El país se encuentra en un estado de tensión social casi insoportable. Tanto, que una chispa mínima podría incendiar la pradera, con consecuencias imprevisibles. En el acampe de las organizaciones sociales realizado el miércoles, la irresponsable represión que implementaron las autoridades estuvo a punto de desatar el caos.
El único que se avino a poner paños fríos y llamó a la calma fue el candidato a presidente del Frente de Todos, Alberto Fernández, que llamó “a los argentinos que no perdamos la calma. Todos sabemos la justicia de los reclamos, pero debemos intentar que no se complique más el escenario difícil que tenemos. Evitemos estar en las calles y generar situaciones que pueden llamar a la confrontación y a la violencia”.
Preocupado por las consecuencias de las acciones de los “halcones”, Fernández incluso contemporizó con su rival del 27 de octubre al señalar que “si el Presidente está dispuesto a corregir las partidas necesarias para que los alimentos lleguen a todos los argentinos, bienvenido sea”.
Del otro lado, el candidato a vicepresidente de Juntos por el Cambio Miguel Ángel Pichetto, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich y el secretario de Cultura, Pablo Avelluto no tuvieron la misma actitud y avivaron con sus declaraciones los fuegos de la discordia. Los tres afirmaron que es falso que exista hambre en la Argentina, con algún pico de provocación de Bullrich, que “avisó” que “si pasan hambre, tienen los comedores”.
Lo que yace en el trasfondo de la situación es que los incendios paralizan los procesos electorales y postergan las soluciones que este Gobierno ya no puede proporcionar, ante el vacío político que produjo su propia anomia política, que se suma al habitual “síndrome del pato rengo”, que sufren los gobernantes que transitan sus últimos momentos en el poder.
El vacío político se convierte, entonces, en la pesadilla del que llega y no tanto del que se va. Fernández sabe que si la respuesta al hambre generalizada -que existe realmente y no es sólo un recurso político- no se produce desde la política, el caos está próximo y así se dificulta llegar a diciembre. Macri, por el contrario, está en retirada y, si bien le preocupa el tema, es conciente de que no está en sus manos resolver el problema. No solucionará el hambre si no pudo hacerlo durante los tres años y medio anteriores, ni tampoco logrará el control social perdido mediante el uso de los bastones policiales. Esta coyuntura alienta la irresponsabilidad de los desesperados y pone frente a frente a Macri y a la izquierda en trance nihilista. Cada cual tirará en direcciones opuestas, poniendo en riesgo la estabilidad política y abriendo un proceso de imprevisibles consecuencias.
Lo que está en juego es el futuro y eso es peligroso, porque Fernández tiene la legitimidad que le dan los 11 millones de votos que consiguió el 11 de agosto, pero aún no llegó al poder. Lo único que puede afectarlo de ahora en más es una revuelta popular y el nivel de violencia que se produzca mientras ésta ocurre. Más aún, esta circunstancia puede impedir la continuidad del proceso democrático y, por consiguiente, su acceso al poder por la vía legítima del voto popular.
La única salida está en manos de los que llegarán en diciembre, por eso el peronismo desalentará las manifestaciones, las movilizaciones y aún las concentraciones masivas de sus partidarios, excepto las que organiza por su cuenta.
Macri observa y no hace demasiado. El reloj corre ahora en el campamento de enfrente. La premisa en éste es llegar con el menor daño social posible, porque lo más grave en el terreno social ya pasó. Ahora es el momento de comenzar con el proceso de reparación de la inmensa herida que deja esta crisis. Por eso, evitar la violencia es, en estos momentos, un acto revolucionario.