Nunca fue fácil descifrar al peronismo. Que lo digan si no los europeos, muchos argentinos y casi todos los cientistas políticos, que intentan ubicar al movimiento más grande de Latinoamérica en una categoría cercana a sus manuales, por lo que lo sitúan a la derecha, a la izquierda, en el socialcristianismo, en la socialdemocracia o hasta en las cercanías del fascismo o del comunismo. Ese galimatías para no iniciados también se ha cobrado muchas víctimas entre los periodistas nacionales, que a menudo tanto lo malconocen que hasta reinterpretan sus políticas para llegar a conclusiones tan alocadas que parecieran ser el fruto de mágicos conjuros antes que del análisis científico.
El fin del principio o el principio del fin
Cada vez que el peronismo debió abandonar el gobierno –dirigentes peronistas fueron elegidos como presidentes en ocho ocasiones, prescindiendo de quienes debieron terminar mandatos por circunstancias excepcionales– entró en crisis.
Juan Domingo Perón, que en 1952 fue reelegido por primera vez, llegó a la crisis que terminó con la Revolución Libertadora (nadie sabe de qué) en 1955, sin posibilidades de evitar su derrocamiento.
En 1973, el ya anciano líder volvió al país para ser presidente por tercera vez –más allá de sus intenciones, que no incluían habitar en la Casa Rosada–, procedente de un exilio de 18 años. Antes de un año de esta segunda reelección, Perón falleció y le sucedió una nueva crisis, que culminó con un nuevo golpe de Estado. Este fue aún más sangriento que el anterior, en su búsqueda de la destrucción del peronismo.
En 1999, Carlos Saúl Menem, que no logró saltear la cláusula que prohibía la re-reelección, operó en connivencia con el radicalismo para cerrarle el paso a Eduardo Duhalde, que intentaba sucederlo en el Sillón de Rivadavia, provocando el triunfo de la Alianza, una coalición de corta historia y aún más cortos méritos.
Para abundar en el revisionismo histórico, hace cuatro días, Daniel Scioli tampoco pudo eludir el operativo de pinzas que llevaron a cabo en su contra varios poderosos líderes justicialistas, entre los cuales se cuentan la propia Presidenta de la Nación y varios gobernadores, que culminaron con su digna derrota frente al jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri.
El peronismo no está diseñado para aceptar la convivencia entre dos líderes. No existen antecedentes de tal estado de gracia en los 70 años de historia que tiene el justicialismo, salvo aislados casos de pequeños jefes distritales, y este sencillo principio fue uno de los que sentenciaron al Frente para la Victoria a un descalabro que abre una nueva etapa política en la Argentina del siglo XXI.
Cuando la sucesión en el justicialismo es inminente a nivel nacional, la crisis es inevitable. A pesar de ello, hasta el día de hoy resucitó como el Ave Fénix de sus propios incendios, aunque siempre existe el peligro de que alguna vez, como sus colegas radicales, no regresen nuevamente de su autodestrucción, que hasta hoy fue solamente parcial. Habitualmente, jugar con fuego suele ser una decisión que conduce al fracaso mucho más que al éxito.
Esta es la consecuencia de la costumbre peronista de ser, a la vez, oficialismo y oposición, una circunstancia que conlleva el desdibujamiento de la oposición, pero conduce inevitablemente a peleas tan feroces que la crisis es inevitable, porque no hay peor herida que la infligida por los propios amigos.
La traición tiene mala prensa
“Un traidor es un hombre que cambió de partido. Un converso es un hombre que abandonó otro partido para unirse al nuestro”, decía George Clemenceau.
Nadie valora a los traidores, pero muchos autores tampoco niegan su influencia a lo largo de la historia. Dante Alighieri los sentó en el último círculo de los infiernos, pues consideró a la traición como el peor de los pecados. Pero Alighieri era un poeta.
Por el contrario, el filósofo Nicolás Maquiavelo consideró a la traición casi como “un mal necesario”. Por ello, señala en su libro El príncipe que este “jamás predica otra cosa que concordia y buena fe… y es enemigo acérrimo de ambas, ya que, si las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las tierras”.
Con este mismo descaro, Scioli fue herido el 22 de noviembre, tanto por las virtudes de un candidato que fue más preciso que él para encarnar el espíritu de la coyuntura como por el fuego de los propios, que no honraron el compromiso que los hubiera obligado a ser sus principales sostenedores. Algunos, incluso, aspiran en estos tiempos a lanzar su carrera para llegar algún día al mismo sitio al que aspiraba alcanzar el propio Daniel Scioli.
Sin traición no habría cambio, pero los traidores difícilmente gozarán de la consideración social, excepto que sea una defección la que los conduzca a la victoria.
