Las leyes que se trataron en conjunto con aquellas sobre la democratización del Poder Judicial, representan, sin ninguna duda, un hito en la historia de los debates en este Congreso. Sus efectos y sus alcances (y tal vez este sea el único en el que coincido con los argumentos que he venido escuchando de distintos referentes de la oposición) se sentirán por muchos años en la estructura del cuerpo jurídico y de administración de Justicia de la Argentina, y constituirán un legado permanente en el proceso de democratización, que nos acompañará más allá del signo ideológico de los gobiernos que puedan sucederse. Esta posibilidad, la de los gobiernos que puedan sucederse, lejos de preocuparnos, debe ser motivo de orgullo, porque no estamos legislando para ninguna coyuntura, sino para un largo proceso por venir.
Se trata, nada más y nada menos, que de introducir el principio de legitimidad democrática y popular en el poder del Estado que históricamente ha sido más refractario a toda reforma y apertura. Por su constitución, por su perennidad, por su poder fáctico y su impermeabilidad a muchas de las lógicas más clásicamente democráticas, el Poder Judicial muchas veces corrió el riesgo, aquí y en muchas parte del mundo, de convertirse en el refugio de los intereses de corporaciones, de intereses creados que, privados de apoyo popular y legitimidad en los otros ámbitos de los poderes de Estado, se abroquelan en este para resistir cualquier cambio o transformación del “statu quo”.
La obstrucción a la plena aplicación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual sancionada en 2009 por una amplia mayoría multipartidaria muestra el ejemplo más acabado del peligro de captación corporativa al que, por algunas de sus características menos saludables, puede ser sometida parte de la estructura judicial.
Los creadores de la institucionalidad estatal del manejo de la política económica durante gran parte de los noventa recurrieron a los mismos argumentos para defender sus intereses. De esta manera, el fetiche de la autonomía del Banco Central con respecto a todo poder democrático era visto como una plena garantía frente a posibles populismos que desvirtuasen el rumbo sacrosanto de las políticas ya conocidas del Consenso de Washington. Para ellos la conclusión era clara: era necesario extraer a esta institución de todo riesgo de presión popular y de escrutinio democrático, manteniéndola como un guardián de la ortodoxia financiera.
Ser autónomos e independientes frente a la voluntad popular, pero no de las corporaciones ni de los intereses creados que siempre han tenido predominio en el desarrollo de la vida de esas instituciones. Nada es neutral, siempre hay alguien a quien se le brinda servicio, o se está a favor de los intereses de las mayorías populares o se está a favor de los intereses de las corporaciones.
Traidores a la Patria son los que entregaron el patrimonio nacional, traidores a la Patria son los que defienden los intereses del mercado sobre los intereses de la ciudadanía, esos son los verdaderos traidores a la Patria y son los que la han traicionado siempre.