Hasta el argentino menos avisado sabe perfectamente que el kirchnerismo tiene fecha de vencimiento y que esta será indefectiblemente el 10 de diciembre de 2015. Esto será así más allá de las crisis que deba soportar hasta ese día y de la insaciable voracidad de “los mercados”, que aprovecharán su fin de ciclo para incrementar sus beneficios y obturar, si les fuera posible, la aparición de nuevos gobiernos con ínfulas populistas.
De todos modos, en los últimos tiempos comenzaron a escucharse varias voces que intentan separar a algunos partidos políticos de los intentos desestabilizadores de los formadores de precios. En esa dirección apareció una nueva tendencia, protagonizada por los radicales Ricardo Alfonsín y Ernesto Sanz, entre otros, que se manifestaron partidarios de defender la democracia sin dejar de ser opositores ni abandonar sus cuestionamientos al partido gobernante.
De todos modos, el principal impulsor de esta línea de moderación no se encuentra, circunstancialmente, residiendo en el país, aunque sea más argentino que muchos residentes. El Papa les viene repitiendo sin descanso a todos los que lo van a visitar que hay que evitar un nuevo 2001, que perjudicaría al país mucho más de lo que es posible imaginar. Francisco plantea que hay que acompañar al Gobierno hasta el último día, para luego dejarlo partir y encarar la nueva etapa que viene sin profundizar la habitual crisis del fin del mandato.
En la vereda opuesta, la teoría de la crisis permanente es promovida por los que recitan “cuanto peor, mejor”. Para ser justos, este principio ya no es achacable a los discípulos del mítico León Davidovich Bronstein (Trotsky), que en este mar son nadadores equiparables a un cardumen de sardinas en medio de los tiburones blancos. Los que la impulsan, en realidad, se referencian en los think tanks de las grandes corporaciones, que permanentemente advierten sobre “la crisis de la democracia” cuando no pueden aumentar los precios libremente; o sobre la “crisis de las instituciones” cuando se les limita el acceso a los grandes negocios; o sobre “la crisis de la república” cuando el Gobierno intenta cobrarles impuestos.
El peronismo, en la encrucijada
En los casi dos años que aún restan hasta que Cristina Fernández de Kirchner abandone el poder, el principal problema que deberá afrontar es, precisamente, la dificultad para dictar la agenda que marca el fin de ciclo. Algunos definen este hiato como “el síndrome del pato rengo” (lame duck).
Esta es la crisis real que vivimos los argentinos por estos días. Por esa razón, los analistas de la política miran a su alrededor en busca de las señales que emanan del gigantesco aparato del Partido Justicialista, enorme por lo contundente de sus definiciones y por la determinación con que suele acompañar sus acciones. Si este paquidérmico movimiento se decidiera a abandonar a su propio Gobierno, por la razón que fuere, este caería casi instantáneamente.
Pero cada vez que se produce la grieta que coincide con el fin de un ciclo político, el peronismo, sin necesidad de esperar a los sesudos dictámenes de los cientistas políticos, que pontifican sobre sus virtudes y defectos, entra en crisis casi gozosamente.
En estas ocasiones, las unidades básicas, sindicatos, centros culturales e instituciones vecinales se convierten en hervideros en los que se cuecen discusiones, polémicas, nuevos alineamientos y cuestionamientos a lo que se hizo y a lo que vendrá. Para el justicialismo, la crisis que se produce ante la incertidumbre siempre fue una oportunidad. Porque es en la encrucijada donde su inventiva y su determinación siempre prosperaron y lanzaron hacia adelante a ese movimiento político.
Desde que llegó la democracia, en 1983, el peronismo debió superar múltiples instancias adversas. En ese mismo año, la derrota frente al radicalismo que lideraba Raúl Alfonsín sumió en la oscuridad durante algún tiempo al movimiento, que encontró en la Renovación Peronista su razón para saltar hacia el futuro en las elecciones de 1987.
