Las comparaciones siempre son odiosas y los paralelismos suelen resultar forzados, sin embargo no es posible soslayar que el triunfo el exmilitar brasileño Jair Bolsonaro en la primera vuelta electoral del domingo
pasado, donde sumó casi la mitad de los votos válidos emitidos, ha vuelto un poco más oscuro, denso y claustrofóbico el escenario político argentino de cara a 2019.
La incertidumbre, esa rendija abierta a lo inesperado, no es solamente una circunstancia en una campaña presidencial; es una característica clave que puede tener influencia directa en el score final. Repercute en las expectativas, redefine estrategias, se vuelve parte de las reglas de juego. Algo cambió con la victoria contundente que obtuvo el candidato fascista.
Esos cuarenta y nueve millones de votos hicieron un dique en la historia: modificaron su curso, redibujaron el paisaje. Incluso en el improbable caso de que resulte derrotado en un balotaje, Bolsonaro se constituyó en un referente político ineludible de un sector que no tiene voz en América latina desde la restitución democrática de la década de 1980. El mapa político local no escapará a esa onda expansiva, aunque aún está por verse la forma en que quedará afectado.
Algo resulta obvio: la Argentina no es Brasil, y Mauricio Macri no es, como apuraron algunos analistas con más entusiasmo que prudencia, Bolsonaro. Aún en el estado de agotamiento y neurosis actual, el sistema político de este lado de la frontera mantiene un nivel de organicidad que en Brasil nunca existió. En el último lustro, ellos vieron pasar una recesión brutal, investigaciones de corrupción que arrasaron con todo el arco político y empresarial, un golpe de Estado parlamentario, una reforma económica decimonónica y la cárcel con proscripción del líder popular más importante de su historia.
Todo, en un marco de violencia ciudadana desconocido de este lado de la frontera: cada año, alrededor de sesenta mil personas mueren en hechos de violencia intencionales, elevando la tasa de homicidios a más de treinta cada cien mil habitantes. Seis veces más que acá. Un país que hace una década golpeaba las puertas del Consejo de Seguridad de la ONU y hoy está al borde de calificar como Estado fallido. Ese es el escenario en el que ganó la extrema derecha. No podemos hacernos los sorprendidos. Uno de los datos más contundentes que surge del escrutinio, pasado por alto en muchos de los análisis, es el rotundo fracaso de los candidatos más cercanos al establishment. El exgobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, la gran apuesta del círculo vermelho, no llegó al cinco por ciento de los votos. Otras ofertas amigables, como Henrique Meirelles, expresidente del Banco Central, y Marina Silva, exministra de Medio Ambiente, apenas rondaron el uno por ciento.
En otras palabras: hoy, el principal garante de que no se cuele un outsider en la contienda electoral argentina es Cambiemos. Mientras la coalición oficialista mantenga integridad y conserve el apoyo de un tercio del electorado, las chances de que surja una figura disruptiva como Bolsonaro son muy bajas. El problema es que, a la luz de las novedades de los últimos días, ni una cosa ni la otra están garantizadas de acá a octubre del año que viene. Las tensiones internas en la coalición oficialista y los efectos de la crisis económica conspiran contra la estabilidad. Macri no es Bolsonaro, eso está claro. La pregunta es si no corre riesgo de convertirse en un Temer.
Con la partida económica perdida, incluso según las proyecciones más optimistas del equipo de Gobierno, todas las cartas del Presidente para la campaña electoral pasan por Comodoro Py. Si quiere llegar con chances a las elecciones, necesita que se cumplan dos condiciones.
La primera es que las causas de corrupción en curso le causen un daño real a la oposición. En la mira ya no caben solo dirigentes kirchneristas; a la aparición del bloque de candidatos del peronismo alternativo le siguió una imputación a Diego Bossio, alfil de ese armado en la Cámara baja. Lo acusan de haber facilitado con su firma la designación de hijos de Luis D’Elía en cargos de la Anses. El mensaje entre líneas es bastante claro. Si hasta ahora la estrategia era usar los tribunales para meter cuña en el peronismo y mantenerlo dividido, el mensaje parece virar nuevamente hacia el más duranbarbeano “nosotros o ellos”. Macri se siente muy cómodo en ese registro. Esta semana ensayó un giro discursivo en ese sentido cuando inauguró el Metrobús del Oeste con el tono eufórico de un candidato, muy lejos de los oscuros augurios meteorológicos que había protagonizado en los últimos meses.
La segunda condición es que esas mismas investigaciones por corrupción no terminen arrastrándolo a él. La causa que lleva adelante Claudio Bonadio a partir de las fotocopias de los cuadernos del chofer espía ya se salió de las manos del Poder Ejecutivo, si es que alguna vez estuvo bajo control de la Casa Rosada. El magistrado tiene buen vínculo con operadores del Presidente, pero no responde a sus órdenes: si fuera así, Paolo Rocca, el empresario más poderoso del país, no hubiera tenido que ir a declarar a Tribunales.
El mismo expediente pone la lupa sobre la actividad de Iecsa, empresa que estaba a nombre de Franco y Mauricio Macri durante los primeros cuatro años del período de doce que están bajo el escrutinio judicial. Tanto el Presidente como su padre están a merced de su señoría, que podría indagarlos de un día para otro si así lo considerase. Por ahora no va a pasar, es la promesa que escuchan sus emisarios en el cuarto piso de Comodoro Py. Lo mismo le habían prometido al dueño de Techint, que el viernes pasado se fue del despacho de Bonadio sin saber si su nombre estará o no en la próxima lista de procesados que disponga el juez federal.
