Imposible saber cuántos contagiados y muertos por coronavirus habría hoy en la Argentina si se hubiesen seguido planes menos restrictivos que los que se implementaron. En la región hay algunas pistas, sobre todo en Brasil, y la primera conclusión jugaría a favor de la cuarentena obligatoria.
Pero, luego de casi 100 días de aislamiento y cuando hasta ahora todas las prórrogas trajeron ciertas flexibilizaciones –aun en áreas complicadas–, el presidente Alberto Fernández, más el gobernador Axel Kicillof y el jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta se aprestan a confirmar una marcha atrás con las aperturas. Acaso, el retroceso más fuerte desde que se decretó la cuarentena. Y esto dispara una serie de temores, que demoraron los anuncios y ampliaron las especulaciones.
Los funcionarios tienen básicamente dos temores: pagar un alto costo político por una medida antipática y que la gente termine incumpliendo las nuevas restricciones. Cada uno de estos miedos encierra una historia en sí misma.
El costo político
En los dos primeros meses de confinamiento, la preocupación de la gente por los posibles contagios, con noticias terribles que llegaban del exterior, produjo una simbiosis casi total: la sociedad, en su mayoría, apoyaba las fuertes restricciones que anunciaba Alberto Fernández, con los gobernadores acatando casi en un segundo plano. Este acompañamiento de la opinión pública, como se ha dicho en contadas ocasiones, le dio al Presidente un salto inédito en su imagen. Y en paralelo fueron creciendo también las valoraciones de dirigentes como Kicillof y Larreta. Incluso cuando el impacto económico empezaba a sentirse –se venía de un par de años de recesión y el parate desde fines de marzo fue aún más violento–, la gente acompañó masivamente la cuarentena y se produjo un espejismo de unidad nacional, con la grieta apagada.
Las cifras sanitarias fueron acompañando ese clima de conformismo, con la certeza de que se estaba por el buen camino: un encierro necesario para fortalecer el sistema de salud y quedar mejor preparados para enfrentar el peor momento.
Pero ese clímax duró sólo algunas semanas y ahora los funcionarios deben encarar a la sociedad para darle una mala noticia, en un contexto distinto. Ya hay un notorio desgaste por las restricciones, con demandas que exceden lo económico y también combinan lo social y lo psicólógico. Después de tres meses de esfuerzo, la gente reclama más apertura que cierre. Por eso el Presidente, en particular, que había sido el gran beneficiado en términos políticos con la cuarentena, teme que ese capital se le termine volviendo en contra. En un par de encuestas, a modo crítico, muchas personas respondieron que el mandatario “se enamoró” de la cuarentena y ahora no sabe cómo salir.
Ahora los funcionarios deben encarar a la sociedad para darle una mala noticia, en un contexto distinto. Ya hay un notorio desgaste por las restricciones, con demandas que exceden lo económico y también combinan lo social y lo psicólógico. Después de tres meses de esfuerzo, la gente reclama más apertura que cierre.
El alerta sobre un posible colapso del sistema de salud si la curva de casos no se achata también dispara la pregunta: ¿no nos habíamos encerrado justamente para eso? Aquí tampoco hay certezas, pero muy probablemente el sistema ya habría colapsado sin cuarentena. Décadas de deterioro no se revierten en un semestre.
Esta idea de que el nuevo encierro implicará un costo político agudizó tensiones. La Provincia, que había apuntado en público contra la Ciudad, cuando los contagios eran mayores allí, ahora busca abrazarse a la Capital y hablar del AMBA como distrito único, ante la fuerte suba de contagios en el Conurbano. En el Gobierno porteño, por supuesto, el sentimiento es el contrario. Quieren que Kicillof pague por lo suyo e insisten en que, si bien no hay nada para celebrar, las cifras son un poco mejores en la Ciudad.
El temor a una rebeldía ciudadana
El segundo miedo, más profundo, y que cruza a las tres administraciones, es que la sociedad no cumpla con las nuevas restricciones. Como en cualquier orden de la vida, no hay peor norma que la que no se acata. Si esto pasa, ¿el Gobierno está dispuesto a sacar más fuerzas de seguridad para garantizar el confinamiento? ¿O se conformaría con un “descontrol controlado” del incumplimiento? Por la magnitud de la pandemia, no puede haber un plan exitoso sin un acompañamiento masivo de la población.
En este sentido, la reaparición de la grieta juega en contra. La caída en el apoyo al Presidente fue sobre todo de votantes macristas, muchos de ellos de centros urbanos, que vieron con bueno ojos la postura inicial de Fernández en el centro de la escena y con Cristina corrida.
La expropiación de Vicentin, el avance contra la Justicia y el enojo del mandatario con los runners, por citar un caso, no ayudan cuando se requiere un nuevo acompañamiento de la sociedad al encierro.
Ese malhumor social, está claro, no es sólo por un tema de polarización política. Parte de las aperturas que fueron anunciando los funcionarios en estos meses acompañaron flexibilizaciones de hecho que habían impuesto los comerciantes, por ejemplo, por una cuestión de supervivencia. Son esos mismos negocios, que apenas asomaron la cabeza para estar menos peor, los que ahora volverían a ser cerrados. ¿Cuánto margen hay?
Por este escenario sensible, más que nunca, el Presidente deberá hacer equilibrio en un carril muy fino. Y procurar que Kicillof y Larreta lo acompañen en la pérdida.