emergencia de una nueva sociedad civil, muy distinta a la que había hace veinte o treinta años atrás, que se caracteriza por su falta de encuadramiento con los partidos políticos; la falta de fidelidad a un líder; la tendencia a la autorrepresentación y la desconfianza general hacia la representación.
El cacerolazo sería, en esta nueva visión, una forma contemporánea de veto ciudadano y, a la vez, un “nuevo consenso” de una ciudadanía diferente, cocinada en el horno político del comienzo del nuevo milenio. Como describe el sociólogo Isidoro Cheresky, referente argentino en el estudio de estas nuevas protestas ciudadanas, el verdadero ideal antipolítico sería al revés de cómo lo interpreta el irchenrismo: la antipolítico estaría en buscar suprimir, como si fuera una anormalidad, la inestabilidad típica de las sociedades modernas entre los representantes y los representados.
Por el contrario, la protesta forma parte de la normalidad democrática, y mucho más en éstas, nuestras sociedades posindustriales, donde tanto los partidos políticos, como las corporaciones (sindicatos, medios de comunicación, grandes empresas) o los “aparatos” partidarios pierden peso frente a lo que llaman “partidos de nuevo cuño”.
Partidos de nuevos cuño son asociaciones, más parecidas a redes políticas que a estructuras tradicionales. Redes que cuentan con la plasticidad suficiente como para acoplarse a un líder popular: esa es la razón por la cual Gabriela Michetti es una pieza tan importante en Pro (por cómo mide en las encuestas), igual que Miguel Del Sel, que emerge por fuera de la política tradicional o, desde el PJ, Sergio Massa y Daniel Scioli.
La cualidad de organizadores de la política, tanto de Massa como de Scioli, deriva del éxito que tienen en los sondeos. Hoy los líderes de popularidad o dirigentes ciudadanos son más importantes que los aparatos. De hecho, Michelle Bachelet, que dejó la presidencia chilena con altos niveles de popularidad, se recicla para volver al ruedo como una “candidata ciudadana”, más allá de la Concertación.
Barak Obama fue, cuando surgió, un outsider del partido demócrata hasta que, luego de ganar varias internas, fue bendecido por los popes partidarios. Pero la candidata del partido demócrata, como corporación, era Hillary Clinton. Obama, en tanto, peleaba desde el llano y, a través de las redes sociales promovió la afiliación de unos 6 millones de votantes, que fueron la clave de su constitución como candidato y luego como presidente.
Su éxito radicó en criticar tanto a George Bush por la guerra de Irak, como a las prácticas de la corporación política en general. De esa manera, fue visto por buena parte de los norteamericanos, no como un político tradicional, sino más bien como un candidato ciudadano, al estilo de quienes se postulan por fuera de las estructuras tradicionales.
Sin embargo, para la política de espejo retrovisor que hace el kirchenrismo –en la que, por ejemplo, los gurúes intelectuales de La Cámpora son Arturo Jauretche, Hernández Arregui o John William Cooke; es decir, intelectuales que pensaron la Argentina hace más de cincuenta años–, procesar todas estas claves contemporáneas sabe a enigma chino. No la cazan.
Al menos, eso es lo que sugieren algunas declaraciones, como las de Luis D’Elía, cuando vaticinó para el pos 8N “diatribas golpistas” de los “tilingos que se movilizaron”. O, en la lectura que Alicia Kirchner hizo esta semana de la protesta, cuando afirmó que la “gran mayoría de los argentinos no acepta condicionamientos ni maniobras coercitivas”.
NUEVOS CIUDADANOS, NUEVA POLÍTICA
Pero, ¿cómo son estos brotes de ciudadanía del siglo XXI? ¿Es verdad que pueden tener una derivación antipolítica? ¿Nació en 2001, en la Argentina concretamente, una ciudadanía con características nuevas y con capacidad de veto, cuyas claves parecen escapársele a la clase política actual? En una palabra, ¿existe en Argentina como en otras democracias occidentales una tendencia de la gente a la autorrepresentación, en un escenario de partidos débiles e instituciones frágiles?
El italiano Toni Negri, autor de Imperio, es otro de quienes investiga sobre nuevas formas políticas y la crisis de las instituciones tradicionales.
Dominique Schnapper es una politóloga francesa que habla de la tendencia contemporánea a la autorrepresentación, creadora del término “democracia inmediata” (más ligado al asambleísmo, que se vivió en la Argentina en el escenario pos 2001).
Aquí, en la Argentina, Cheresky acuñó el término “democracia continua”, a los fines de explicar el fenómeno de las movilizaciones y otras formas de protesta cívica como un modo cotidiano de expresión. De ahí que los actos electorales, revela, ya no puedan ser considerados como una “cesión completa de la soberanía”, por cuanto las “democracias continuas” suponen, precisamente, una forma permanente de pronunciamiento.
Del otro lado del océano, su colega francés Pierre Rosanvallon escribió un libro, La contrademocracia, que hace eje en la idea de la desconfianza ciudadana en la representación. La “contrademocracia” alude a los poderes indirectos de las democracias occidentales, como aquel que encarna, por ejemplo, la figura del defensor del pueblo. Rosanvallon asegura que la desconfianza es una clave de la nueva ciudadanía, que utiliza tres pilares para expresarse: el control, el veto (el estallido) y la calificación de la actuación de los representantes (a través de los sondeos de opinión, que ofician de monitores constantes).