Más inmediata es la amenaza que pesa sobre el primo del Presidente, Ángelo Calcaterra, que “heredó” la empresa de Mauricio y Franco cuando el primogénito inició su carrera como jefe de Gobierno porteño, de forma tal de no perjudicar los profusos negocios entre la empresa constructora y la Ciudad. Arrepentido sin culpa, Calcaterra fue el primer imputado colaborador. Aunque en el escrito presentado por Bonadio no aparece ningún aporte suyo a la investigación, el primo del Presidente quedó en libertad a la espera del juicio, según los términos de un acuerdo orquestado entre la Quinta de Olivos y el fiscal Carlos Stornelli pocas horas después de que estallara el escándalo.
En la Casa Rosada dudan de que Bonadio vaya a cumplir ese pacto de caballeros. Creen que el juez puede terminar influyendo en el proceso electoral del año que viene para beneficiar al armado que está construyendo el senador Miguel Pichetto. Ese temor es el que llevó al ministro de Justicia, Germán Garavano, a cuestionar en público la doctrina sobre prisiones preventivas que hasta hace poco el mismo Gobierno promovía. También explica los movimientos en la Corte Suprema de Justicia para desplazar a Ricardo Lorenzetti, aliado de Pichetto y Bonadio, para poner en su lugar al ministro más “Gobierno friendly”.
Otra noticia pasó inadvertida estos días: para el fiscal Franco Picardi, que investiga los negocios alrededor del soterramiento del tren Sarmiento, Calcaterra sigue siendo dueño de Iecsa, aunque el año pasado había anunciado su venta a Marcelo Mindlin. Según Picardi, una maniobra con empresas offshore en Delaware simuló un pase de manos cuando en realidad el primo del Presidente sigue teniendo control accionario sobre la empresa, que ahora se llama Sacde. El juez Marcelo Martínez de Giorgi debe evaluar la evidencia recolectada por el fiscal, que pidió un embargo de mil millones de pesos sobre el empresario.
La causa sobre el pago de coimas para la adjudicación del soterramiento tiene otro nombre, el de uno de los socios de Iecsa en ese emprendimiento: la constructora brasileña Odebrecht. Las esquirlas del escándalo desatado por la delación premiada del dueño de esa multinacional ya hizo caer a un presidente, el peruano Pedro Pablo Kuczynski. A diferencia de las confesiones de los empresarios argentinos, Marcelo Odebrecht brindó información concreta sobre la ruta del dinero: números de cuentas, montos de transferencias, nombres y apellidos de los intermediarios y de los beneficiados. Quizá por eso el escándalo de corrupción con epicentro en Brasil tuvo un efecto arrasador y el espectáculo que monta Bonadio entre Recoleta y Río Gallegos no logra modificar el escenario local.
Si las causas de corrupción que hoy se cuecen en Comodoro Py empiezan a impactar de lleno en el Gobierno, la historia para el año que viene podría ser muy distinta. La combinación de crisis económica y social con el descrédito moral del oficialismo abriría la puerta para la aparición de un nuevo jugador en la cancha. Pichetto y su alt-peronismo creen que ese lugar puede ser para sí, pero todos los dirigentes de ese espacio se mimetizan demasiado bien con el sistema como para ser la válvula de escape de una demanda de esa naturaleza.
El salteño Alfredo Olmedo viajó a Brasil la noche de las elecciones para mostrarse, desde allí, como un espejo de Bolsonaro. Cuenta, como aquel, con el apoyo de la estructura evangelista, mucho menos influyente, todavía, en estas tierras. A esta altura del partido resulta arriesgado hacer pronósticos, pero su perfil parece demasiado extremo para el electorado argentino.
Desde la UCR, algunos sueñan con probarse ese traje también. Gerardo Morales, que puede exhibir cucardas para agradar a un electorado radicalizado y descontento, comenzó a despegarse de Macri esta semana, con críticas a la suba de tarifas y la propuesta de elevar las retenciones al agro. Al jujeño le juegan en contra varias denuncias de corrupción y… bueno… ser radical también.
Sin embargo, hay una figura que tiene el perfil ideal para ocupar ese lugar, si el caldo de cultivo lo permitiera. Hoy aliada de la coalición oficial, ya dio los primeros pasos para estar lista para el momento en el que decida tomar la iniciativa. La diputada Elisa Carrió goza del mismo halo de incorruptibilidad que lo hizo popular a Bolsonaro; al igual que el brasileño combina un fortísimo discurso antisistema con una larga carrera política, que le granjeó contactos con sectores del establishment que antes le desconfiaban y hoy le abren la puerta; como el exmilitar, tiene una larga lista de exabruptos públicos pero ninguno hizo mella en su popularidad. Hasta ahora, Lilita no habló de sus aspiraciones personales. Hacerlo le daría un golpe de gracia al maltrecho gobierno de Cambiemos. Pero no es posible subestimar su voluntad; fue candidata o precandidata a presidenta en todos los comicios de este siglo, incluso cuando sabía que no tenía en la mano cartas ganadoras. Nada dijo o hizo para indicar que esta vez su decisión será otra.
La hipótesis, acaso, suena aventurada. Incluso improbable. Pero a la luz de los hechos de los últimos días, de ninguna manera pareciera descabellada.