Fábricas de muerte

Fábricas de muerte

Los talleres textiles ilegales proliferan en la Ciudad y el Conurbano. Abastecen a grandes marcas y a ferias callejeras. Y a veces acaban con familias enteras. Están hace años pero nadie los detiene.


Desde la madrugada del lunes 27 de abril, cuando se produjo la muerte de Orlando y Rodrigo Camacho, de 7 y 10 años, al incendiarse el taller clandestino de Páez al 2796, volvió a hablarse del tema. Detrás de las rejas, detrás de la tapia, detrás de todos los cerrojos del reducto de Flores, los chicos dormían. Y no pudieron soportar –si es que existe un grado superior de resistencia– lo que vino después.

Cualquiera que eche un vistazo al barrio dirá que es como cualquier otro. Pero no, se equivoca. En Flores se da a la perfección una suerte de secreto a voces, de naturalización anquilosada. En la misma cuadra donde se incendió el taller funcionaban varios más, en las numeraciones 2775, 2766, 2721, 2710, y a la vuelta, en la calle Terrada, otros dos, al 881 y 887, por nombrar solo algunos ejemplos. Los vecinos se cansaron, literalmente, de denunciar la existencia, múltiple y compleja, de los antros de producción textil. Y ante la muerte de estos chicos expresaron: “No queremos ver más muertos, menos pibes. Acá hacen ropa y almacenan telas. Todo eso después se vende en negro en Avellaneda. En Páez 2796 vivían varias personas, las piezas están subdivididas con maderas, pero conviven todos juntos en una misma habitación”.

Ante la recorrida de Noticias Urbanas por la zona, una vecina que prefirió resguardar su identidad comentó: “La gente vive encerrada en estos lugares. En el que se incendió y en los otros que están en la cuadra y en el barrio. Trabaja, si es que se le puede llamar trabajo a la actividad que llevan adelante, en condiciones ilegales e infrahumanas. Por ejemplo, en el taller del incendio, la fachada hace tiempo que está toda tapiada. Para sacar los cuerpos tuvieron que sacar la reja. El único acceso es una puerta y, al parecer, solo unos pocos tenían la llave. Se la pasaban entre ellos para entrar y salir”.

“Vivo en Floresta. Mi barrio es todo –salvo islotes de casas o algún edificio de departamentos– un archipiélago de talleres clandestinos abarrotados de telas y de gente. De chicos. Ahora mismo, mientras escribo esto, escucho pared de por medio el runrún de una máquina de overlock. El zumbido me acompaña desde hace años y no hubo llamada que sirviera de nada. Nada pasa nunca. Hasta que pasa lo peor”, relató, hace unos días, la periodista Fernanda Sández, en una columna del diario La Nación. Nunca pasa nada, hasta que pasa. Y vuelve a pasar.

Se trata de un negocio que, solo en la Argentina, mueve 150 mil millones de pesos al año, proveyendo tanto a marcas de primer nivel, a través de la subcontratación, como a ferias populares al estilo La Salada que, desde el 91, anclada en Lomas de Zamora, motoriza un comercio infernal, desde los márgenes, con métodos violentos, según relata Sebastián Hacher en Sangre salada. Se trata, sin más, de un negocio redondísimo para aquellos que no cosen, que lleva a que, siguiendo a Ezequiel Conde, referente de Soho Cooperativa, del costo total de 100 pesos de una prenda, la paga del trabajador sea de alrededor de 3 pesos promedio. En la vidriera del shopping, eso sí, uno se puede babear ante los mil, mil quinientos pesos que piden por ella.

