“Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que las cosas que hay para contar son tantas y tan urgentes que no hay que pararse tanto en ver cómo uno las cuenta”, escribió el periodista Rodolfo Walsh en diciembre de 1970. Y para poner en práctica ese dicho hay que evitar la explicación oficial sobre lo sucedido y dedicarse a hurgar en profundidad en el rompecabezas que compone la noticia y descubrir las verdaderas causas. Cuando se trata de hechos que involucran a las fuerzas de seguridad, la primera mirada suele ser engañosa.
Por eso, hay que prestarles atención a todos los detalles y poner en el centro de la escena la repetición de un procedimiento que por su probada eficacia, la Policía Federal (PFA) utiliza como método cada vez que existe en su seno una disputa de poder. Por tal motivo, cada vez que un sector importante de comisarios de peso enfrenta al jefe de la institución, por lo general, argumenta dos o tres motivos básicos que lo coloca en la vereda de enfrente de la autoridad máxima, a la que se la acusa de aliarse al poder político en detrimento de los intereses de la fuerza y, por ende, se la tilda de blando, con lo cual carece de autoridad frente a sus subordinados. Por consiguiente, no escucha los reclamos de la tropa, no los defiende y solo se preocupa por sus propios negocios, premiando a sus laderos, no por los méritos en la función sino por la obsecuencia.
Una vez que el cuadro de situación está planteado, los opositores ponen en marcha un procedimiento que desemboca en un suceso de inseguridad pública cuya magnitud e impacto en la sociedad termina afectando a los funcionarios políticos a cargo de la seguridad, que ante el reclamo de la ciudadanía, siempre optan por cambiar al jefe de la Policía. Generalmente, el líder de la fuerza dimite antes, al comprobar en los hechos el mensaje que le envían sus pares, dejándole en claro que la institución ya no le responde y, además, actúa en su contra. Lo peculiar de la movida radica en que el mensaje solo lo entienden los que conocen el submundo policial, y para el observador común y corriente no existe ligazón entre los complotados y lo que pasó. Pero lo mejor son los ejemplos concretos. La represión del 19 y 20 de diciembre de 2001; los incidentes de la Legislatura del 16 de julio de 2004; las muertes del Parque Indoamericano en diciembre de 2010 y los incidentes y saqueos del miércoles de la semana última en el Obelisco. Cada uno de estos cuatro sucesos provocó la caída del jefe de la Federal de ese entonces y su reemplazo por un nuevo líder con un perfil totalmente contrario al anterior.
El 19 y 20 de diciembre de 2001, la indiscriminada represión callejera de los azules, en pleno centro porteño, dejó más de 30 muertos y varios heridos. No solo cayó el gobierno de Fernando de la Rúa, sino que también perdió su puesto el jefe de la PFA, el comisario general Rubén Santos, quien había llegado al cargo de la mano del radical, aunque siempre fue muy resistido por sus pares, quienes lo consideraban un blando sin autoridad para el cargo. Ante la gravedad de los hechos, el gobierno de Eduardo Duhalde tomó nota del descontento policial y nombró como jefe al duro y respetado por la mayoría, comisario general Roberto Giacomino, ex jefe de custodia de Carlos Ruckauf.
“En estos casos el accionar policial es indiscriminado y violento y a eso se agregan las cámaras de TV, que transmiten todo en vivo y en directo. Ese no es un dato menor, ya que los polis saben que los están filmando y no retroceden. En realidad, lo hacen adrede, ya que no son tontos y, cuando quieren, saben ocultar muy bien sus trapisondas. En estos casos buscan el impacto en la gente. Y el mecanismo que utilizaron en 2001 para echar a Santos se viene repitiendo hasta la actualidad”, le explicó a NU un excomisario mayor de la fuerza.
El 16 de julio de 2004 una manifestación en la Legislatura porteña para oponerse a la reforma del Código Contravencional terminó en una verdadera batalla campal, en la que un grupo de manifestantes intentó tumbar por la fuerza una puerta del Palacio Legislativo para invadirlo. La gresca que enfrentó a los revoltosos y los uniformados produjo numerosas detenciones y heridos y considerables destrozos en la vía pública. Obviamente, las cámaras de televisión estaban en el lugar. Y como era de esperar, los sucesos desembocaron en la renuncia del primer jefe policial del kirchnerismo, el abogado Rubén Prados, quien llegó al cargo el 8 de octubre de 2003 gracias al respaldo del por entonces ministro de Justicia, Gustavo Beliz, quien trató de darle un perfil más profesional a la institución, reemplazando al duro Giacomino por el administrativo Prados, quien tampoco contó con el aval de la mayor parte de la fuerza, algo que Beliz trató de emparejar poniendo como segundo al comisario general Néstor Valleca, del sector de los duros.
Pero el cóctel no resultó y a menos de un año de su asunción, Prados sucumbió. Valleca ocupó el primer lugar, y con su llegada a la cima, la Federal volvió a depender del Ministerio del Interior, a cargo de Aníbal Fernández, un político aceptado por los azules que pronto estrecharía una fluida relación con Valleca. A pesar de las denuncias en su contra por parte de la Correpi y de las Madres de Plaza de Mayo de reprimir una marcha de Hijos, los K lo respaldaron. El pacto que Néstor Kirchner selló con los duros de la PFA tuvo dos ejes claves: los funcionarios políticos le daban el poder al sector de los duros y se hacían los distraídos con los negocios de recaudación ilegal de los polis a cambio de que la Federal mantuviera la seguridad mínimamente controlada, lejos de las tapas de los diarios, evitando la represión indiscriminada. Gracias a ese acuerdo, el mandato de Valleca se extendió en el tiempo. Pero el poder lo nubló, y el jefe policial se aferró a su cargo, desatando las críticas de sus subordinados de dejarlos de lado para priorizar sus acuerdos con los políticos.
