Quizás haya similitudes entre las tragedias de Cromañón y la de Costa Salguero. Pero similitud no es igualdad y además las razones profundas que generaron cada una de las tragedias que se comparan, no son todas las mismas.
En Cromañón, se conjugaron debilidades, corruptelas, y negligencias varias. Cada una, por separado no hubiera producido la tragedia. Al juntarse en un mismo momento y lugar, por un lado la imprudencia juvenil de la bengala, por otro la negligencia de la media sombra e irresponsabilidad empresaria al clausurar las salidas, y además la venalidad política de designar en un cargo a quien carecía de idoneidad agregada a la ineficiencia policial, todo ello dio una sumatoria nefasta y macabra.
El reclamo de justicia, como siempre, se concentra en el Código Penal. Con la bronca que reclama castigo. Y que tiene razón. Pero si pensáramos un poco más profundo tendríamos que juzgar también las reglas de juego conocidas y aceptadas desde siempre, que nadie se atreve a derogar: la codicia de los dueños del capital, la omnipotencia del “a mí no me va a pasar” y la nefasta política del loteo de cargos en el estado, al que se ingresa por “rosca”, parentela, trueque o “pago” con ajenidad a si el designado/a ostenta o no aptitud o experiencia para el cargo.
En el caso de Costa Salguero se dio el mismo fenómeno de la superpoblación hacinada –hija de la codicia empresarial- sumado al fenómeno juvenil del “a mí no me va a pasar”. Pero, esta vez, con un agregado más, mucho más peligroso por letal: el de la droga ingresada y aceptada en el propio espacio del evento, ante la mirada complaciente de sus organizadores y la ausencia de funcionarios que impidieran su venta. Como eran de diseño y no de las comunes, capaz que ni se les ocurrió que estaban delinquiendo.
Más preocupante aún es que se acepte y promueva un mercado de esparcimiento, música y diversión con sustento en el consumo de sustancias y la mezcla de alcohol en un cocktail psicodélico riesgoso.
Mirada esta situación desde el enfoque de derechos humanos, surge evidente la responsabilidad del Estado como garante de derechos, que debiera ser impedir o, al menos, alertar para que no ocurran estas tragedias. Ello implica tomar medidas de PREVENCIÓN, que son tan importantes antes, como la judicialización de los delitos a posteriori, cuando ya se ha consumado la tragedia.
Porque el Estado tiene la obligación de PREVENIR y PROTEGER, además de investigar y sancionar. Y, en este caso, también debió hacerse cargo de que -además de combatir al narcotráfico- tenía que alertar a los jóvenes sobre los riesgos del consumo y machacar permanentemente contra la omnipotencia. No hizo ni una cosa ni la otra.
¿Cómo convencer a los funcionarios de que hay que poner el esfuerzo en modificar el “a mí no me va a pasar” por el “cuidémosnos entre todos”, independientemente del rol sancionador que le atribuye la ley?. ¿Acaso vamos a aceptar que la codicia de unos pocos y la negligencia de otros destruya a nuestra juventud? ¿Dejaremos que la diversión nocturna incluya jugar a la ruleta rusa?
Aunque a las empresas o a sus CEOs no les guste, el Estado debe poner recursos en PREVENIR sobre todo aquello que arriesga la vida, sea el exceso del alcohol, así como la ingesta silvestre de medicamentos, o cruzar la calle mirando la pantallita del celular y en todos los casos difundir razones, riesgos y secuelas.
Prevenir, prevenir y prevenir. Un Estado con actitud de cuidado, previene y protege como regla y sólo como excepción utiliza el reprimir. Así se anticipa a los hechos para no tener que lamentar después.
Pero para llegar a la masa social, hay que hacer campañas sostenidas y fuertes.
No se está haciendo difusión en temas que requieren protección masiva y popular, apenitas un poco sobre el dengue, muy floja. No se habla más sobre los preservativos, ni hay consejos sobre el tránsito, ni sobre la alimentación y la salud, ni sobre el respeto y la convivencia.
Los comunicadores que fatigan micrófonos o pantallas contándonos la catástrofe del día o las rutas de la corrupción, también podrían hacerse cargo de difundir cuidados positivos. Sería buenísimo ese rol solidario.
Concluyendo: los argentinos hemos ganado la democracia y van ya tres generaciones nacidas y crecidas en libertad, pero nos olvidamos que la libertad exige responsabilidad. Y que el estado no se ha depurado totalmente, sino que mantiene su impronta amonestadora, que para cada problema inventa una norma y su sanción, o un protocolo imaginativo, pero no cuida a la gente, no previene sobre los riesgos. No protege.
Parecería que la ilusión omnipotente del “a mí no me va a pasar” convive hasta en los despachos oficiales sin sobresaltos, hasta que un día inesperado se descuelga la implacable realidad y embarra hasta el currículum más laureado.