Pero hay más cifras: de acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo (OIT), actualmente solo se importa legalmente un 20 por ciento de la ropa que se consume en el país. ¿El resto? Un 35 se contrabandea, y lo que queda se produce localmente: un gran porcentaje de esa producción se confecciona en talleres clandestinos. Para la ONG La Alameda, cerca de 250 mil personas trabajan en los 30 mil talleres ilegales que, se estima, existen actualmente, de los cuales unos 170 fueron relevados últimamente en calidad de nuevos. Solo en Buenos Aires se calcula que desarrollan su actividad unos 3.000, ubicados mayormente en el sudoeste de la Ciudad. Los demás se emplazan en el sur del Gran Buenos Aires, y abastecen a La Salada y también la venta que prolifera en la avenida Avellaneda, en Flores, en establecimientos, en veredas e incluso en las calles aledañas. Allí se ramifica la maquinaria, imparable: venta de comida, tirada del carro de mercadería por unos pesos, trapitos y estacionamientos cuyas tarifas alcanzan los 200 pesos por estadía. Clin caja.

“Ya desde la época de Aníbal Ibarra en el Gobierno de la Ciudad se conocía la existencia de estos talleres clandestinos”, dice Edgardo Castro, inspector de la Subsecretaría de Trabajo porteña. “Hubo una primera oleada de explotación a trabajadores bolivianos, que eran reclutados en su país y traídos engañados para terminar haciendo trabajo esclavo en estos talleres, por lo general a las órdenes de personas de origen coreano”, agrega. “Los talleres estaban equipados con máquinas que provenían, en términos generales, de fábricas textiles desmanteladas en los 90”. Y, justamente, con la llegada del macrismo al poder local, los controles e inspecciones se “relajaron”, precisa Castro, quien denunció en muchas ocasiones a Ezequiel Sabor, el funcionario a cargo del área, por una lógica de desempeño que parece no conmoverse siquiera con la muerte: frente a las irregularidades del mundo laboral, hay menos inspectores en la calle, menos acciones judiciales para impulsar los allanamientos y, en consecuencia, menos cierre de emprendimientos ilegales.

Conforme a datos no oficiales, los trabajadores de este tipo de apuestas podrían llegar a 300 mil. Migrantes, indocumentados, lejanos a cualquier atisbo de sindicalización, uno de ellos afirma a Noticias Urbanas: “En el Bajo Flores hacemos prendas y les ponemos etiquetas que dicen “Made in India” o “Made in Thailand”. De esa manera nadie piensa que lo que compra está hecho por bolivianos en Buenos Aires, en talleres clandestinos”. ¿Nadie piensa? El antecedente del incendio de Luis Viale 1269, en Caballito, del 30 de marzo de 2006, en el que murieron seis personas de 25, 15, 10, 4, 4 y 3 años, parece no contar.

Tiempos no tan posmodernos
Explica Verónica Gago, doctora en Ciencias Sociales, en una lectura bien disímil a la que sostiene, por ejemplo, La Alameda, tendiente a asociar taller textil con esclavitud del siglo XXI, que quienes se desenvuelven en este tipo de empresas, en su mayoría provenientes de Bolivia, producen para una de las economías más rentables y expansivas de la última década, tanto para las grandes marcas nacionales y extranjeras como para una red de ferias populares y que, catalogados como esclavos, los migrantes quedan así confinados a hacerse visibles solo en momentos trágicos, bajo imágenes de un sometimiento completo. Desde ese discurso, los talleres textiles son una suerte de agujero negro donde se concentra una humanidad de otro tipo, a la que no se termina de reconocer como tal sino bajo la idea de extranjeridad completa.

La autora La razón neoliberal asegura, además, que la tragedia de Páez no está exenta de entrar en la maquinaria electoral. Es decir, no sería extraño, cree, que, tal como sucedió en 2006, se prepare un allanamiento masivo de talleres como una nueva puesta en escena mediática en la Ciudad de Buenos Aires. “Como ya se verificó hace casi una década, los talleres no desaparecen: se trasladan más allá de la General Paz”, aduce. Castro, por su parte, no acuerda con esa tesis. Alcanza con recordar la escena televisiva en la que, por este asunto, enfrentó al jefe de Gabinete porteño, Horacio Rodríguez Larreta. Ampliemos: el taller incendiado en dos oportunidades había sido denunciado por La Alameda el 24 de septiembre de 2014 ante la fiscalía especializada en trata y explotación de personas. El fiscal Marcelo Colombo, al recibir el listado de talleres clandestinos, pidió informes al Gobierno de la Ciudad, al área relativa a la policía del trabajo y al Ministerio de Seguridad nacional, a cargo de las fuerzas policiales federales. El Gobierno de la Ciudad respondió en dos notificaciones que no había inspeccionado el taller de Páez 2796. Castro, también, lo había denunciado.

