La era de los derechos, que inició Néstor Kirchner en 2003, está a punto, quizás no de acabarse, sino de pasar a otra fase. Sus intérpretes, que en su momento encarnaron la novedad, hoy huelen a naftalina. No porque sus reivindicaciones hayan sido superadas, sino porque los cambios que ellos provocaron modificaron la realidad y esa realidad los superó, finalmente.
El cambio les exige a sus perpetradores asumirlo de manera cabal y ser los voceros de esa otra realidad que ayudaron a crear. Si esto no ocurre, los heraldos de lo nuevo se convierten finalmente en conservadores de lo que fue y ya no es. Y pueden ser reemplazados, si no reaccionan a tiempo.
La era de los “emprendedores”
El símbolo del obrero peronista, el hombre de casco y ropa de trabajo Grafa, ahora observa algo azorado la irrupción de los internet programmers, los webmasters, los bloggers, los virtual assistants, los copywriters y los community managers, cultores de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, que sólo piensan en ellos mismos y consideran que los sindicatos son mafias y que los obreros organizados son sus enemigos. Ellos no se piensan como trabajadores. Se ven a sí mismos como “emprendedores”, aunque no siempre sus aportes laborales sean remunerados como corresponde. Tampoco las denominaciones de sus oficios tienen nada que ver con el idioma que hablan todos los días. Quizás por eso, la dolarización no les preocupa. Piensan como otros quieren que piensen, no por sí mismos.
En resumen, el capitalismo está cambiando, aunque siempre conserve aquella imprompta fundacional.
Poco queda de aquel cinturón industrial del Gran Buenos Aires. Aquel obrero que trabajaba en grandes fábricas y se afiliaba a su sindicato para contrarrestar el poder de los empresarios a la hora de negociar sus salarios, ahora mira a los dueños de los unicornios y a sus “entrepreneurs” y siente que no existen puntos de contacto entre ellos y estos seres extraños, que hablan un idioma incomprensible y que llevan su laptop a todos lados.
El modelo de vida Uber
La cultura de Sillicon Valley generó compañías que no tienen activos, más que los de haber generado una revolución tecnológica. Hay librerías sin libros, mueblerías sin muebles y remiserías sin autos de remise, por ejemplo. Esta cultura es la que genera las Uber, las Cabify, las Glovo, las Rappi, las PedidosYa, las Mercado Pago y las Didi de la vida.
Piense el lector en una empresa que desarrolló una aplicación telefónica y que al mismo tiempo abre una cuenta en Holanda (ahora Países Bajos-Nederland). Una vez hecho esto, contrata a una serie de “emprendedores”, que trabajan a destajo y que hasta deben comprar sus elementos de trabajo, pues tal empresa no les da nada más que la autorización para usar la “app”. Cada vez que alguien paga, el dinero se deposita en un banco situado en cualquier lugar del mundo (en Nederland, por ejemplo). La evasión es, en estos casos, una constante. Además, los sueldos son tan bajos –muy por debajo de cualquier convenio- que los “emprendedores” deben hacer jornadas mínimas de doce horas para redondear un salario decente.
¿Quién es Javier Milei?
Javier Milei expresa como nadie en Argentina a esa nueva realidad, que incluye la robótica, la inteligencia artificial y el cambio tecnológico. En ese mundo, los derechos no tienen importancia. Los cultores de las nuevas tecnologías son voraces, peleadores y capaces de elegir las estrategias más cuestionables para abrirse camino en el mundo que quieren conquistar. Los conquistadores nunca pidieron permiso.
Esa es la mística que moviliza a Milei y a sus nuevos cruzados. Son soldados de un ejército intangible, que se asienta sobre una realidad líquida. Esta inseguridad los vuelve perentorios, temerosos, despiadados. Viven una realidad que les mete el miedo en el cuerpo y en el alma, por eso son capaces de traspasar todos los límites, de hablar de los genocidas como si fueran héroes o de decir que la propiedad privada es el único valor importante. Necesitan, como los adolescentes, “matar” a sus padres para encontrar su lugar.
