«El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro aparecen los monstruos.»
Antonio Gramsci
Y un día, de la nada, alguien dice«Basta». Dice «Basta» la gente de a pie al comprender que lo que tiene le hace daño y lo que queda por delante consiste en empeorar. Dice «Basta» el empresario cuando advierte que su empresa atraviesa un problema y debe cambiar su estrategia para subsistir. También dice «Basta» una mujer al ponerle nombre al maltrato de su pareja y sabe que de ahora en más será peor si se detiene. El grito de «Basta» suele ser una sentencia inapelable de un proceso silencioso que va por dentro. «Basta» es una palabra sanadora que permite terminar para comenzar lejos del mundo en el que se ha sufrido. Y a pesar de ser una decisión personal, el grito de «Basta» puede multiplicarse hasta convertirse en una explosión colectiva. Decir «Basta» lleva a la acción. «Basta» es ruptura, es divorcio.
¿Cómo aceptar que esta vez nos dicen «Basta» a nosotros? Resulta difícil de tragar que nos abandonen así como así. ¿Que soy egoísta? ¿Que sólo valoro mis asuntos y me desentiendo del resto? ¿Qué hice de malo?
Algo así se pregunta la política. No concibe ser vista y señalada como la parte horrible de la historia. La población cuenta con sobradas muestras para asegurar que la arista «tóxica» la conformamos nosotros, los políticos, empeñados en destruir el pacto elector/elegido bajo el prisma de la conveniencia corporativa y personal.
Hay que reconocer algo: hicimos casi todo mal. ¿En qué me baso? En comprender que el interés particular superó con creces el colectivo. Desatamos —cada quien con la responsabilidad que le cabe— una inflación que pone en peligro la mínima subsistencia de gran parte de la población. Dispusimos de las instituciones como si fueran parte de nuestro patrimonio. Apañamos dirigentes cuyo egocentrismo dominaron —aún dominan— sus actos. Con bemoles, impulsamos o apoyamos, con mayor o menor entusiasmo, un encierro injustificado de casi dos años, más allá del aprovechamiento del gobierno de entonces para impulsar turbios negocios con laboratorios amigos. Partidos, asociaciones y ONG vinculadas a facciones políticas y empresarios prebendarios, entre otros sectores, lucraron —lucran— con el hambre, con la pobreza, con la miseria…
Todavía escucho dirigentes inadvertidos que no comprenden por qué la gente nos odia y se pregunta el porqué. El microclima llega a sostener que esa mirada crítica hacia nosotros está formateada por un plan maquiavélico que busca horadar los pilares de la democracia, como si estas horribles formas de hacer política —de las que fuimos parte— formaran pilares para defender a la sociedad y al sistema democrático.
¿Con qué elementos responde la política partidaria para enfrentar esta realidad y transformarla? Con fórmulas del siglo XIX. Gente analógica que entiende que al desprecio electoral se le responde con mística militante —como si eso existiera—, o inaugurando locales partidarios, o formulando alianzas parlamentarias inexplicables, vomitivas y minoritariamente convenientes, o cerrándose en posiciones ochentistas para explicar la realidad. Torpes movimientos intestinos que acaban por demostrar que la población, al menos en esta ocasión, no se equivoca. Alguien gritó que el rey estaba desnudo y la política, hoy, orgullosamente, se pasea en pelotas por los estudios de televisión.
Parece imposible que la política busque atravesar el bravo océano de la realidad Argentina con los mapas que utilizó Magallanes a principios del 1500. Se hunden las naves al golpear contra superficies rocosas porque sus papeles dicen que en ese cruce de coordenadas hay mar. Y no lo hay. El agua está en otro sitio. Lejos nuestro. Llenamos nuestra bañera con discursos antiguos, aburridos, largos, torpes, pobres… La mediocridad ha completado la estantería de los partidos. Se llenó de hombres y mujeres lejanos a la ciencia política y cercanos al estudio de las especies. Dejamos de generar emociones porque se nota el verdadero e interesado eje que nos moviliza. Y mientras la política tradicional no advierta que deambula por un microcosmos especial, analizando «verdades reveladas» con parámetros de años anteriores cuando la población no es la misma del año pasado, nada nuevo saldrá, apenas lamentos, confusión y miedo.