En 1989, Carlos Saúl Menem fue el heredero de la Renovación, el líder que encabezó la nueva etapa que se abría para el peronismo en la Argentina, cuando corrían los tiempos difíciles del Consenso de Washington y del neoliberalismo. El cambio de rumbo que le imprimió el riojano al movimiento que creó Juan Domingo Perón culminó en una nueva crisis interna –aún no totalmente saldada hasta nuestros días–, en la que todo su andamiaje ideológico fue puesto en duda y, en algunos casos, hasta negado en aras de la modernidad.
Luego, la sucesión de Menem provocó otro cimbronazo de tal magnitud hacia adentro del peronismo que la consecuencia inmediata fue la derrota de Eduardo Duhalde y la entronización de su vencedor, Fernando de la Rúa, que terminó sumiendo al país en tal caos, que su fuga aérea dio origen a la teoría de que solo el peronismo puede gobernar la Argentina.
La derrota de Duhalde en 1999, coincidente con el fin del liderazgo del hombre de Anillaco, fue un cimbronazo interno muy fuerte, porque el parto que alumbró su sucesión significó un cambio real en el estilo, en el sistema de alianzas, en sus realineamientos internos y externos y provocó el fin del protagonismo de muchos integrantes de la mesa chica, la que tomaba las decisiones políticas importantes.
La posterior aparición de Néstor Kirchner –luego del interregno que trajo de vuelta a Duhalde al lugar al que no había podido llegar por las urnas– devolvió a los primeros planos la significación de la política en el peronismo, sepultada por el aluvión discursivo de los 90, que le daba preeminencia a la teoría económica basada en concepciones liberales, que ponía al mercado por encima de la justicia social y de la equidad distributiva.
Este regreso a la esencia básica del peronismo provocó adhesiones y rechazos, y esta circunstancia delimitará los últimos dos años del kirchnerismo en el poder, pero hasta ahora alineó detrás de sus postulados a casi todos los gobernadores, legisladores e intendentes de todo el país, muchos de los cuales pertenecen a otros partidos políticos.
Unidos o perdidos
Volviendo sobre las señales que suele dar el peronismo cuando la crisis se aproxima y está a punto de llegar a su cénit, el 22 de febrero último, el Partido Justicialista bonaerense inició en Santa Teresita la apertura de una autopista de múltiples vías, con la mirada puesta en 2015.
Eso y no otra cosa fue el expreso apoyo que le brindaron a la Presidenta los dirigentes más importantes del justicialismo bonaerense, que se mostraron unidos por múltiples razones. La primera fue la necesidad de hacer público que su ambición de poder se mantiene intacta. Este es el mejor dique para evitar una sangría de dirigentes hacia el Frente Renovador o hacia algunos otros armados políticos que solicitan peronistas con la misma urgencia con la que un sediento que transita por el páramo ruega por un vaso de agua.
Para que el proyecto del peronismo pos-2015 sea viable, la dirigencia del PJ nacional necesita que la transición sea ordenada y fluida, única manera de lograr que el traspaso hacia un candidato propio transcurra sin sobresaltos. El otro requisito es que el orden interno le permita a la Liga de Gobernadores –depositarios del verdadero poder político en el peronismo– imponer a su hombre, que hoy por hoy es Daniel Scioli, el anfitrión de Santa Teresita. Aun así, es aventurado definir si llegará a 2015 con las mismas posibilidades que hoy.
La experiencia de 2001 pesa en la memoria de todos, no solo de los peronistas. Incluso, la viabilidad de una buena performance para el FAP y el Pro en 2015 se ven afectadas por ese recuerdo terrible, al que los argentinos jamás quisieran volver. Por esa razón, el peronismo va a ser, de ahora en más, el partido del orden y, en ese rol, el primer reflejo de la conducción fue mostrarse unida. El mensaje hacia afuera fue que hasta la mitad de 2015 no habrá ya más “fugas” de dirigentes de cierto nivel. En una palabra, que 2015 los encontrará a todos unidos o perdedores.
La herencia
La existencia de un peronismo disidente del Gobierno hace olvidar muchas veces que el kirchnerismo es el peronismo mayoritario. La necesidad de diferenciarse del kirchnerismo llevó a un sector de la dirigencia política a anunciar su fin por enésima vez, aunque la experiencia exige un análisis un poco más riguroso para confirmar esta versión de la historia.