Así, un sector interno comenzó a operar en su contra. La salida a la luz, en 2010, de los negocios de los azules con los prostíbulos cercanos al Departamento Central de Policía de la avenida Belgrano fue el primer aviso que le pasaron los complotados. En octubre se produjo la muerte de Mariano Ferreyra a manos de la patota de la Unión Ferroviaria y gracias a la zona liberada que montó la Federal. Los K sintieron el impacto ya que había muerto una persona en una protesta social. Valleca tenía los días contados, y el golpe definitivo lo marcaron las muertes de tres personas por la represión policial en la toma del Parque Indoamericano, en diciembre de ese año. Otra vez las imágenes televisivas fueron claves.
Los cuatro muertos en un lapso de dos meses llevaron a la Presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, a romper el pacto que el kirchnerismo había establecido con los azules, creando el Ministerio de Seguridad y poniendo al frente a Nilda Garré. El mensaje era contundente: ahora la Federal debía reportarse a una mujer que tenía un pasado político que los uniformados consideraban de izquierda. No podía ser peor. La primera medida de la Ministra fue echar a Valleca, a su segundo y a los 13 superintendentes de la institución, por considerarlos cercanos al exjefe. En su lugar fue nombrado el comisario general Enrique Capdevila, quien contaba con el respaldo de un viejo compañero de secundario, el secretario Legal y Técnico de la Presidencia, Carlos Zannini. Pero la relación entre Capdevila y Garré nunca funcionó del todo y solo fueron aliados por conveniencia mutua.
Los problemas surgieron de entrada: el 11 de enero, Capdevila amagó con renunciar ante el constante bochazo de la funcionaria a los candidatos del jefe para las superintendencias. La actitud del comisario provocó que Garré cediera y a los pocos días oficializó el nombre de los nuevos superintendentes, entre los que se encontraban el de Comunicaciones Federales, Román Di Santo, y el de Personal, Héctor Tébez, quienes esta semana se convirtieron en el uno y el dos de la fuerza.
La preponderancia que Garré le dio a la Gendarmería y la Prefectura en contra de la Federal, llegando a reemplazarlos en las comisarías del sur de la Ciudad, a lo que se sumaron las denuncias penales por cohecho y enriquecimiento ilícito contras excomisarios, terminaron provocando el enojo mayoritario de la tropa, que encima vio que su jefe se hacía el distraído avalando silenciosamente y sin chistar los dictados de la ministra. Su autoridad se diluyó al extremo de solo ser sostenido por su padrino político.
Y así llegó al miércoles 12 de diciembre. Una convocatoria por las redes sociales para festejar el Día del Hincha de Boca en el Obelisco terminó con saqueos indiscriminados, robos, incidentes, ataques a periodistas, pedradas contra el personal del SAME, 35 detenidos y 11 policías heridos. Y como si los disturbios fueran contagiosos, casi a la misma hora que ardía el Obelisco, un grupo de manifestantes atacaba a pedradas la sede de la Casa de Tucumán en Suipacha al 100 por el fallo del caso Marita Verón. Los incidentes crecieron cuando se produjo el enfrentamiento con la policía y el saldo fue de varios heridos y un grupo de detenidos. La falta de un operativo acorde a la multitud que se reuniría en el Obelisco fue llamativa, ya que desde hacía al menos una semana los hinchas venían preparando el festejo. Sin embargo, el accionar del grupo de alrededor de 400 manifestantes que protagonizó los hechos vandálicos, llamó la atención de algunos. “Hubo falta de previsión, pero es imposible pensar que 400 personas se van a dedicar a saquear en masa. Lo normal, en el caso de las concentraciones multitudinarias es que exista un grupo de 20 o 30 punguistas. Y este grupo de violentos está perfectamente separado del resto tal como lo muestran las cámaras de seguridad que la Policía Metropolitana (PM) tiene en la zona”, declaró el ministro de Justicia y Seguridad porteño, Guillermo Montenegro.
A este dato hay que agregarle que un sector de los hinchas vino perfectamente organizado y en micros distintos al resto, como si se tratara de un grupo aparte. Al ver las imágenes, Capdevila se dio cuenta de que sus subalternos nunca montaron un operativo de seguridad previo, dejando la zona liberada para los saqueos y dando la posibilidad de que cualquier infiltrado actuara a sus anchas. La policía llegó con los hechos consumados. A eso se agregó una fuerte discusión que el comisario mantuvo con el secretario de Seguridad, Sergio Berni, que lo responsabilizó por lo sucedido. “Ustedes hicieron todo lo posible para ponerse a la fuerza en contra y ahora pretenden que se juegue”, le retrucó Capdevila a su superior político. El nombramiento de Di Santo y Tébez, dos hombres que vienen de áreas de poco peso operativo, fue el manotazo de ahogado que Garré utilizó para el grupo de los duros que lideran el superintendente de Investigaciones Federales, José Horacio Novoa; el de Interior y Delitos Federales, Carlos Coto, y el de Drogas Peligrosas, Ricardo Ortega.
A pesar de que los cambios se siguen sucediendo, los resultados tardan en aparecer. Y los funcionarios políticos a cargo de la seguridad están lejos de encontrar la solución.