Las tremendas consecuencias de la pandemia del Covid-19, de la que se está cumpliendo un año desde su devastadora aparición, superan ampliamente los efectos de la enfermedad.
Una de las primeras conclusiones que resultaron a lo largo del recorrido del método de mitigación de las consecuencias del mal que desarrollaron los distintos gobiernos del mundo -que exigió en un principio el aislamiento y la restricción de la circulación-, fue que hubo adhesiones a desgano por parte de las poblaciones. A esto se debió sumar el accionar de algunos irresponsables partidos políticos opositores –como los casos de España y Argentina-, que lanzaron furiosas campañas de desprestigio contra el Aislamiento Social Preventivo Obligatorio e incluso difundieron que éste era “un atentado contra las libertades individuales”.
Aquel sueño de la sociedad solidaria conformada por hombres libres, que ejercerían el don de la empatía con sus semejantes quedó trunco, al menos por el momento. El rebaño no existe entre los humanos tal como en el reino animal. En éstos, la empatía y la solidaridad entre sus miembros es la única garantía de su existencia. Entre los humanos, en cambio, las alianzas son parciales y no totales. No existe una sociedad que se considere a sí misma como una totalidad. “Divide y reinarás”, fue la máxima que utilizó el general romano Julio César para dominar el territorio de la Galia, que estaba habitado por distintas tribus que se coaligaban para defenderse. Al ofrecerles a algunos grupos que se unieran a él, Julio César derrotó al rebelde jefe galo Vercingétorix y recién después logró dominar ese rico territorio. Lo mismo hicieron los grandes empresarios y sus delegados, los presidentes de los países “occidentales”.
El imperio de los derechos exige siempre un aspecto coactivo, punitivo: el que no cumple con las normas será sancionado de alguna manera, de manera efectiva o en el plano de la repulsa social. La moral, en cambio, implica que el individuo se impone a sí mismo la norma, sin necesidad de coacción. La moral se elige, el individuo se autoimpone la limitación.
Lo ideal sería que el Gobierno fijara unas normas que deberían ser suficientes para superar las consecuencias que trae la pandemia y que la población, ejerciendo responsablemente su libertad y protegiendo a sus miembros más vulnerables, debería cumplirlas tan estrictamente como fuera necesario. Pero esto no sucedió.
Por esta razón, la moral no funcionó y funcionó el Derecho, que establece obligaciones y castigos para quienes no respetan las leyes y los mandatos. Aún así, las restricciones que impusieron los gobiernos fueron cumplidas a medias y, en ocasiones, el Estado, más que los gobiernos, respondió de manera casi dictatoral. No hay más que ver el caso de Facundo Astudillo Castro.
De todos modos, las cuatro recomendaciones básicas que propuso la comunidad científica: el uso de las mascarillas en los lugares públicos y la permanente higiene manual; la ventilación de los ambientes; la distancia de al menos dos metros entre las personas y evitar, en lo posible, la asistencia a los espacios públicos, se cumplieron mayormente, con los incumplimientos que eran de esperar, en especial de parte de los más jóvenes.
Según la escritora nicaragüense Gioconda Belli, la reticencia de la población a cumplir con las normas, “tiene que ver con la educación. Freud decía que la educación es coerción y en los últimos tiempos la educación ha sido demasiado libre”.
La nicaragüense se quejó además de la habitabilidad de las redes sociales, en las que prima “la falta de respeto al otro”. Belli no fue optimista en su análisis: “Internet es una caja de Pandora. Espero que haya suficiente gente que sea guía, para enseñar e influir en los demás”.
En estas circunstancias, el filósofo español Daniel Innenarity manifestó que “el mundo estuvo durante un período en manos de unos pocos, que decían lo que se debía hacer y en el desconfinamiento pasó a estar en manos de todos la vida y la muerte”, con resultados poco halagüeños.
El vasco –nacido en Bilbao en 1959- expresó que “es clave cómo las autoridades meten miedo a la gente, lo suficiente, pero no excesivo”. Para aclarar su barbaridad, Innenarity agregó luego que “tenemos que hablar del dramatismo de la situación. La gente debe tener información emotiva, meter miedo a la vez que confianza en que hacemos lo oportuno. Hay que introducir empatía con los demás, emociones”, concluyó.
Paralelamente, el filósofo consideró que “la comunidad científica no ha transmitido un mensaje nítido, a lo cual se suma la intoxicación informativa con las fake news. La gente está desconcertada y otros están despistados”.
Lo ideal sería que el Gobierno fijara unas normas que deberían ser suficientes para superar las consecuencias que trae la pandemia y que la población, ejerciendo responsablemente su libertad y protegiendo a sus miembros más vulnerables, debería cumplirlas tan estrictamente como fuera necesario. Pero esto no sucedió.
La pandemia filosófica
Paradójicamente, la filosofía ha renacido con el alumbramiento del Covid-19. Un sencillo virus obligó a los filósofos a ponerse a pensar, más allá de algunos rumbosos manuales de filosofía. El peligro obligó a todos a cumplir con su función, que es la de analizar en profundidad los fenómenos que nos rodean. En este caso, principalmente fue la muerte, aunque aquí no se agota el tema.
El propio filósofo es un “epidemos” (‘epi’ sobre y ‘demos’ pueblo), un hombre que deambula por el seno del pueblo pensando y enseñando a pensar, algo que no suelen hacer las academias filosóficas, paradójicamente. Ya opinaba Giovanni Bocaccio en 1348, en su libro Decamerón, que “aquello que el curso natural de las cosas, con sus pequeños e infrecuentes daños, no enseñó a los sabios a soportar con paciencia, lo hizo la grandeza de los males aun con los simples, los desaprensivos y los despreocupados”. El escritor florentino escribió esta reflexión en los tiempos de la “peste negra” que asoló su ciudad por aquellos tiempos, sin imaginar que 672 años después alguien lo recordaría, precisamente por esta frase.
Si se habla de volver a las fuentes, Hipócrates, que es considerado el padre de la medicina, recomendaba a los médicos en su tratado ‘Epidemias’, “describir lo pasado, conocer lo presente y predecir lo futuro”, lo que podría perfectamente abarcar a la tarea del filósofo. El propio médico nacido en la isla de Cos aseguraba que “el médico filósofo es semejante a un dios”.
Finalmente –siempre terminamos en el sabio Leonardo Boff-, el filósofo brasileño advirtió el ocho de octubre último que “El Papa Francisco, en su alocución en la ONU el día 25 de septiembre del presente año de 2020, advirtió dos veces sobre la eventualidad de la desaparición de la vida humana como consecuencia de la irresponsabilidad en nuestro trato con la Madre Tierra y con la naturaleza superexplotadas. En su encíclica Laudato Sí: sobre el cuidado de la Casa Común (2015) constata: ‘Estas situaciones provocan el gemido de la hermana tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo. Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos’”.