Elisa Carrió volvió a mostrar sus dotes de pitonisa en el último domingo cuando, an¬tes de conocerse el resultado de las PASO, no dudó en quebrar la veda para pronosticar que Unen ganaría en la Ciudad. Parecía una de sus fallidas profecías. Pero Lili¬ta tuvo razón y Unen –una fuerza unida en torno a figuras indivi¬duales– sorprendió a todos con un batacazo, transformándose en el espacio político más votado (sumando sus cuatro listas obtu¬vo mejores porcentajes que Pro) y restándole un poco de glamour al triunfo de Gabriela Michetti quien, sin embargo, logró conso¬lidar el éxito de Mauricio Macri en la Capital.
El triunfo de Unen y de las prin¬cipales figuras que ganaron en la Ciudad, tal vez con la excepción de los candidatos del Frente para la Victoria, expresan un clima de época en el que los liderazgos son más importantes que los partidos; los líderes no son proclamados por las estructuras partidarias sino por las encuestas (de hecho, así se definió el lugar de Michetti en Pro, por sondeos, y no en un con¬greso partidario) y los ciudadanos se hacen oír todo el tiempo –y no solo cuando votan– a través de las redes sociales y mediante los son¬deos permanentes que influencian y monitorean, casi en tiempo real, los vaivenes de la política.
De hecho, el último domingo la gente votó a Michetti –a pesar de la buena imagen de la gestión ma¬crista en la Ciudad, es difícil que otra figura Pro hubiera logrado guarismos similares–, a Carrió, a Lousteau, a Pino. Es decir, más allá de sus propuestas, eligió a figuras en torno a las cuales se terminó aglutinando una fuerza política, que resultó ser exitosa.
Podríamos decir que Unen es la expresión más fiel de un clima nuevo que no solo se refiere a la Ciudad –y ni siquiera a la Argenti¬na– sino que despunta en las de¬mocracias occidentales.
La política tradicional –y mu¬chos analistas– añoran la restaura¬ción de un tiempo, que probable¬mente no vuelva. Horas de radio y televisión se gastan haciendo un llamado a la reflexión sobre la necesidad de reconstruir aquel viejo sistema de partidos que im¬plosionó en 2001, mientras que en paralelo, desde la academia, son varios los investigadores, en la Argentina y en el mundo, que vienen pronosticando el fin de la representación política tal como la conocimos y una mutación fuerte de la democracia, en la que, ade¬más de la importancia de los lide¬razgos, destaca una inversión de la ecuación tradicional. Traducido, sería así: si hace 20 o 30 años eran los partidos los que hacían ofertas electorales, ahora las propuestas las hace la gente, a través de las encuestas. Y los candidatos las to¬man y las ofrecen en las urnas.
De hecho, si miramos los dis¬cursos de los candidatos exitosos en la Ciudad, lo que recogen son las preocupaciones de la gente expresada en las encuestas: infla¬ción, inseguridad, discurso anti¬corrupción, defensa de la Justicia, división de poderes, libertad de expresión, republicanismo.
Los porteños tienen con Lilita una relación cíclica: por momen¬tos la aman; en otros la dejan de lado y es entonces cuando la jefa opositora pierde influencia (decir que la odian sería demasiado). Los ciclos de amor y desamor –ahora transitamos por el del amor, como es obvio– se parecen a lo que les pasa a los hijos con las madres difí¬ciles. Según la época, Carrió vuel¬ve a posicionarse. Ahora, en ple¬no auge del “denuncismo”, parte del éxito de Lilita se cimienta en las denuncias contra la corrupción kirchnerista, un punto sensible para los votantes porteños, sobre todo los que eligen candidatos de centroizquierda.
