De repente, desde algunos sectores de la Plaza comenzó a brotar una fuerte humareda, pero la tranquilidad volvió a reinar rápidamente. No provenía de los temidos fuegos que suelen encender los manifestantes o los que suelen generar los policías cuando gasean alegremente al pueblo. En este caso, los fuegos tenían un origen alimenticio y brotaban de los puestos de choripán que alimentaban a los concurrentes al acto.
La Plaza desbordaba de sentimientos. Se mezclaban la bronca, la tristeza, la esperanza, el odio y el "que se vayan todos" que nunca falta en los últimos tiempos, siempre coreado por pequeños grupos que creen -a veces sinceramente- representar la voz de las mayorías. Un gigantesco cartel mostraba candorosamente una consigna que quienes la escribieron no son capaces de hacer cumplir: "que gobiernen los trabajadores y el pueblo".
Frente a la Catedral, brillaba un colorido cartel -con los colores de la bandera de Venezuela- perteneciente al Congreso Anfictiónico Bolivariano, que alentaba -muy argentinamente- al presidente del país más hermano que nunca, con un "Aguante Chávez", a la vez que nos recordaba que "Argentina se salva con América Latina".
Cerca de este cartel, otro rezaba -paradójico y esperanzado- "Trabajadores Desocupados". Desde la Pirámide de Mayo, entretanto, una pintada presidía la demostración: "Gracias Madres".
De repente, un grupo -pelos largos, trenzas, rastas, collares jamaicanos- de no más de 20 personas ingresó a la plaza, rodeado por un imponente cordón de seguridad, de los que generalmente utilizan columnas algo más numerosas, con un pequeño cartel: "Artesanos y Artistas de la Calle Florida en Lucha".
Cerca del Palacio de Gobierno de Bolívar 1, un cartel que mostraba una foto de un hombre esposado entre dos policías, clamaba: "No a la extradición de Leonardo Bertolazzi – Militante de los 70". Aludían a un ex miembro de las Brigadas Rojas, detenido en Buenos Aires el cuatro de noviembre último.
Cerca de la Pirámide de Mayo, un puño de cartón -sostenido por una armazón de alambre- se erguía amenazante, tanto para amedrentar a la derecha como para mostrar el camino de la revolución a los ciegos, a los desviados y a los que deambulan sin rumbo.
A unos pocos metros del puño, un artista callejero pintaba sobre las baldosas una imagen de los sucesos que ocurrieron exactamente un año atrás: un policía a caballo -que portaba en su cabeza un gorro con el apellido del presidente que ese día cayó además de una esvástica nazi- atropellaba y derribaba a una mujer que enarbolaba una bandera argentina.
Sobre la calle Bolívar, en las propias puertas del Cabildo, un grupo de motociclistas aceleraba sus motores hasta el límite de lo que soporta el oído humano, mientras que sus jinetes provocaban a los policías, al grito de: "Cobardes", aunque la palabra que utilizaban no era exactamente ésa, sino un sinónimo.
Luego, llevándose sus consignas para guardarlas hasta la próxima vez, la gente se fue alejando de a poco. En la plaza quedó flotando -como una neblina- la advertencia de que lo que le pasó a un burócrata le podría pasar a otro. Mucho cuidado, decían los recuerdos que viven en la plaza, pero mucho cuidado, repetían.