“Al insistir con la imagen de la pura víctima, lo que se vuelve inaudible en los relatos de los migrantes, cuando son enfatizados desde su costado de pasivización completa, es el tipo de cálculo urbano que pone en marcha quien migra, que anuda una cierta relación entre sacrificio y aspiración vital. Esta es una racionalidad de progreso que directamente queda secuestrada cuando se habla de esclavismo. El nomadismo de los trabajadores migrantes, especialmente jóvenes, es un saber hacer que combina tácticas cortoplacistas (“por un tiempito nomás”, como se escucha decir a muchos recién llegados) vinculadas a objetivos concretos. En esa dinámica, combinan trabajo asalariado a destajo, pequeños emprendimientos de contrabando, tareas semirrurales (quinteros/as), domésticas y comerciales autónomas y/o ambulantes (como ferias y reventas), con plazos y temporalidades ágiles”, expone Gago.

De primera mano
Corina Menchaca y Esteban Camacho, los papás de los nenes fallecidos en el taller de Páez, sueltan con lo poco que les queda de voz: “Queremos que se investigue si el incendio fue intencional”. “Ahí yo tenía una fotocopia del documento del coreano”, señala Esteban, en referencia al titular del alquiler, quien les vendió las máquinas, les llevaba las telas, les pedía los trabajos y les pagaba. “No sabemos cómo se llama. Le decíamos ‘aiusí’ (ajusshi), que significa ‘señor’ en coreano”, precisa Corina.

La familia Menchaca no tenía luz en Páez al 2700 desde el jueves a la tarde. Tampoco, cuentan, tenían gas. Edesur cortó el servicio pero no saben por qué: la cuenta estaba al día. “Nos dijeron que en dos horas volvería pero no vino. Llevábamos cuatro días a vela”, contó Victoriano, tío de las criaturas fallecidas. Ahí vivían él, su hermana Amparo y su cuñado Julián. Esteban y Corina alquilan una habitación en Villa Celina, partido de La Matanza, pero de lunes a viernes dormían en el taller junto a sus hijos porque les resultaba más cómodo, por la escuela de los pequeños y por el trabajo, que no podía darse el lujo de parar.

Aquel fin de semana de la tragedia se habían quedado todos en Villa Celina por la falta de luz. El domingo a la noche, Orlando y Rodrigo volvieron a Flores con sus tíos. Como el lunes no había clases, los papás decidieron que irían para el taller más tarde que lo acostumbrado. Cuentan que se quedaron viendo una película boliviana en DVD. “Vamos después y si sigue sin luz, traemos a los chicos para acá”, le había dijo Esteban a su mujer.

El primer hermano de la familia Menchaca en viajar desde Potosí, Bolivia, a Buenos Aires fue Roberto. Se instaló en la Villa 1-11-14 y empezó a trabajar para “el coreano”: ahí empezó la historia. En 2006, Victoriano y Corina, los otros hermanos, vinieron de vacaciones. Estuvieron dos meses, deambulando por todos lados. Ella, con 19 años, ya era madre de Rodrigo. Después de dos meses acá, los hermanos se quedaron sin plata para volverse. Entonces empezaron a trabajar en el taller del coreano, que quedaba en la avenida Gaona. Corina se sumó.

