A dos años de haber asumido, Mauricio Macri tuvo se bautismo de fuego y piedras en las calles. Si el presidente y su séquito oficialista pensaron que el triunfo en las elecciones de octubre funcionaría como un broche de legitimación de su poder y una garantía de gobernabilidad, la ilusión no duró ni dos meses. Por cuestión de horas en el calendario y de centímetros en el intercambio campal del Congreso y la 9 de julio, Macri zafó de su propio 19 y 20 de diciembre. Las imágenes aéreas, con cientos de manifestantes armados con cascotes, morteros, gomeras y lanzas versus decenas de policías apichonados para escudarse no parecían condecirse con el resultado electoral aún caliente. Pero ambos temas, incidentes y urnas, están íntimamente ligados. Y empiezan a configurar la foto o el primer capítulo de la película con el que Macri deberá convivir hasta el final de su mandato.
Si el Presidente decidió avanzar con velocidad kirchnerista en el Congreso, sus antecesores K, más una izquierda históricamente funcional para ahondar crisis, decidieron salir a ponerle freno en el terreno que más incomoda al Gobierno: la calle. Podrá analizarse finamente la dimensión del ajuste a los jubilados y el timing para proponerlo, pero a medida que corren los días empieza a quedar claro que el primer movimiento político y económico del oficialismo iba a tener una réplica opositora. En algunos casos, por genuina convicción ideológica, en la mayoría por un tema de supervivencia. Como está planteado hoy el escenario político, agrietado, cada paso que avance el Gobierno implicará el otrstracismo para ciertos grupos. Una pelea enrarecida, claro, por un frenesí judicial inédito en democracia. En cuestión de meses, hubo una veintena de exfuncionarios, sindicalistas y empresarios presos por corrupción, con pedido de detención latente para la última presidenta.
Esa es la puja en la superficie, a la vista de todos, del círculo rojo de la política. Pero acaso la mayor incógnita está hoy justamente en lo que no se ve, o se ve menos en los medios, o se ve con versiones tan contrapuestas que resulta imposible sacar una conclusión. ¿Cuál es la verdadera situación económica y social del país? ¿Hasta dónde el grueso de los ciudadanos puede seguir tolerando tarifas que suben mucho e inflación que baja pero no tanto? ¿La tenue creación de empleo que marcan los índices oficiales son una señal suficiente para torcer el panorama? ¿La pobreza va camino a reducirse o habrá que acostumbrarse a convivir décadas con un tercio de la población sumida en condiciones indeseables?
La batalla discursiva podrá apasionar, enardecer, dar argumentos para el pugilato parlado, pero serán las respuestas a estas preguntas las que irán configurando el nuevo (o viejo) escenario real. Los últimos incidentes, más allá de la premeditación y alevosía, encarnan en un presente económico complejo. Con dos años de gobierno transcurridos, prescribió el plazo para la argumento de la herencia recibida. Aun cuando el macrismo se tiente con traerlo a escena, como ocurrió con la tragedia del submarino.
La puja económica, y la resolución de los problemas en ese ámbito, le plantean a Macri sobre todo un desafío político. Eso también quedó claro en las últimas horas. Y será así por los próximos dos años. Ya no se trata solo de planear hacia dónde debe ir la economía, sino que esto requiere, fundamentalmente, de acuerdos políticos para avanzar. Por un tema real de números, como son los votos en el Congreso, pero también para ir sumando adeptos al proyecto M, que ya se plantea un plazo de al menos ocho años. Algo de esto le recordó la Iglesia al presidente y varios de sus principales funcionarios, cuando fueron a presentarse algunos obispos de la nueva cúpula del Episcopado. Más allá de previsiblemente rechazar la violencia callejera, le reclamaron al Gobierno que las leyes fundamentales salgan con “consensos” y que el esfuerzo para el ajuste –no usaron esa palabra pero quedó claro a qué se referían– lo hagan los que más tienen.