Hace unos años, un famoso afiche de una famosa campaña del gobierno de Nicolas Sarkozy mostraba la imagen de una mujer embarazada. Pero no era cualquier mujer: era la República. Y no se trataba de cualquier panza tampoco: el alumbramiento era inminente. Y los estímulos estatales –vaya si los había– prometían, entre otras cosas, formación al por mayor para la prole y un inmejorable empleo a los progenitores, toda una síntesis de la sustentabilidad económica que la campaña por el tercer hijo llevó a su paroxismo con un abanico de exenciones impositivas y hasta transporte gratis. Francia, que en los 80 lanzó la campaña “París no es solo sexo”, como Alemania y otros países desarrollados de Europa, quiere bebés, necesita bebés. Pasa que la sociedad envejece. Porque de la mano de la sostenida baja en la cantidad de nacimientos en el primer mundo, alimentada, paradójicamente, con la crisis que no afloja, la expectativa de vida es cada vez mayor. Todo indica que, entonces, al menos en el corto plazo, no podrán revertir la tendencia ni con una plaga de Benjamin Button.
Pese a su subdesarrollo –¿otra paradoja?–, la Argentina no es la excepción. Y la Ciudad de Buenos Aires, menos. Su perfil demográfico, que crece poco y nada, y que envejece, no es un fenómeno nuevo. Como en el viejo continente, viene de arrastre. Según datos provistos por la Dirección de Estadísticas y Censos de la Ciudad, el crecimiento vegetativo de la población porteña, esto es, la diferencia entre la natalidad y la mortalidad contempladas para un mismo período, cayó drásticamente si se la compara con los 80 y aún más con los 70. Por caso, la tasa de natalidad en 1999 fue de 13,5 por mil habitantes, contra el 15,4 de 1986 y el 18,8 de 1975. La mortalidad, en cambio, mantuvo similares valores en las últimas tres décadas: por ejemplo, 12,3 en el 75, 11,3 en 1999. Pocos nacimientos y menos muertes: la ecuación de la alarma futurista que atiende la hipótesis del envejecimiento porteño. Y de su lenta extinción.
Al seguir los resultados del último censo nacional, realizado el 27 de octubre de 2010, puede decirse que la cosa no cambió mucho. Por el contrario, se profundizó. En una superficie de 200 kilómetros cuadrados, en la Ciudad de Buenos Aires hoy viven 2.891.082 personas. ¿Y cuántas vivían en 2001, cuando se hizo el anterior censo? Solo un 4,5 por mil menos. Eso es lo que creció en diez años, con el antecedente de haber bajado en la década previa un 6,3 por mil. Lo que se dice, una caída libre. Estos números se explican por el maridaje de dos tasas que los especialistas en demografía insisten en remarcar, juegan siempre juntas en los análisis: la de natalidad y la de expectativa de vida. En la Ciudad, la combinación de ambas es la siguiente: una baja natalidad y un aumento en la esperanza de vida, que por ahora compensa y mantiene estable el nivel de población. Los últimos datos que se manejan en ese sentido, provenientes del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, indican que el porcentaje de natalidad en los hogares de Capital es de 1,8 por núcleo familiar, mientras que la expectativa de vida marca, en tanto, un umbral de 80 años para las mujeres y 73 para los hombres (en 2001 era de 79,4 años para las mujeres y 71,8 para los hombres).
Envejece, envejece, que algo quedará
Para María Cristina Cacopardo, especialista en Demografía Social de la Universidad Nacional de Luján, el envejecimiento de la población y el bajo crecimiento vegetativo no son manifestaciones que vayan a revertirse sino a intensificarse, ya que se trata de un fenómeno intrínseco a las grandes ciudades, y Buenos Aires sigue, como se afirmó, la regla. No hay margen para la excepción. Y ahí es cuando se entra en una suerte de círculo vicioso: hay cada vez más gente más grande, por lo que la proporción de mujeres en edad fértil, respecto del total, obviamente decrece. Pero el hombre no es biología. En todo caso, somos animales culturales. Y es ahí, en consecuencia, cuando lo social mete la cola. O la pata. De unas décadas a esta parte, la mujer ha salido de las redes del ámbito doméstico. Ha trabajado, ha estudiado. Y sigue trabajando y sigue estudiando.
