La crisis de la economía real

La crisis de la economía real

Cuando el sistema financiero tiene preeminencia por sobre el mercado interno, la crisis llega tarde o temprano.


Miles de empresas argentinas, que compiten en un mercado cada vez más reducido para venderles a compradores con bolsillos cada vez más escuálidos, comenzaron ya a implementar medidas anticrisis, ante el temor de quedar fuera de un mercado que cambió de manera dramática (y no para bien) en los últimos años.

Hacia fin del año pasado, el periódico digital rosarino Conclusión advertía que el 70 por ciento de las empresas de la provincia de Córdoba que entraban en concurso de acreedores terminaban quebrando, cuando el promedio habitual es que solo el 20 por ciento llegue a ese punto.

Las razones principales son varias, pero un concurso preventivo exige una gran inversión, costos elevados y un gran desgaste de energías. Por eso las empresas, en su afán de evitarlos, alargan el proceso y eso provoca que lleguen a esa situación muy desgastadas. Aún así, si el concurso no es para construir un futuro mejor, el esfuerzo es inútil, más aún con un mercado financiero tan corrosivo como el que existe por estos días.

Los especialistas en temas concursales advierten que la cadena de pagos está caída y esto motivó que creciera exponencialmente la litigiosidad en los cobros. Lo más curioso (aunque no inesperado) es que, ante las tasas astronómicas que rigen el mercado argentino, los empresarios eligen la financiación por la vía judicial, que promedia el 36 por ciento anual, antes que la financiación bancaria, que en ocasiones casi la duplica.

Aún así, cientos de empresas están cerrando y entrando en concurso y, aunque el promedio de quiebras no sea igual que en Córdoba, las que terminan cerrando son muchas. No solo sufren este proceso las pymes, sino que hay muchas grandes que se suman a la debacle.

Las razones son muy variadas y tienen que ver con la falta de protección al mercado interno, la crisis de la producción nacional, la baja en las ventas por la caída del salario y el crecimiento de la desocupación. Para agravar la situación, la presión tarifaria llegó a niveles insanos.

En este punto cercano a la paranoia comercial, hay grandes fabricantes que suspenden las entregas a sus clientes por atrasos de pocos días en los pagos, porque dudan de la capacidad de recuperación de los pequeños comerciantes.

Aun el Gobierno, que convoca a la calma en medio la tormenta, paga con mucho atraso a sus proveedores, extendiendo aún más la psicosis.

Por caso, a mediados del año pasado, una de las principales empresas alimentarias rompió su relación con un supermercado mayorista que posee bocas de expendio en esta ciudad, el Gran Buenos Aires y en seis ciudades del interior. La razón de tan radicalizada decisión fue una demora de solo ocho días en los pagos.

La razón es que hoy en día las empresas le dan mayor importancia a la cobranza inmediata que a las ventas. No hace falta pensar demasiado para deducir que la preeminencia del mercado argentino la tiene el negocio financiero. No hay más que fijarse en las tasas de interés que propone el Banco Central, que se la pasa desvistiendo a unos santos para vestir a otros.

Además, toda empresa tiene permanentemente parte de su capital en la calle, invertido en la mercadería que se entrega a los clientes, que ha pasado a convertirse en acreencia. El inmediato recupero de ese capital es una de las necesidades más acuciantes de estos días, porque el negocio financiero es más importante que la producción y la venta de esa producción. Por esta razón, hoy en día hay empresas que bonifican hasta un ocho o diez por ciento a sus clientes por el pago inmediato.

Una aceitera líder, una importadora de café y otra que trae del exterior frutas y legumbres enlatadas llegaron a proponer descuentos de entre el dos y el 18 por ciento a sus clientes que pagaran en un plazo que fluctúa de los dos días hasta una semana.

Es que una mercadería almacenada en el depósito se aprecia constantemente, en cambio una mercadería vendida y no cobrada supone una pérdida financiera que ya no es recuperable. Tal es la deformación del mercado que impone la preponderancia de la usura.

Hace un año, en la era de la posdevaluación, todo era muy distinto. En ese tiempo la preocupación central de los empresarios tenía que ver con que los precios no quedaran rezagados frente a la carrera ascendente del dólar.

De todos modos, la crisis no se circunscribe a las pymes, ya que a esta altura grandes empresas textiles, como Wanama, Legacy, Akiabara, Stone, Tucci, Bendito Pie, Catalina, Zhoue y John Cook, se encuentran en concurso de acreedores. El propio exministro de Producción, Francisco Cabrera –un caso extraño que un financista se ocupe de la producción–, reconoció, antes de abandonar su cargo, que las compras de indumentaria de los argentinos en el exterior sumaban dos mil millones de dólares anuales. Ni una palabra, ni de Cabrera ni de su sucesor, Dante Sica, sobre una sola medida de promoción a la producción.

La utilización de la capacidad instalada de la industria cayó dramáticamente hasta el 56,6 por ciento en diciembre, lo que significa una caída del 7,4 por ciento con respecto a 2017 y la peor desde 2002, según los datos que entregó el propio Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC).

Adicionalmente, según un estudio realizado por la ONG Defendamos Buenos Aires, en la ciudad y el conurbano, dejaron de operar en enero 2.536 locales comerciales, que implicaron a su vez el cese de empleos de otros diez mil argentinxs.

En consecuencia, la crisis aún no llegó a su cénit.

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