Atrincherado en sus divisiones internas, que lo mismo le dificultan sus posibilidades electorales y lo protegen de entregar definiciones contundentes en estos tiempos en los que el silencio es sinónimo de salud, el movimiento peronista se apresta a encarar la recta final que conduce a 2019 sin líderes nacionales, ni programa electoral, ni un movimiento obrero organizado unificado, que tome su rol tradicional de ser la “columna vertebral” del movimiento.
Los últimos líderes que llevaron al peronismo a la victoria fueron, antes que Cristina Fernández, tan disímiles como Carlos Saúl Menem (en 1989) y Néstor Kirchner (en 2003). El primero consideró que el alineamiento tras las políticas del State Department serviría para resolver la crisis que atormentaba a los argentinos de aquel tiempo, mientras que el segundo enfrentó a George Bush (h) para generar industrialización y proteger el mercado interno de la competencia de los países del Primer Mundo. Así de contradictorios fueron. Luego, Cristina renunció a liderar el peronismo y gobernó con una estructura paralela, desplazando a los peronistas “tradicionales”, que aún hoy le facturan esa circunstancia.
El único punto en el que todos los peronistas están de acuerdo es que si en 2019 no hay unidad, no hay Casa Rosada. Paradójicamente, al mismo tiempo aún es imposible hablar de candidaturas, de liderazgos o de aspiraciones personales. Todos los pretendientes a los más altos cargos se reúnen habitualmente, después anticipan que la unidad es el único camino y finalmente regresan a sus distritos tal como salieron de ellos: sin obtener resultados consistentes con una candidatura o, aunque sea, un rumbo futuro.
Hoy existen tres sectores en el peronismo y sus epifenómenos, que son los que deben luchar para alcanzar la unidad: el kirchnerismo; el peronismo federal, que encabezan los gobernadores, y una serie de referentes secundarios (Massa, Solá), que serán tenidos en cuenta para integrar alguna lista en lugares accesorios solamente para que no pernocten a la intemperie y este avatar los empuje a unirse a la opción reeleccionista.
Las especulaciones son, por ahora, solamente juegos en la mesa de arena, más aún si se tiene en cuenta que no existe precandidato que haya hablado a nadie más que a su propia tropa. Nadie intentó todavía comunicarse con los “independientes”, con los “progresistas”, con los “conservadores”, con los radicales disconformes o con los numerosos desencantados de Cambiemos, como haría un candidato hecho y derecho.
Este “apagón comunicacional” desnuda el severo hecho de que el peronismo aún no restañó las heridas que le dejó en el cuerpo partidario el triunfo de Cambiemos en 2015. Antes, en 1983, el peronismo también perdió la Provincia, que gobernó por cuatro años la fórmula que encabezaron Alejandro Armendáriz y Elva Roulet. Luego, en la resurrección de un justicialismo que parecía perderse en la oscuridad de sus propias contradicciones, Antonio Cafiero recuperó la Gobernación en 1987, y dos años después (en aquel tiempo pretérito, el mandato presidencial duraba seis años), Carlos Menem llegó al poder.
Ganar la Provincia es casi imprescindible para ganar la elección nacional, aunque se dio el caso de que en 1999 Fernando de la Rúa ganó la presidencia sin haber ubicado a un gobernador en la residencia de la Calle 5, de La Plata. De todos modos, en esa elección presidencial, la fórmula De la Rúa-Álvarez derrotó en territorio bonaerense a los candidatos de la Concertación Justicialista para el Cambio, integrada por Eduardo Duhalde y Ramón “Palito” Ortega, por algo menos de dos millones de votos. Paralelamente, Carlos Ruckauf y Felipe Solá ganaron la elección provincial por sobre la fórmula de la Alianza para el Trabajo, la Justicia y la Educación, conformada por Graciela Fernández Meijide y Melchor Posse. La exigua diferencia de 500 mil votos que llevó a Ruckauf a La Plata gravitó posiblemente en el triunfo de la Alianza en la elección nacional.
