El más grande viaja a la inmortalidad, era verdad

El más grande viaja a la inmortalidad, era verdad

Opinión.


Pienso que tengo que escribir sobre el Diego y la verdad que lo primero que me viene a la cabeza es su inmensidad, su tamaño descomunal, lo pequeño que me siento a su lado y la nula capacidad que tengo hoy para abarcar tan solo algunas de las aristas salientes de la persona que más amé, con su locura y la mía. Por la que seguramente más lloré, y la que más felicidad me dio de esa manera colectiva, como él la entregaba, como emergente social de la teoría de Héctor Oesterheld. Con sus mismos 60 años, pude compartir a la distancia (y tan cerca como todos) cada día de su incomparable vida, la cual no necesito contar, ya que es por todos perfectamente conocida. Tampoco me alcanzaría el disco duro de esta notebook para almacenar tantas vivencias y sensaciones.

Al que le cortaron las piernas en Estados Unidos, quedó claro ya en las primeras horas de su “no estar”, que estará más presente que nunca en todos los rincones del mundo y por toda la eternidad. Su tamaño, que –como decíamos- ya es enorme, crecerá aún más cada día que pase. No es opinable, será así. Estamos hablando de un ser casi de otro mundo, que en este supo ser entre otras cosas el jugador más hábil de la historia del deporte más popular del mundo como es el fútbol. Pero a ello le sumó una personalidad batalladora, ganadora, seductora, impredecible, conflictiva, pero siempre del lado de sus creencias, haciendo un culto a su modo de entender las cosas y, a veces, un sincericidio permanente volaba en paralelo.

Si a la población mundial –sin tener ni idea quién podría ser el que pudiera alinear las filas- la pudiéramos dividir entre los correctos e incorrectos, el emblema mayor de lo justo y lo incorrecto a la vez -qué paradoja- es el más grande y tiene grabado su nombre: Diego Armando Maradona. La marca registrada a la que nunca le falló, salvo en las pocas ocasiones en que su cascoteado pero privilegiado físico le aplicaba el correctivo a tanta intensidad. Y justamente con ella iba persiguiendo esos fines, imposibles de alcanzar para cualquier mortal y también para él que, sin embargo, estuvo peleando hasta el final y más cerca que los casi siete mil millones de seres humanos que habitamos el planeta.

Ni loco intentaré contar, ni resaltar, ni mucho menos juzgar absolutamente nada de su vida, ya que a partir de la asimetría que tuvimos todos con él es casi como una falta de respeto importante y menos ahora, que pasó a la eternidad.

Quiero dejar claro -a pesar de que a nadie le importe-, que lo único que me mueve a escribir estas líneas es saber que me puedo despedir de él de esta manera, y no tan sólo llorando en casa solo, con esa tristeza que brota en ocasiones muy particulares. No viví lo de Evita, o sea, casi nunca. Solo sé hacer esto, lo mío es bastante limitado y es obvio que no voy a hablar ligeramente de este gigante que sabía demasiado de alegrías y talentos, aunque también de batallas en las que el resultado jugando él, nunca estaba puesto.

Quiero rescatar ese espíritu malvinero visceral, sin renuncios, como todo en su vida, ése “el que no salta es un inglés” que nos dejó grabado en el alma y en nuestras gargantas, adornando cada una de sus galas futboleras, con golazo infernal y mano de Dios incluida ese día. Pocos días fui tan feliz en mi vida como esa tardecita de junio que terminamos haciendo un tremendo “Pagadiós” en su nombre, luego de beber y comer a discreción con 30 hinchas que nos conocimos viajando en el tren desde Barrancas de Belgrano, en una conocida y desbordada pizzería de calle Corrientes.

Estamos hablando de un ser casi de otro mundo, que en este supo ser entre otras cosas el jugador más hábil de la historia del deporte más popular del mundo como es el fútbol. Pero a ello le sumó una personalidad batalladora, ganadora, seductora, impredecible, conflictiva, pero siempre del lado de sus creencias, haciendo un culto a su modo de entender las cosas y, a veces, un sincericidio permanente volaba en paralelo.

También quiero recordar que por mucho tiempo -y no lo sé ahora, ni importa- fue el hombre más conocido del mundo con todo lo que ello implica, en la era donde las comunicaciones asomaban masivas, pero no era lo de hoy. Diego jamás pasaba desapercibido con sus apreciaciones a lo largo y a lo ancho de la actividad mundial, las deportivas, las políticas o las que tuviera en su cabeza en ese momento.

En una charla reciente en TV que por suerte me quedé viendo hace unos días, mano a mano con Gastón Pauls, él decía: “Sabés lo que es llevar en este cuerpo lo que yo llevo, lo que significa ser Diego Maradona”. Y luego miró a la cámara con ese gesto de dulzura, algo de impotencia y sinceridad brutal y quedó claro todo. No hay palabras para definirlo, sólo él lo sabía.

Nunca le fue fácil nada, pero lo intentó siempre. Y llegó desde todas las carencias de Fiorito hasta la cima del mundo. Ese es quizás su principal legado. El Pelusa se la bancó siempre y casi nos hizo creer que era inmortal. O quizás lo sea, de ahora en más. Es probable. Diego siempre volverá para seguir cuestionando injusticias, agrandando el mito de defender lo imprescindible. Era uno de ellos.

Me quedo al final con la frase del Negro Fontanarrosa que lo define fácil: “Qué me importa lo que hizo Diego con su vida, me importa lo que hizo con la mía”.

Negro, nos pasó a todos lo mismo.

ADIÓS, DIEGO.

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