Siempre que promediemos la mirada en el comodín de la clase media, esta situación viene retrasando la llegada del primer hijo y limitando la cantidad de partos en muchas familias de la Ciudad. A la cuestión estrictamente material, que lleva a los dos miembros de la pareja a tener que ganarse el pan para sostener la cotidianidad de la economía familiar –como dirían las abuelas, la plata alcanza cada vez menos– se suma una variable simbólica, de peso específico propio: las mujeres quieren liberarse del patriarcado. No importa si la paga son dos pesos, lo que interesa es que el patrón sea cama afuera.
Nicolás Sacco, sociólogo de la Universidad de Buenos Aires, también especialista en Demografía Social, advierte en diálogo con NU la presencia de una tesis alternativa, que no vuelca toda la atención –o toda la culpa– sobre la clase media. Asegura: “Si bien esta capa social cuenta históricamente con mayor moratoria social y los sectores populares con más carga reproductiva, las mujeres de las clases bajas también salen a trabajar en mayor proporción, regulando, así, el número de hijos que van teniendo”. Otros investigadores consideran, a su vez, la incidencia que tuvo últimamente la difusión de los distintos métodos anticonceptivos y el retraimiento de la influencia católica. Como sea, matrimonio, un paso atrás.
Además, por si faltaba alguna variable para complejizar el panorama, Buenos Aires tiene cara de mujer. De acuerdo al último censo, por cada 100 mujeres hay aproximadamente 86 varones (unas 1.555.919 frente a unos 1.335.163). Sucede que hay féminas que, siguiendo la curva de la expectativa de vida, al enviudar, se quedaron viviendo solas. Así las cosas, ¡la Ciudad tiene un 30,6 por ciento de hogares unipersonales! Pero no solo las viejitas dan cuerpo a las cifras: la novedad es que crece el número de solteras, jóvenes y maduras, que eligen la soledad entre cuatro paredes.
“La proyección a futuro es que la tendencia al envejecimiento de la sociedad se pronuncie”, anuncia, para nada apocalíptico, Sacco. “Aunque algunos vean como un problema la relación entre la población económicamente activa, que forma el mercado laboral y sustenta a la clase pasiva, que progresivamente haya menos nacimientos y la población se mantenga estable es algo utópico en el buen sentido.” Lo explica: “Pensemos en el siglo XVIII, XIX, en cuántos nacimientos se precisaban para mantener una población estable. Es revolucionario lo que está pasando”, señala. Este factor compensatorio se debe a la mayor expectativa de vida y a la disminución de la mortalidad infantil.
Virginia Martínez Bonora es antropóloga y maestranda en Políticas Sociales por la UBA. Como miembro del Laboratorio de Políticas Públicas, por su parte, atiende el tema de los adultos mayores. “En la Ciudad hay 700 mil personas mayores de 60 y 65 años (si se considera la diferencia entre hombres y mujeres, respectivamente), de las cuales 150 mil viven solas. Y no son, desde el punto de vista de las políticas públicas, concebidas como sujetos de derechos. Están invisibilizadas, Buenos Aires no está a su altura. Pasa con las inundaciones, con los apagones cada vez más frecuentes. ¿Cómo hace un abuelo que vive en un quinto piso para salir de su casa cuando se corta la luz? Te doy otro triste ejemplo: además de ser el sector de mayor vulnerabilidad y con ingresos bajísimos, a la hora de gestionar un lugar donde vivir, el GCBA se desentiende, dejando a los abuelos solos con los trámites, con la ‘ayuda’ de 500 pesos”, explica la antropóloga.
Como sea, no es difícil imaginarse una novela –o varias– que trabaje la idea de una Buenos Aires venidera sin bebés, sin chicos, sin jóvenes pero con mucha cana y reuma. No será como la birome y el dulce de leche, pero quizás podamos arriesgarnos a encabezar una nueva movida. La literatura, con múltiples réplicas en el cine, ya se encargó, claro, de asuntos parecidos. Children of Men, de Phyllis Dorothy James, situada en la Londres de 2027, en donde reina el caos y la imposibilidad de reproducirnos, es una muestra. Solo una. Por las dudas, Nicolás Sacco dosifica el optimismo: “Se estima que para 2100 habrá un fuerte decrecimiento poblacional. La tendencia es mundial y afectará a la Argentina. Y Buenos Aires, por supuesto, será un gran exponente de tal acontecimiento”.
