Una de las primeras medidas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, una vez que se hizo cargo de la competencia del servicio de subterráneos, fue disponer la suspensión temporal de la línea A para sustituir íntegramente sus vagones.
Como se sabe, esas formaciones circulan hace cien años. La línea A es un orgullo para los porteños, ya que al inaugurarse en 1913 – 90 años antes del inicio de la historia argentina, según el Manual del Buen Kirchnerista – fue la primera de Sudamérica y una de las pioneras en el mundo, cuando muchas capitales europeas carecían de ese medio de transporte. Las otras líneas se construyeron en las siguientes tres décadas.
Después vino un largo, larguísimo parate, sin nuevas líneas ni extensión de las existentes, que habla con elocuencia de la decadencia de nuestro país a partir de la segunda mitad del siglo anterior.
Desde fines de los ochenta, con las intendencias y administraciones radicales, se retomó la prolongación del servicio. Sin embargo, en los últimos diez años, signados por la gestión kirchnerista, la desinversión en el sector fue calamitosa. Hoy se viaja mal, con constantes interrupciones, sin seguridad, sin ventilación y en condiciones muy poco dignas.
La decisión de reemplazar los vagones centenarios despertó una ola de indignación justamente en quienes nada habían hecho para mejorar un medio básico de transporte. Hasta se interpusieron absurdos amparos, como si una cuestión eminentemente técnica pudiera ser resuelta por los jueces. Lo hacían los mismos que criticaban a la justicia por dictar medidas cautelares cuando perjudicaban al gobierno nacional.
Los históricos vagones de la A, esos de madera que se bambolean y que se abren manualmente, quedarán en algún museo. O – si ello es técnicamente factible – hasta puedan hacer algunos viajes de carácter turístico. Pero, así como fueron muy avanzados en 1913, hoy no son aptos para las exigencias de un servicio moderno.
Dejemos la nostalgia, que es paralizante, y avancemos para satisfacer las necesidades de millones de pasajeros que utilizamos ese servicio. Muchos de los que lloran ante las cámaras de televisión no viajan jamás en subte.
Otro aspecto conflictivo es el de la tarifa. Sin subsidios del gobierno nacional, es insostenible en los valores actuales. Se ha querido acostumbrar a la gente a que se puede viajar gratis. Se puede, de hecho, viajar sin pagar tarifa, pero nada es gratis, porque siempre alguien lo paga. Si el servicio no lo pagan quienes lo usan, lo pagan todos. No es justo que así sea. Esa tarifa simbólica es la que ha impedido desarrollar las inversiones de mantenimiento y desarrollo de ese transporte esencial.
Por supuesto, los estudiantes, los ancianos y otros sectores deben pagar una tarifa menor, o no pagar ninguna. Pero no hay razón alguna para subsidiar al que puede pagar. Los recursos públicos son siempre escasos y lo verdaderamente progresista es asignarlos para favorecer a los que menos tienen.
Por eso, que la presidenta diga que se escandaliza por la tarifa del subte a 3,50 pesos es de una hipocresía inadmisible. En todo el interior, incluyendo su provincia adoptiva, la tarifa de los colectivos urbanos es mucho mayor que la actual del subte en la Ciudad de Buenos Aires.
El gobierno nacional seguirá tirándole a Mauricio Macri munición gruesa y hará lo posible para dificultar el mejoramiento del subte. Los porteños debemos estar advertidos y apoyar todo lo que se realice a favor de poner la infraestructura básica a tono con los tiempos, con la vista en el futuro y no, como hace el populismo, en las tapas de los diarios del día siguiente.