También el italiano Paolo Virno, con La gramática de la multitud, habla de este cambio cuando decreta la muerte del “pueblo” y su reemplazo por la “multitud”, a la que describe como inclinada hacia formas de democracia no representativa. Así las cosas, mientras el “pueblo” converge en una voluntad general –de contenido positivo, si se quiere–, la multitud solo converge “contra” algo.
Los cacerolazos, convocados por las redes sociales –otra característica de la nueva ciudadanía, el uso de un espacio más virtual que real, aunque con impacto concreto en la realidad política– como el paro sindical de las centrales obreras, tuvieron esa característica: la coincidencia en el no. Oficiaron más de límite que de propuesta.
De ahí también que estas democracias no se lleven bien con aquellos gobiernos que, como ocurre en la Argentina, actúan sin tener en cuenta el estado cambiante de la opinión pública y sobre la base de decisiones poco argumentadas, que son parte de una práctica habitual y no tan solo un recurso previsto para la emergencia.
ADN DE LA PROTESTA CONTEMPORÁNEA
A poco de ser reelecto en Bolivia, Evo Morales elaboró un decreto para equilibrar los precios internos de los hidrocarburos con los internacionales. Pero su decisión, interpretada por el pueblo boliviano como un tarifazo, derivó en un estallido popular. Conclusión: Evo Morales, reelecto con el 67 por ciento de los votos –no con el 54– tuvo que dar marcha atrás con el decreto porque, en los papeles, fue “vetado” por la gente.
A Sebastián Piñera, en Chile, le pasó algo similar con el movimiento estudiantil chileno, que le cuestionó la mercantilización de la educación universitaria, justamente el corazón de su política. El cuestionamiento de los estudiantes fue de tal envergadura que Piñera aún no se recuperó del golpe y quedó afectada su imagen y acotado su margen de maniobra.
Porque eso es lo que sucede cuando la demanda es desoída: el gobierno se aísla y tiene menos espacio para llevar adelante su proyecto. Obviamente que ninguna protesta, ni poder fáctico, puede cuestionar la legalidad de ningún gobernante, que no está en discusión. La legalidad del gobierno, la gran conquista de América Latina, está sustentada en las urnas porque para acceder al poder no hay otra vía que ganar las elecciones.
El problema es que las urnas ya no son suficientes. Y desconocer los reclamos trae costos y desgaste, aunque se permanezca en el poder. Es que el “pueblo” de los 70 y de los 80 parece haber sido reemplazado por la “gente”: un conglomerado con plena consciencia de su derecho a tener derechos, que multiplica sus demandas. Los medios de comunicación amplifican esas demandas y le dan identidad a los manifestantes: le dan peso a los caceroleros, por ejemplo.
Se trata de una ciudadanía activa, fluctuante, mucho más independiente que en el pasado de cualquier corporación (sindicatos, partidos políticos, etc.). Hay algo curioso aquí, dicen quienes se dedican a estudiar este mecanismo: los que votan suelen ser los mismos que vetan, como ocurrió con en el 8N, donde había muchos que habían votado a Cristina.
Lo mismo sucedió en el primer conflicto que afrontó la Presidenta, a poco de ser electa, durante la protesta con el campo. Muchos de los que habían salido en 2008 a protestar en las rutas habían votado por el kirchenrismo en las urnas, pocos meses antes de salir a la calle para “vetar” la 125. Es que, según esta mirada, la legalidad de los presidentes democráticos actuales ya no se consigue solo en las urnas, como argumenta el gobierno.
El segundo pilar de la democracia occidental es la opinión o el peso de la ciudadanía en un escenario de identidades partidarias frágiles y relaciones fluctuantes con el líder político. Lo cierto es que, si bien la novedad política es que a las protestas se las bautiza con nombres bélicos (13S, 8N, 20N), la gente en la calle, como presencia apremiante, fue una característica del pos 2001 y de todo el gobierno de los Kirchner.
Los piqueteros en la calle fueron una constante en los inicios del kirchenrismo. Luego, en el ciclo de Cristina, el intenso movimiento social en contra de la 125, que duró casi cuatro meses y desembocó en cacerolazos urbanos y cortes de ruta rurales, terminó torciéndole el brazo a la Presidenta con las retenciones móviles, una medida que había anunciado como intocable. Antes, la protesta por las pasteras de Botnia había interpelado largamente al poder. También la presión de las víctimas de Cromañón, en medio de un clima general de impugnación, obligó a Aníbal Ibarra a dejar el Ejecutivo porteño, experiencia que vivieron otros intendentes y gobernadores destituidos o suspendidos desde 2001.
En en los años del santacruceño, la presión ciudadana en reclamo por la inseguridad, cristalizada por Juan Carlos Blumberg, dejó al desnudo la falta de una política en esa materia y forzó al oficialismo a pagar el costo por esta carencia.
Pero, ¿puede tener una derivación antipolítica el nuevo escenario de protesta? Los especialistas evalúan dos escenarios posibles: o bien se avanza hacia una maduración de la democracia, hacia una profundización de las instituciones o bien se avanza hacia una dirección antipolítica, donde emerjan liderazgos autoritarios para poner orden. En principio, todos coinciden en que los “brotes ciudadanos” no tienen fines destituyentes sino, simplemente, se pronuncian por el “no”. Pero solo el tiempo irá revelando el futuro político de un escenario que parece haber cambiado drástica e irreversiblemente.
Una escena volátil que admite cualquier cosa menos no hacer nada.