Las imágenes del debate entre los cinco candidatos presidenciales dejó sabor a poco, encuadrados como estuvieron todos por una serie de normas defensivas, que convocaban más a la preservación de sus inmaculadas figuras que al intercambio franco de ideas y a la confrontación de proyectos de país.
Por ejemplo, nadie habló una sola palabra sobre la redistribución de los beneficios económicos, teniendo en cuenta que hay grandes sectores sociales sumergidos en la más humillante pobreza. Tampoco hubo reacciones serias ante las definiciones del candidato de La Libertad Avanza sobre la represión ilegal ejecutada entre 1976 y 1983 por la sangrienta dictadura militar. El intento de protesta de Myriam Bregman fue apenas un balbuceo ante la enormidad enunciada por el desfachatado candidato derechista.
Pero la agonía no comenzó el domingo 1° de octubre a las 21:00. Hace tiempo que existen sectores sociales que cultivan la violencia y el odio, que suelen alimentar con imágenes sensacionalistas a las cámaras de los noticieros amarillentos. Éstos suelen pertenecer a sectores que vivieron tiempos mejores –desde el punto de vista económico-, pero que más tarde fueron despojados de sus pertenencias, de sus derechos y de sus obligaciones desde 2015, a causa de haber perdido sus trabajos y haber visto caer hasta el ridículo sus salarios en sus actividades económicas posteriores.
El resentimiento, el miedo, el odio y la sinrazón son los cuatrillizos que nacieron tras el readvenimiento del neoliberalismo. La crueldad no les es ajena a estos sectores. Esto viene a cuento porque durante los doce años del kirchnerismo, la promoción del consumo sólo puso dinero en los bolsillos de millones de personas que vagaban a lo largo de los límites del sistema, pero en cambio, jamás se predicó la conciencia, ni la solidaridad, ni la empatía.
Nadie fue debidamente notificado acerca de la manera en que llegaron a esa situación de marginalidad, ni cómo la abandonaron más tarde.
En esta situación, ante la ausencia de políticas reparadoras, el resentimiento social necesita culpables, necesita castigar a los autores de su infortunio y hubo alguien –más lúcido o más desprejuiciado que los demás- que les ofreció llevar al palacio la bronca de la calle. Ése fue Javier Gerardo Milei. No ofreció reivindicación más que esa. Prometió castigar a la casta, no devolverles la plata que les sacaron a los miles de excluídos que en estos días se disponen a votarlo.
Mientras tanto, los beneficiarios de la crisis –sus perpetradores, por lo tanto- aumentan sus precios, agrandan sus márgenes de ganancia, evaden sus impuestos y le echan la culpa a la política por sus tropelías. No es que los políticos sean inocentes, pero no se conoce hasta la fecha a un senador que utilice una pistola remarcadora para disparar los precios del detergente o de los calzoncillos.
Entretanto, en Ciudad Gótica…
Patricia Bullrich fue la que menos aprovechó el debate, mientras que Javier Milei fue el que se desdibujó en su atril. No tuvo el valor suficiente para insultar a cuatro contrincantes serios, capaces de contestarle, al contrario de los que vitupera con tanta facilidad cuando no estaban presentes, como Roberto Cachanovsky u Horacio Rodríguez Larreta. También –recuerda este cronista- reculó en chancletas el feroz discípulo de Friedrich Hayek cuando el periodista Carlos Gabetta lo puso en su lugar en un programa de tevé, tras haber sido duramente insultado por el libertario.
Por su parte, la diatriba de Milei para justificar los crímenes de la dictadura fue, en parte, un paso en falso y por otra parte, un gesto de complicidad hacia sus amigos genocidas llegados a su intimidad, de la mano de su candidata a vicepresidenta, Victoria Villarruel. Lo incomprensible fue la liviandad con la que en la sociedad se tomaron sus palabras, que casi fueron consideradas por muchos como una travesura, un gesto de mala educación y nada más.
Si robar bebés, violar adolescentes de 15 años, tirar jóvenes drogados a la fuerza desde un avión o enterrar como “N.N.” a miles de militantes contestatarios es algo discutible y no crímenes de lesa humanidad y si la actitud frente a estos hechos es cuestionar el número, entonces ¿todo esto estaba bien si eran 8.753 y no 30.000? Todo sonó a justificación.