Después de la detonación
Tras la derrota del domingo, el peronismo –después del 10 de diciembre el kirchnerismo será a lo sumo una línea interna– volverá a comenzar un proceso de reagrupamiento de sus filas dispersas, con la mirada puesta en las batallas futuras que se avecinan.
Para empezar, el septuagenario movimiento aún gobierna 15 provincias (Salta, Santiago del Estero, Tucumán, Formosa, Chaco, San Juan, Catamarca, Misiones, San Luis, Entre Ríos, La Pampa, Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego, Córdoba y La Rioja), a las que habrá que sumar las cinco que gobierna la alianza Cambiemos (Ciudad de Buenos Aires, provincia de Buenos Aires, Mendoza, Corrientes y Jujuy), mientras que otras tres son gobernadas por partidos sin terminal nacional (Río Negro, Neuquén y Santa Fe).
Para continuar, el bloque del PJ en el Senado de la Nación constará de 41 integrantes, en tanto que en la Cámara de Diputados poseerá 97 diputados propios, a los que habrá que sumar 17 legisladores aliados. En la vereda de enfrente, por otra parte, Cambiemos sumará 86 diputados, de los que 43 serán radicales y los otros 43 serán del Pro. En la Cámara alta habrá 15 representantes de la alianza que gobernará el país a partir del 10 de diciembre próximo.
En el reagrupamiento peronista pisarán fuerte algunas figuras que se habían mantenido hasta ahora en un prudente segundo plano. Uno de ellos será el gobernador salteño Juan Manuel Urtubey, que ya comenzó a hablar de temas nacionales e internacionales, como el conflicto con los fondos buitres, para marcar su presencia.
En este caso, el joven salteño debería asegurarse primero que la Liga de los Gobernadores lo erija como su vocero. No conseguiría el éxito de otra manera. Si no, habría que preguntarle a Adolfo Rodríguez Saá cuáles son las consecuencias de pasar de ser el representante de la Liga a su enemigo, simplemente por pretender convertirse en el candidato del peronismo en 2003, un rol diferente al de “presidente provisional” que le habían asignado sus colegas.
Otros dos jugadores en esta contienda serán los que en esta etapa que acaba de cerrarse coincidieron en la opositora (al peronismo oficial) Unión por una Nueva Argentina (UNA), Sergio Massa y José Manuel de la Sota, en una nueva muestra de un peronismo oficialista y opositor, cuyos enfrentamientos derivan en crisis que terminan afectando a unos y a otros.
Aspiraciones para tallar en el interior del peronismo tienen ambos, aunque habrá que ver el grado de hospitalidad que reciben de sus antiguos compañeros. Las heridas de la contienda electoral aún sangran y habrá que ver si prima el espíritu de unidad o el afán de seguir centrifugando a los rebeldes que prevaleció hasta ahora.
El cordobés viene planteando que el peronismo debe ser un partido previsible, que no mute ideológicamente de una costa a otra, como fue el caso del camino desde el menemismo al kirchnerismo. Es decir, de vocero del neoliberalismo al de intérprete de un espíritu nacionalista y latinoamericanista, enfrentado al proyecto del ALCA estadounidense.
De la Sota pretende construir un partido socialcristiano, alineado con los partidos europeos de esa tendencia, una postura que aún es difícil que sea considerada al interior del peronismo.
También habrá lugar en el traumático pos 22 de noviembre para Daniel Scioli y para Cristina Fernández de Kirchner, que pretenderá seguramente convertirse en la jefa de la oposición, aunque no es seguro que lo intente haciendo base en el PJ, en donde no gozará de una excesiva hospitalidad, tras doce años de conflictos con los caciques distritales del peronismo y el cierre de la etapa con una derrota tan emblemática.
Será dificultoso para Scioli volver a la línea de largada, porque a partir del 10 de diciembre ya no tendrá territorio propio desde el cual hacer pie, al contrario de la actual jefa de Estado, que se moverá desde Santa Cruz, un territorio casi familiar –su cuñada será la gobernadora y su hijo será diputado nacional por esa provincia–, aunque su desgaste tras ocho años de ejercer la Presidencia y un poder casi omnímodo la enfrentaron con varios de los popes provinciales más importantes.
En resumen, una vez que abandone la Presidencia de la Nación, Cristina Fernández será una más entre los poderosos caciques territoriales del peronismo. Su figura valdrá lo mismo que la de cualquier otro de los jefes, en la que sería la definición exacta del “pato rengo” en el que se convierte quien deja el poder y debe bajar al llano, adonde lo esperan todos los que abrazó, aunque también los que humilló. Y, en este caso, quizás haya más de estos últimos que de los primeros.