También es el tiempo de los candidatos ciudadanos; es decir, de esos políticos que no parecen tales y que, más bien, se parecen a sus votantes. Como le dijo una vez a Gabriela Michetti su padre, que es médico: “Tu gran mérito como política es ser una persona común y corriente”. Juan Carlos Blumberg, en su momento de glo¬ria, cuando encabezaba marchas multitudinarias en Buenos Aires, también encarnó un fugaz lide¬razgo ciudadano, conectando con un tema sensible para la opinión pública, la inseguridad que, hasta ese momento, era completamente ignorada por el Gobierno. Y parte de la relativa popularidad de Luis Zamora, en una sociedad en la que el trotskismo no es precisamente exitoso, se explica en que la mayo¬ría recuerda con admiración que, cuando dejó de ser diputado, volvió a su trabajo habitual como vende¬dor de libros. Como un ciudadano común, y no como un político.
A nivel internacional, un ejem¬plo de este cambio en los lideraz¬gos es Barack Obama. El partido demócrata apoyaba inicialmente a Hillary Clinton hasta que los sondeos empezaron a proclamar a Obama. Recién entonces la es¬tructura partidaria lo rodeó y la gente, a través de las encuestas, terminó de fortalecerlo. Pero pri¬mero fue el liderazgo y después la estructura. Michelle Bachelet, en su renovada carrera presidencial, cultiva ahora un perfil mucho más ciudadano que político, mientras su caballito discursivo es el “em¬poderamiento” de la ciudadanía chilena.
Esta democracia que cambia de ropa –hay que aclararlo– no implica poner en tela de juicio sus valores centrales (en ningún caso está en duda, por ejemplo, la legi¬timidad del voto). Lo que sí está en debate y en cambio son las formas de su representación.
Un capítulo aparte merece la elección del Frente para la Victo¬ria, una fuerza que sigue con los reflejos de la política tradicional; es decir, con la elaboración de un proyecto político definido desde arriba (los Kirchner, en este caso) hacia abajo. Y un proyecto atra¬vesado de ideología. Tanto que, en estos diez años de gobierno, logró librar una batalla cultural que, según algunas hipótesis, le quitó adhesiones en términos cuantitativos, pero logró engordar la franja de los hiperconvencidos. Es apresurado afirmarlo, pero la performance porteña de Filmus y Cabandié parece sumar datos en esa teoría.
“Quiero felicitar a Daniel Filmus y a Juancito Cabandié, que han hecho, a mi criterio, una excelen¬te elección en un distrito natural e históricamente difícil para nuestro movimiento político y… no voy a adjetivar más”, se reprimió la pre¬sidenta Cristina Fernández en la medianoche del domingo, en una análisis poselectoral rápido y cer¬tero sobre el territorio que le dedi¬có varios cacerolazos, y tal vez los peores epítetos.
Tiene razón en que los candi¬datos kirchneristas no hicieron una mala elección, teniendo en cuenta lo adverso del territorio y el clima cacerolero que la precedió. De he¬cho, Filmus y Cabandié mejoraron los guarismos de 2009. Es más, de no haber surgido Unen, la Ciudad habría vuelto a polarizarse entre Pro y el kirchnerismo, y proba¬blemente algunos votos de cen¬troizquierda de la fuerza de Pino y Carrió podrían haber ido a Da¬niel Filmus, a quien, por una cosa o por otra, siempre le toca cargar con un karma electoral pesado. Tanto es así que ni odio genera en un territorio que suele ser fu¬ribundo contra los candidatos del Gobierno.
Hace poco más de un mes visi¬tó la Argentina el politólogo Ber¬nard Manin, una de las estrellas intelectuales del momento, autor de La metamorfosis de la repre¬sentación, para dictar un semina¬rio internacional sobre los cambios en la democracia como sistema (con las características menciona¬das, renglones arriba) y las nuevas formas políticas (la UBA tiene un equipo de investigadores destina¬do a estudiarlas). Manin es refe¬rente de esos investigadores que descreen de la existencia de una “crisis” en los partidos, como repi¬ten nuestros políticos. Ellos hablan de un cambio.
Y de un cambio que parece irreversible.