Además, los tres integrantes de la dinastía Benegas Lynch, al segundo de los cuales denominó como su “prócer”, apoyaron tanto a la dictadura fusiladora de 1955 –el abuelo- como a la dictadura genocida de 1976 –el “prócer”. Hay que aclarar que el primo del “Che“ Guevara era el mayor y su hijo y su nieto también se llamaron Alberto. El fundador de la dinastía falleció en 1995. Su hijo es el “prócer” de Milei y el nieto –Alberto Tiburcio Benegas Lynch- encabeza la lista de diputados libertarios en la Provincia de Buenos Aires, seguido por la experiodista Marcela Pagano. La dinastía liberal se perpetúa.
Votantes desorientados en busca de autor
Los tiempos de crisis social fermentan de malas maneras y suelen convocar mayormente a la cólera antes que a la lucidez. Los votantes angustiados suelen ser tornadizos y guardan un escaso interés por la política y de ahí vienen sus penurias constantes. Ven a la política como algo distante y no como un instrumento para mejorar sus vidas. Además, ven a sus prójimos como enemigos, antes que como socios en el infortunio. Esta extrema tensión del individualismo abre el camino a los advenedizos y a los aventureros. Pero existe un peligro: los que más prometen –más castigos, más gritos, más insultos y más procacidad- suelen ser los que primeros que incumplen sus promesas. Es difícil sostener la intensidad en el palacio, adonde reinan los buenos modales y la complacencia con el poder.
Los hombres y mujeres que sienten que sus esfuerzos se pierden entre la burocracia y la nada misma, podrán votar a un aventurero simpático y mal hablado, pero serán los primeros que le reclamarán su traición, si ésta ocurriera. Ellos no tienen tiempo ni paciencia para esperar. Su urgencia es aquí y ahora. Son un polvorín a punto de estallar. Su adhesión es condicional, porque su ilusión es débil, de mecha corta.
Otro sector que se ve reflejado en Milei es el de la clase media de bajo poder adquisitivo, que por temporadas sobrevive sin sobresaltos y en otras apenas saca lo suficiente para vivir. Éstos están enojados y urgidos. No son apolíticos, suelen apoyar a la derecha, a cuyos dirigentes les exigen mejoras en su status. Tampoco ellos guardan nociones de solidaridad y ejercen contra sus opositores una crueldad que es un espejo de la que ellos sufren, al menos desde su punto de vista.
Éstos lo quieren más duro a Milei y no lo van a abandonar tan fácilmente como otros, los más necesitados. Quieren represión y punición contra “los negros, los chorros y los vagos planeros”.
El culto al Moloch ardiente
En la antigua y próspera Cartago -la única ciudad que llegó a enfrentar hasta a la propia Roma-, ante la llegada de una crisis muy grave, se sacrificaban dos niños púberes ante el dios Moloch. A éste se lo representaba como una figura humana con cabeza de carnero o de becerro, sentado en un trono, portando un báculo real y una corona en su cabeza.
Estas prácticas eran comunes en otros pueblos del Mediterráneo, en la península ibérica y en las vecindades de la antigua Grecia, adonde los reyes sacrificabas a sus súbditos para agradar a Artemisa, Dionisio, Apolo, Poseidón o Zeus. Los lusitanos, en cambio, evisceraban a sus prisioneros. Lo mismo hacían los fenicios (o cananneos) y los espartanos. Los celtas, que habitaban en el norte de la península ibérica también eran dados a asesinar a alguno/a de sus amigos/as como ofrenda para sus despiadadas deidades.
Una Argentina que también exige sacrificios
Se supone que ya no existen aquellos sacrificios humanos. Quizás todavía se mate a alguien cuando reina el malhumor en alguna antigua ciudad, en recuerdo de los viejos tiempos, pero esas prácticas demasiado primitivas deberían haber sido abandonadas si es que la Humanidad evolucionó lo suficiente, algo que –de todos modos- podría ser puesto en duda con cierta aspiración de veracidad.
Pero la Argentina de estos días no es normal. Los argentinos siempre fuimos afectos a los excesos y en estos días predomina el deseo de venganza. Hay personas que desean ver sufrir a otras, porque son “negros”, o porque son pobres o porque son “conflictivos”, “piqueteros” o porque se les teme. El que llega prometiendo hierro y dice una barbaridad atrás de otra es el más popular, como sucede en esos programas de televisión en el que proliferan los estúpidos que cuanto más alto gritan, más razón tienen.
Umberto Eco, que de estas cosas sabía un kilo, advertía en junio de 2015 que “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.
Y lo peor aún no ha llegado. Atento el lector, que la cúspide de la estupidez aún no fue alcanzada. Y es seguro que no va a faltar el atleta dispuesto a conseguir tal record.
Dios nos ayude.