Para imponer esta idea han trabajado mucho algunos medios de comunicación, tanto que hasta lograron darle visos de verosimilitud. De todos modos, la precariedad de su argumentación hace pensar que el kirchnerismo es un sobreviviente eterno, lo que es otra falacia. Simplemente, el proyecto que hoy encarna Cristina Fernández de Kirchner nunca se interrumpió hasta hoy y en 2015 seguirá existiendo, aunque con características diferentes, un estilo distinto y quizás hasta con otros objetivos, pero manteniendo la esencia de una construcción que se habrá extendido a lo largo de doce años.
Habrá quienes repudien esta herencia que deja el “pero-kirchnerismo”, pero, por el contrario, hay quienes aspiran a ser sus continuadores. Esta es la verdadera polémica que hoy cruza la política, que puede sintetizarse en el apotegma: continuidad peronista (Scioli)-cambio de centroderecha (Macri-¿Massa?)-cambio de centroizquierda (Binner).
No está claro, en este panorama, hacia adónde va a dirigirse Sergio Tomás Massa, porque es un candidato que apuesta más a su imagen que a la política, por lo que esta concepción abre delante de él varias opciones. Una de ellas sería ocupar el territorio de la centroderecha, que aspira a invadir Mauricio Macri, en el que podría ser el número uno si se lo propusiera. Otra opción que podría transitar sería la de un vago progresismo de centroizquierda, que ampliaría su espectro de votantes, porque en el centro de la política siempre hay pique si hay buena carnada.
De todos modos, la única opción que tiene Massa para llegar a la Casa Rosada es alinear al peronismo oficial –al disidente lo convoca, pero es muy minoritario– alrededor de su figura. El problema es que aquel tiene sus propios planes y no depende del tigrense para “ser”.
Para que la oferta de Massa sume al peronismo bajo su égida debería ser muy, pero muy, tentadora. Tanto como para seducir a los caudillos territoriales de todo el país y obligarlos a confiar en él, que tiene poca historia peronista, a pesar de haber figurado en sus boletas y de haber sido uno de los jefes de Gabinete del gobierno “pero-kirchnerista”.
Kaos vs. Control
Las opciones que surgen de estas posibilidades son inquietantes, porque si nadie más que un caudillo peronista pudiera suceder a Cristina Fernández de Kirchner, “los mercados” podrían apostar –y probablemente lo harán– por un programa de desestabilización permanente de aquí a 2015 para acabar de cualquier manera con esta opción. Para que esto no ocurriera, ese caudillo debería negociar previamente con ellos. Y si este negociara, el caos podría llegar de la mano de la propia clase media, que por estos días ya se encuentra convocando por las redes sociales a múltiples boicots contra los empresarios de la carne y contra las grandes cadenas de supermercados. Peor sería que se radicalizara hacia opciones más nihilistas, como en 2001, si sus demandas no fueran escuchadas por “los mercados”.
El dilema de este subtítulo, que proyectó al Superagente 86 hacia la inmortalidad, es el que intentan romper el justicialismo y el Gobierno con los gestos de Santa Teresita, que tienen por objetivo ponerles freno a los sectores concentrados de la economía y apostar a la continuidad de la política.
Esta que presenciamos por estos días es la eterna pelea que siempre existió, que enfrentó en repetidas ocasiones a la democracia con los mercados, o a la política con la economía, o al capitalismo con la sociedad, o a los consumidores con los especuladores.
Nada nuevo bajo el sol, pero en esta ocasión se deberían tomar medidas para amedrentar a los especuladores y para que los mercados sean parte de la economía y no sus desestabilizadores. En ese camino, el Partido Justicialista intenta ponerle paños fríos a un enfrentamiento generado por el síndrome del pato rengo, para evitar que otra vez “los mercados” anticipen el final de un Gobierno, como ya lo hicieron en 1989 y en 2001, o lo obliguen a partir en son de derrota, como en 1999.