En el principio fue Bernardo. Y más en concreto Bernardo y Doña Rosa.
Bernardo Neustadt (1925-2008) inventó el periodismo político en la TV. Defendió causas indefendibles pero creó a lo largo de su carrera recursos que hoy explotan Jorge Lanata, Luis Majul y otros comunicadores menores que combinan show e información.
Doña Rosa era la apelación que se hacía al sentido común más ramplón. Servía para justificar las privatizaciones o el cierre de las causas contra los asesinos de la dictadura. Neustadt olfateaba el periodismo que se venía. Ya no alcanzaba con el saber de los profesores (Mariano Grondona), era preciso convocar a “la gente” para justificar y auto-justificarse.
Así “la gente” se convirtió en un tópico de la palabra y la producción periodística. Los públicos, que siempre buscaron identificarse con las figuras del espectáculo se convirtieron en el centro de una sentencia que hoy preside como mandamiento al periodismo contemporáneo: “Hay que darle a la gente lo que la gente quiere”.
Esa idea probablemente surgió de las entrañas del mercado y de la publicidad, y se extendió también al ámbito de la política. Por eso tienen que hacer encuestas permanentes para saber lo que quiere la gente y prometerle lo que quiere. La política se vacía de proyectos y futuro, se convierte en un calmante de coyuntura.
Cierto es que la gente quiere muchas veces lo que le hacen querer, pero esto no cambia mucho la ecuación de que hay que ofrecer cosas para que el público, los ciudadanos o los consumidores se sientan recompensados y reconocidos. La crisis de la autoridad en el capitalismo tardío incentiva el individualismo y el protagonismo aún cuando sea ilusorio. Si todo el mundo fuera famoso la fama no tendría sentido.
¿Cómo fue el recorrido que llevó a “la gente” al centro de toda la actividad periodística y mediática en general? Es posible hacer una breve y parcial historia que arranque en los primeros años de la década del 90 sin dejar de señalar que los antecedentes históricos son mucho más viejos (por ejemplo el diario Crítica a principio del siglo XX)
La Patria Movilera apareció de la mano de la telefonía celular. Enjambres de periodistas rodeaban a políticos, deportistas y manifestantes (entonces jubilados y científicos del Conicet). Iban provistos de sus armatostes grises (los movicones), tan feos como intimidantes, que estampaban en las bocas de los entrevistados. Por milagro ninguno perdió los dientes.
Los movileros además de asediar a los personajes públicos se peleaban entre ellos para hacerse escuchar más fuerte que el propio entrevistado. Tenían palabras duras y moralistas para acusar al poder. Eran la voz de la “gente”.
Casi al mismo tiempo florecía el periodismo de investigación. Los libros se convertían en best-sellers de playa, en los que se revelaba “la oscura trama del poder”. Se denunciaba tanto un negociado como los implantes de glúteos de algún ministro. La “gente” quería saber.
Cuando la investigación ya no vendió empezó a vender el periodismo de opinión. Todos los medios se inundaron de especialistas en cualquier cosa. Era un anticipo de lo que vendría. Sin pudor, se empezó a decir lo que la “gente” quería escuchar. Eran los intérpretes.
Mientras tanto en el mundo mediático con la misma idea aparecieron los primeros talk shows importados de la televisión latina. La “gente” veía problemas de “gente”. Brillaban entonces Moria Casán (“si querés llorar, llorá”) y Lía Salgado, que tuvo la desgracia de ser atropellada por una ambulancia repleta de cirujanos plásticos.
Llegaron también los reality. “Gente” común sometida a situaciones extraordinarias, enjauladas como en laboratorios sociales. De ahí podían surgir famosos de ocasión que llegaron a ser… famosos de otras ocasiones.
Y como siempre las divas y los divos. Las señoras Susanas y Mirtas, portavoces de la “gente”. Y los nuevos, muchachos del rock o del barrio que se convirtieron en referentes. Tinellis y Pergolinis, jóvenes desacartonados, simpáticos, simples o rebeldes. Hijos de la gente.
