Los manifestantes que marcharon este jueves desde la Plaza de los dos Congresos hasta la Plaza de Mayo, hiriendo con su sola presencia el corazón de la política argentina, no protagonizaron escenas de euforia ni de alegría. La marcha, que fue convocada en repudio por los asesinatos de dos piqueteros en el Puente Avellaneda, fue sobrevolada en todo momento por una tensa angustia.
Casi 20 mil personas caminaron codo a codo, quizás presintiendo que Maximiliano Kosteki y Darío Santillán no serán los últimos muertos en este tiempo en el que la policía opera al margen del poder político y del poder de la justicia.
La marcha convocó, extrañamente, casi a los mismos de siempre. Los partidos de izquierda, los organismos de derechos humanos, algunas asambleas barriales, algunas organizaciones gremiales, algunos centros de estudiantes y las organizaciones piqueteras fueron sus únicos protagonistas, como si el asesinato de manifestantes desarmados por parte del Estado fuera sólo contra "ellos".
Un discreto pero masivo operativo de seguridad, prudentemente dispuesto para no rozarse con los manifestantes, fue dispuesto por el Gobierno nacional. De todos modos, la presencia policial no estuvo concentrada solamente en la zona de la movilización, más bien estuvo distribuido en todo el ámbito de la ciudad, en los acesos y en algunos cruces de avenidas importantes.
Mientras tanto, en los ámbitos del poder político de la Ciudad -la Legislatura y el Palacio de Gobierno- las autoridades licenciaron a sus empleados a partir de las 15 y las 16, temiendo que se repitieran los incidentes del miércoles.
Los partidos políticos porteños, por su parte, se mantuvieron en general alejados del declaracionismo mediático habitual; sólo el Frente Grande emitió un comunicado echándole la culpa por los sucesos al Gobierno nacional.
Resumiendo: si el único gesto político concreto de la clase política porteña fue licenciar a los empleados públicos, entonces la política está ausente en el ámbito de la Ciudad. Nadie sabe siquiera si el subsecretario de Seguridad porteño, Enrique Carelli, se inmiscuyó de alguna manera en el operativo que diseñó el secretario de esa área a nivel nacional, Juan José Álvarez.
El presidente de la Nación, por su parte, casi con resignación, dijo enigmáticamente que "no quisiera que este fuera otro caso Cabezas". El mensaje subyacente que encierra la frase alude específicamente a una imagen recurrente: policías actuando al margen de la ley o, al menos, al margen de los fiscales, de la justicia y del poder político.
La gente, mientras tanto, indiferente a tanta elucubración, culpaba al gobierno, a la policía y al poder económico con sus cánticos que convocaban a no olvidar lo ocurrido y a seguir luchando.
Cuando la marcha terminaba se produjo una tensa situación en la boca de la Diagonal Sur. Un grupo de "motoqueros", pertenecientes al sindicato que los agrupa, formados en filas de a dos, arrancó desde la vereda del frente del Cabildo y enfrentó a un pelotón de la Guardia de Infantería que cortaba el ingreso a la diagonal. Después de un rato de plantarse frente al pelotón acelerando los motores de sus máquinas, los jóvenes se retiraron por Hipólito Irigoyen, siempre haciendo escuchar el rugido de sus motocicletas.
Desde la Plaza de Mayo, los manifestantes se retiraron nuevamente hacia el Congreso, donde las columnas comenzaron a dispersarse. Quizás éste fue el símbolo de la marcha. La gente salió del Congreso con rumbo a la Casa Rosada, manifestó en la Plaza de Mayo su repudio por las muertes y regresó luego al lugar en el que deliberan sus representantes directos, otorgándoles de esta manera un mandato expreso para que actúen en defensa de sus intereses. Queda por ver si en la casa de los sordos alguien escuchó.