Para peor, ellos fueron criados en una era en la que la dialéctica no importa. Ellos hablan con sus teléfonos y sus computadoras o envían sus mensajes por las redes sociales, no con gente. La filosofía es una cosa de viejos barbudos, que vivieron hace más de mil años. Los nuevos –como ellos- siempre desprecian a los antiguos. La cultura de los libros, que crió a la generación que nació a mediados del Siglo 20 se basaba en el “logos” y en la “episteme” (el lenguaje y el conocimiento científico), pero ellos cultivan la “doxa” (la opinión, el conocimiento de las cosas que se detectan a través de los cinco sentidos: gusto, tacto, olfato, vista y oído).
La ruptura de la lucha de clases
Hace unos años, el axioma de los que hoy son antiguos era: “lo que digas con el pico, después debes sostenerlo con el cuerpo”. Hoy, la Internet es el territorio de duros personajes anónimos que pueden hablar, despreciar, insultar y desprestigiar a cualquier persona sin hacerse cargo de nada. No hay épica en ese mundo digital adolescente. Sólo palabras sin demasiada ilación. Sus frases tienen un objetivo práctico. No existe la filosofía, ni el pensamiento complejo. Sólo las más burdas simplificaciones, como “para que lo entienda todo el mundo”. Ellos sólo hablan de hechos, nunca de conceptos.
Esta generación post alfabética prescinde del lenguaje compejo y de toda elegancia. Es más, casi prescinde del lenguaje, más que nada proyectan imágenes. Sus ideas son simples, contundentes y directas. No les importa la historia, ni los objetivos que vayan más allá de la descalificación de “lo viejo”. El problema es su desesperación por llegar. En ese camino, jamás dialogan con su historia, es decir, con los mayores. Sólo hablan entre ellos. Es una estudiantina permanente, con escaso sustento, pero con esa dinamita están creando una realidad alienante, en la que sólo vale lo material. Destruyen, pero sin construir.
Pero si ellos viven en un mundo líquido, sin bases: ¿quiénes son los beneficiarios de sus diatribas? ¿A quiénes admiran, sustentan y rinden provecho? Lo único que es posible inferir es que su territorio político no es nuevo. La ultraderecha existió siempre. Y en estos días es equivalente a una especie de ultracapitalismo del caos. La mafia, la camorra, la sacra corona unita o la ‘ndrangheta son sus modelos de operación y de acumulación de poder. Otro modelo son los piratas. Existe un libro de Martin Parker, titulado “Negocios Alternativos, Bandidos, Crimen y Cultura”, que describe ese mundo.
¿Una nueva era medieval?
El gran Franco “Bifo” Berardi definió este tiempo con irónica amargura, en su libro “Generación Post-Alfa-Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo”.
“La ofensiva hiper-capitalista desreguladora no se limita a destruir los derechos de los trabajadores conquistados en las luchas del siglo XX, sino que ataca los principios mismos del universalismo iluminista y corroe las bases mismas de la civilización burguesa. La burguesía no es más la clase social hegemónica: la clase del progreso industrial que se afirmó en el conflicto, pacífico o violento, con la clase obrera, y que encontró allí las condiciones para crecer y madurar culturalmente. La dinámica del siglo XX se funda sobre este conflicto y sobre esta alianza entre obreros y burguesía industrial, que ahora desapareció”.
“Aniquilada la dinámica del conflicto, transformada la clase obrera en un ejército desterritorializado de esclavos niños y de precarios de la vida, una clase abiertamente criminal toma el poder en todas partes. El absolutismo del capital hace de la competencia la única ley, e instituye, por ello, la violencia como único regulador de la relación. El absolutismo del capital no se limita a destruir la comunidad obrera, sino que vacía la sustancia misma de la individualidad moderna, heredera de la burguesía y del Iluminismo, prenda última de la civilización occidental”.
El hecho de que escaseen los obreros organizados y que los sindicatos ya no tengan el poder que tuvieron implica necesariamente que hayan aumentado la precarización laboral, las jornadas de trabajo mayores de ocho horas, los salarios ínfimos y las condiciones laborales extremas.
¿Estamos los argentinos, como el teniente Giovanni Drogo, en El Desierto de los Tártaros, esperando, como en la novela de Dino Buzzati?
¿Existe la perpetua postergación de lo importante, que deja paso a la vacuidad de lo inútil?
La última barrera es la conciencia, lo que no es seguro es que alcance en esta instancia.