Simultáneamente –recordar la historia solo es válido si permite explicar el presente–, comenzó a correr por estos días en los pasillos peronistas una versión que ubica a la expresidenta Cristina Fernández compitiendo en 2019 por la Gobernación bonaerense (ver página 2). Es, por ahora, solo un plan de contingencia que podría solidificarse o diluirse en el futuro, pero hoy se está evaluando en alguna parte.
Más allá de las idas y venidas de este meandro político, los peronistas trabajan sobre las premisas imprescindibles de que “no hay 2019 sin 2018”, es decir que los constructores deben comenzar a apilar los ladrillos prontamente. El tiempo apremia. También aseguran a quienes quieran escuchar que no habrá 2019 si Cristina y los gobernadores no consiguen transitar una ruta común y si no logran armar una fuerza amplia, que contenga a los numerosos desencantados con un gobierno que prometió más de lo que cumplió. Porque el peronismo ya tiene una base propia y, dentro de esta, la expresidenta concita más adhesiones que todos los demás potenciales candidatos, ya que ronda el 30 por ciento, con tendencia a aumentar. Un número para tener en cuenta.
Dentro de este panorama caótico y por eso potencialmente exitoso –cuando el peronismo se ordena, todo sale mal–, Macri sueña con la división tradicional del electorado en tercios. El primero, Cambiemos y sus aliados, liderados por él mismo; el segundo, Unidad Ciudadana, liderado por una Cristina Fernández vulnerable en su soledad, y, por último, un peronismo que escucha al mercado, liderado por los hasta hace poco dóciles gobernadores, que ya tendrán juego propio el año que viene y a los que imagina enfrentados mortalmente con la expresidenta.
Ese sería su panorama ideal, pero la realidad es dinámica y la política no es una ciencia exacta. Los gobernadores que aspiran a la primera magistratura son Juan Manuel Urtubey, Sergio Uñac y Alberto Rodríguez Saá. A ellos se suman, dentro del mismo espacio, Miguel Ángel Pichetto, Sergio Massa y José Manuel de la Sota. De ellos, sólo Urtubey, Pichetto y Massa han rehuido hablar con la expresidenta y han manifestado su intención de armar un peronismo sin kirchneristas. Rodríguez Saá ya estuvo en varias ocasiones en el Instituto Patria, mientras que De la Sota se reunió con Máximo Kirchner. Uñac, por su parte, visitó en varias ocasiones a distintos líderes bonaerenses que sostienen un diálogo fluido con Cristina, aunque no pertenezcan a su círculo más cercano.
El próximo 2 de agosto, el gobernador sanjuanino será el anfitrión del “peronismo de los gobernadores”, que no necesariamente irán en persona, pero todos los asistentes viajarán con instrucciones suyas. La reunión será la quinta, ya que antes el espacio político “con territorio” que conforman los mandatarios provinciales estuvieron reunidos en Córdoba, Entre Ríos, Salta y Tucumán.
Precisamente Uñac, uno de los más activos a la hora de armar su opción, ha cuestionado en las últimas reuniones la morosidad de sus colegas para debatir, conversar y apoyar a la dirigencia bonaerense, sin cuyo concurso ninguno de ellos podría llegar a ser presidente.
La limitación del peronismo federal es que entre sus jefes ninguno porta el imprescindible bastón de mariscal en su mochila. Abundan los coroneles y están ausentes, precisamente, los generales, a los que tras la traumática derrota de 2015, la militancia y la dirigencia intermedia los despreció endilgándoles el mote de “mariscales de la derrota” y siguen hasta ahora en ese estatus, que solo la necesidad y la proximidad de las elecciones de 2019 modificarán.
Hasta estos días, todos los armados peronistas son zonales. No hay terminal nacional, dada la desconfianza con que todos se miran unos a otros. De todos modos, en este heterogéneo rompecabezas (un término que posee un oportuno doble sentido), el que logre resolverlo podría ser el presidente de la Nación, aunque, aún así, quizá no le alcance para ser el jefe del peronismo.
Queda mucho por hacer, cantaba Pappo Napolitano hace no muchos años. Y esta frase expresa con precisión el estado del peronismo, para el caso de que sus dirigentes se dispongan a hacer algo importante.