Nos descubrieron. La gente sabe ahora de qué va el sistema. No supimos mejorar una sola variable. Lo empeoramos casi todo. Tal vez exista un puñado de cosas «buenas» de las cuales nos aferramos para no caer tan bajo. Quizá mejoramos algo al otorgar derechos gratuitos a minorías activas. ¿A qué llamo «derechos gratuitos»? A un cambio de nombre en el DNI, a escribir los textos del Estado con la vocal «e», a votar en la misma mesa sin distinción de sexo, al matrimonio igualitario… Festejamos la consecución de esos derechos porque no hemos logrado nada más importante. La economía, eje fundamental de cualquier gestión, fue de mal en peor; la inseguridad brilla en su esplendor, sobre todo en la tierra de nadie del conurbano; la educación, para atrás; la salud, ni hablemos; las rutas, un desastre…
A menudo siento que nos autopercibimos diferentes de lo que realmente somos. Muchos dirigentes no pueden creer que la gente no elija nuestra aguda racionalidad y vote, en cambio, a un «loco» que grita, insulta y maltrata a propios y ajenos. No alcanzan a comprender por qué no reciben el afecto electoral cuando somos gente seria, profesional, culta y por la nación hicimos… Hicimos… ¿Acaso no nos dedicamos a inaugurar locales partidarios, donde militantes de bien dan de comer a niños pobres para luego publicarlo en redes sociales como un logro épico?¿Acaso no pusimos mesas en todas las esquinas ante cada elección?¿Acaso no entregamos volantes con las propuestas elaboradas por nuestros «cráneos»…?
Terminó por caer el velo que ocultaba la triste y mediocre realidad en la que vivimos. Bastó que alguien interpretara el «sentir de los tiempos» para desbaratar una fachada que a su vez enmascaraba la negativa secuencia histórica de la que fuimos parte. La política —sin comprenderlo— se ha transformado, aunque no entendamos en qué consiste la alquimia. Y al no comprender la realidad, es lógico que no conectemos con el otro. Porque la verdad es que no conectamos ni con nuestros propios adherentes, que terminaron votandoen otra dirección. ¿Y por qué? Porque somos difusos, confusos, insustanciales, tibios cuando debemos ser calientes; y calientes cuando debemos ser mesurados, reflexivos, empujados por intereses poco partidarios, aprovechadores avergonzados de una verdad que se nos volvió en contra.
Intentar convencer sin estar convencido genera falta de respeto. Decir lo que se cree que el otro quiere escuchar, a la corta o a la larga, no funciona. Se nota. La falsedad aflora. Y el electorado, advertido, mira ofertas más acordes a su necesidad o a su bronca. Milei parece representar eso: la encarnación de una espontaneidad que nos incomoda. No sabemos cómo responderle. Nos perdemos explicando que los fracasos, en realidad, fueron éxitos. Su palabra, al menos hasta ahora, es escuchada y atendida. Transforma, rompe, desarma… Es el insulto en nuestra cara. Es la afrentaa la que desearía someternos la gente si nos tuviera a mano, si nos reconociera por la calle. Es la furia que le habla a una sociedad furiosa. ¿Furiosa contra quién? Contra nosotros. ¿Contra quién va a ser?
La grieta sigue siendo la misma, sólo han cambiado los actores que ocupan las orillas. Ya no están los kirchneristas allá y los no kirchneristas acá. Ahora, de un lado estamos nosotros —la vieja política partidaria—,mientras que del otro quedó la gente defraudada que un día gritó«¡Basta!».