La ciudad estalló en un cacerolazo

La ciudad estalló en un cacerolazo

La gente salió a la calle durante todo el día, harta de tanto desatino. Cuestionó aún a aquellos que se sienten triunfadores en esta coyuntura. No sólo el presidente fue el objeto de la furia vecinal. Los manifestantes seguían a la noche dando vueltas, como buscando adónde descargar la bronca. Pero la furia no se tradujo en una violencia que podría haber sido incontrolable si se hubiera desatado


Alrededor de las once de la noche, minutos después que de la Rúa terminara su discurso de cuatro minutos, en los que no dijo nada importante, una impresionante movilización ganó la calle, con cacerolas en lugar de los tradicionales bombos, golpeadas por gente que no estaba, en general, organizada.

De todos modos, en esta ocasión fue la clase media la que salió a protestar. Aquí no había gente en busca de alimentos, era gente furiosa, gente que se consideraba a sí misma como "los olvidados", o "los que no son tenidos en cuenta". Esta no era la gente desesperada que a la mañana saqueaba los supermercados, tratando de irse antes de que llegara la policía. Aún así, había algo los unía a todos: la desazón acerca del futuro, el hecho de no avizorar un tiempo mejor. Un hecho que obligará a los sociólogos a sacar sus propias conclusiones.

"Ahora se van a dar cuenta de quién es el pueblo, lástima que lo van a hacer como siempre, demasiado tarde", le decía un manifestante a un periodista. Antes de la movilización, la gente comenzó con un prolongado cacerolazo, que empezó en las ventanas de las casas, luego siguió por las veredas y fue extendiéndose por las calles, como animándose de a poco, hasta llegar a la Plaza de Mayo.

Hombres y mujeres con chicos, familias enteras y aún hombres que llevaban a sus mascotas, fueron llenando la mítica plaza que albergó grandes jornadas, como la del 17 de octubre. La gente -que ya empezaba a ser pueblo- llevaba sólo banderas argentinas, y en varias ocasiones obligaron a algunos militantes, especialmente de izquierda, a bajar sus estandartes partidarios.

A pesar del escaso número de policías que custodiaban la Casa Rosada, la propia multitud cuidaba del orden. Casi no hubo incidentes entonces. Sólo cánticos, bailes y el agitar de las banderas. La multitud rondaba allí las veinticinco mil personas.

Mientras los contigentes se dirigían hacia la Plaza de Mayo, en muchos barrios la gente cortaba las calles, quemaba sus barricadas y seguía caceroleando. Cerca de la medianoche, el odiado Domingo Felipe Cavallo presentó su renuncia, sin que esto provocara la retirada de la gente, que seguía en Plaza de Mayo, cantando, caceroleando o, simplemente estando allí.

A la una de la mañana comenzó la represión. Gases, palazos y la gente que corría. Sólo unos pocos pibes jóvenes quedaron resistiendo, en una jornada que la Argentina de los próximos años seguramente no olvidará. La Plaza de Mayo se fue vaciando, pero quedó flotando la sensación de que todavía nada terminó de decirse. Al cierre de esta nota, el primer ministro le había pedido la renuncia a todo el gabinete. La gente igual seguía concentrada frente al domicilio del "malquerido" Domingo Felipe Cavallo, aún sabiendo que ya había renunciado.

A las tres y media de la mañana, la policía seguía descargando sus escopetas y sus lanzagases contra la gente que intentaba concentrarse frente al Congreso. Esto ocurría aún cuando el número de manifestantes era escaso. La tensa vigilia continuaba, en tanto, generando la convicción de que no todo terminó.

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