El periodismo se hizo gente. El primer cable de noticias del país se proclama “TN y la gente”. Y la revolución tecnológica obligó a más. Porque vinieron los blogs y cualquiera podía ser periodista. Las redes sociales y los opinadores fueron infinitos.
En los últimos tiempos asistimos a un fenómeno cada vez más uniforme. Los programas políticos y los noticieros, que se mostraban circunspectos, se sumaron a la onda chimento. El suplemento de Espectáculos de Clarín parece editado por Jorge Rial y Viviana Canosa.
Mientras tanto, los programas de chimentos comenzaron a interesarse cada vez más en la política. El chimento se hizo político, la política se hizo chimento.
Ahí apareció la Patria Panelista. También tenía antecedentes, pero lo principal era y es reunir un zoológico de personas. Conviven en los paneles modelos con futbolistas, periodistas “serios” con chimenteros, políticos con diseñadores de ropa, travestis con economistas. Tal vez a alguien le suene.
Por las dudas consultar en Wikipedia la entrada “Enrique Santos Discepolo”.
Un breve e incompleto listado de lo que hoy hay en el aire incluye a Intratables, Intrusos, Este es el show, Duro de domar, Animales Sueltos, Nosotros al mediodía, El diario de Mariana, Pura Química, La Cornisa, etcétera. Alrededor de un centenar de panelistas repartidos en 16 programas según el sitio del espectáculo Televisión.com.
Intratables, en particular, se convirtió en la nave insignia del género. En general, cuanto menos calificados más eficaces son los panelistas. Y si tienen alguna calificación lo mejor es que sean irritantes y maleducados. Sobre todo que trabajen su personaje. Muchos fueron movileros y ahora son panelista, como Mercedes Ninci.
Están también los que juegan de profesionales y establecen alguna verdad estadística o informativa. Sirven de pausas en el show o más bien de convalidación de la payasada.
Si hay algo que asombra de Intratables es la seriedad con que discuten y se pelean la mayoría de sus panelistas e invitados. Se lo toman en serio. Y justamente los invitados (políticos, periodistas con historia, sociólogos y economistas) vienen a convalidar un régimen de polémica donde solo se dicen lugares comunes.
Distintos que Intratables son Intrusos o Bendita TV, clásicos del mundo del espectáculo, que transcurren entre la ironía y el cinismo. Santiago del Moro, a diferencia de Jorge Rial o Beto Casella, se imposta de equilibrado y sensato. No se burla, sino que frena lo burlón. Todo el mundo lo alaba. ¿La gente?
El cambalache funciona porque es barato (poner 6 o 7 de estos panelistas son monedas al lado de lo que puede costar cualquier otro producto televisivo); es fácil de hacer (notas de archivo permanentemente recicladas) y sobre todo porque es “gente” que habla del tema del día (lo que salió en la tele), como en un café (y no hay mucho para preparar).
El mundo de los panelistas vibra y pone en evidencia la crisis del viejo y clásico periodismo. Tal vez haya que agradecérselo porque quizás es la única forma de que sobreviva, modernizado, aunque más no sea para nichos de interesados.
Los que participan de un panel no van a discutir, van a mostrase. Los invitados también aunque pretenden dejar su mensaje publicitario de 15 segundos. Como un twitter que tiene destino de olvido.
Y llama la atención que a pesar de que el género tiene algo de revulsivo, las opiniones nunca se alejan de lo políticamente correcto. Así también es la gente.
Si como dice un tonto cliché, los periodistas escriben la historia del futuro y en consecuencia los medios son la realidad que analizarán los futuros historiadores, estamos fregados.
La apelación a la gente no es más que una puesta en escena que devela la escasez de ideas en este nuevo periodismo. La gente no es otra cosa que una estadística caprichosa, una justificación, la gente es una excusa.
La gente es una mentira porque, al fin y al cabo, la gente no existe.