Distrito federal
Parece que las porteñas hacen escuela en eso de no querer tener hijos. Según un informe del Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa), en la actualidad el país tiene una tasa de natalidad de 2,4 hijos, la tasa más baja de la historia. Esta cifra marcaba 7 descendientes por mujer en 1895; en 1914 disminuyó a 5,3, y en la década del 50 rondaba los 3,2. En los 90 ese número siguió cayendo a 2,8, alcanzando su menor índice en la última medición.
Como ya se afirmó, este descenso en los nacimientos, sumado a la extensión de la esperanza de vida, está dando lugar a una pirámide poblacional invertida: una base cada vez más estrecha y una cima cada vez más ancha. Y la Ciudad, claro, observa una cifra inferior al promedio nacional. Este estudio encuadra ese dato en la ya histórica relación de la fecundidad con el nivel socioeconómico. De ese modo, el 39 por ciento de las mujeres de hogares no pobres no tiene hijos, y entre quienes son madres, el 84 por ciento tiene entre uno y tres, y solamente el 16 por ciento tiene más de cuatro.
“La verdad es que los hijos siempre estuvieron en el horizonte, siempre fueron una idea a futuro. Con todos mis novios pensé nombres para nuestros hijos, esas cosas que se hacen. Pero siempre pensándolo en presente, fue una negativa. En la adolescencia hubiese sido una catástrofe, en los veinti, muy inoportuno, y ahora, con 30, sigo sin sentir las ganas. La diferencia hoy es que por la edad empiezo a sentir la presión del entorno. Particularmente este año, no pasa un día en que no me tiren un palo para que sea madre, o que sugieran que quiero ser madre y por eso desvío mi instinto materno con un perro y el deseo de otro perro, o que, por eso también, estoy planificando comprar un auto. Y me viene pasando que tanto palo me pega mal, y me da por rebelarme: más insisten, menos quiero. Sin embargo, no me siento inmune a la presión, en algún punto me preocupa ‘no tener las ganas’. Me pregunto: ‘¿Y cuándo voy a querer?’; ‘Voy a querer, ¿no?’. Por ahora pensar en hijos se me asemeja al caos. A postergar mis tiempos por otra persona. Y no me siento con ese grado de generosidad.
Para mí la familia tipo es sinónimo de infelicidad. Veo a las familias muy sacadas, muy desencajadas. Una familia feliz me parece sospechosa, me sorprende, me resulta anormal. A veces estoy viendo tele y pienso: con un hijo estaría dando la teta o cambiando un pañal. O me levanto un sábado al mediodía y digo: con un pibe esto se acaba para siempre. Después veo adolescentes y digo: los chicos son lindos hasta los 5. Después, el colegio, madrugar, la pubertad, la edad del pavo… ¡no me seduce! Hasta me encuentro preguntándome por qué la gente quiere tener hijos. ¿Qué quiere la gente que quiere hijos? ¿Para qué quiere tenerlos? A mí, lo único que más o menos me cierra es que me gustaría conocerlos. Descubrir qué personalidad tendrían, qué les gustaría, qué les divertiría. Tendría hijos por la curiosidad de saber quiénes serían. Así que mi situación es esta: por ahora no los quiero, temo no quererlos nunca, y pienso en la maternidad todos los días”, relata Analí López Almeyda desde Flores, licenciada en Comunicación Social y fotógrafa, en lo que podría ser un retrato generacional. Y de género.
El techo propio, inalcanzable para la mayoría, también pesa. Pesa por su ausencia. Martínez Bonora llama la atención, en lo que respecta a la Ciudad, a no pecar de generalización. “Hay que distinguir y analizar en lo específico la realidad de cada comuna”, dice, ponderando el arco que va de las torres de monoambientes a estrenar a los asentamientos que se multiplican y van cubriendo el sur como una mancha de aceite.
Silvina Parada cuenta que si no trabajaran los dos en su pareja, ambos profesores, no podrían mantenerse. Viven en Colegiales. Agrega: “No nos damos ningún lujo”. Y vuelve a agregar, tiene mucho para decir: “Veo amigas que están pidiendo licencias a lo loco, perdiendo todas las vacaciones del año con tal de no volver a trabajar cuando el nene tiene tres meses. ¡Tres meses es una locura, es muy chico! No es tener un hijo y listo. A partir de ese momento una persona depende completamente de vos”. Y Gisela Sureda, psicóloga de 24 años, afincada en Barrancas de Belgrano, comenta a NU: “Elegís seguir creciendo profesionalmente para conseguir un trabajo mejor y eso hace que dejes de lado los hijos. Funciona así. Lamentablemente”.