En 2007 apareció el alquiler en Páez. Primero lo usaban para dormir, después el coreano les propuso convertirlo en un taller “propio”. Él siguió como titular del alquiler, les vendió las máquinas y les daba trabajo. “Le fue metiendo a Esteban la idea de ganar más plata. Queríamos juntar plata y volver a Bolivia, poder comprar una casa”, comenta Victoriano. Durante años trabajaron cobrando menos para pagar máquinas de coser Rectas y las Overlocks. Después fueron armando la rutina de trabajo, que se mantuvo hasta abril. El ‘aiusí’ les llevaba las telas y los modelos de vestidos, camperas o pulóveres y les mostraba: “Lo quiero así”. Ellos cumplían. La semana siguiente volvía a buscar el producto y les pagaba nueve pesos la prenda, bastante más que la suma habitual. “Después nosotros la veíamos en la calle Avellaneda a 50 pesos. Y en Liniers a 100”, recuerda la familia, casi a coro. Con variaciones, llegaron a hacer 200 prendas diarias.

Aunque el alquiler seguía a nombre del coreano, ellos pagaban los 4.500 pesos por mes a la dueña del PH, que vive al fondo. Querían, en algún momento, alquilar por su cuenta en Bajo Flores y tener un taller en blanco, a nombre de Corina y Esteban, los únicos que ya tienen ciudadanía permanente. Pero la muerte de los chicos los destrozó. El juez federal Rodolfo Canicoba Corral es responsable de las pruebas por la causa de trata y trabajo esclavo, y la investigación por la muerte de los chicos tramita en el juzgado de Instrucción Nº 2, a cargo de Manuel Gorostiaga; la secretaría Nº 107, cuya responsable es Viviana Sánchez Rodríguez, y la Fiscalía Nº 22, con Eduardo de Cubría como responsable. Ahora solo esperan que se esclarezca el incendio que arrebató la vida de sus hijos y el segundo, producido el 7 de mayo, que arrebató, pese a la custodia de efectivos de la comisaría 50 de la Federal, las escasas pruebas ligadas a la intencionalidad del incendio, como remito o etiquetas, que acaso quedaban en el inmueble.

Más de cien firmas

Aquí, una lista de las marcas que deberían ser controladas según la ONG La Alameda: Kosiuko, Montagne, Le Coq Sportif, Rusty, Graciela Naum, PortSaid, Coco Rayado, Akiabara, Normandie, Claudia Larreta, Mimo, Adidas, Puma, Topper, Cueros Crayon, Gabucci, MUUA, Kill, Martina Di Trento, Yagmour, Ona Saez, Duffour, Chocolate, Marcela Koury, Rash Surf, 47 Street, Cheeky, 45 Minutos, Cueros Chiarini, DM 3, Chorus Line, Casa Andy, Capitu, Vago’s, Seis by Seis, Pamplinas, By Me, Batalgia, Lidase, By Simons, Bensimon, Taverniti, Escasso, Belen, SOHO, Rush Serf, Yakko MC Básica, Yessi, Zanova, Zaf, ND, Denitro, Perdomo, Manía, Viñuela, Ciclo, Leed’s, Mela, Fiers, Maibe, Jomagui, Cossas, Eagle, Aleluya, Dany, Casazu, Zizi, Bill Bell, Eagle, Cleo, Keoma, Tobaba, DOS, Criguer, Bombes, Fila, Le Coq Arena, Avia, Lacoste, Tabata, Nare, Pierre Ballman, Tango, Moto, Redskin, Florida Chic, Creaciones Reagan, Vitori-Vo, Mars SA, Baik, Susane, Mohicano, Big Mamá, Krencia, Scombro, Brodery, Benito Fernández, Laurencio Adot, Jorge Ibáñez, Vitamina, Tiziano, Nasa y Oceans, entre otras.

Son más de cien firmas denunciadas penalmente por violación a las leyes laborales y reducción a la servidumbre, que forman parte de una megacausa que tramita en el juzgado a cargo de Julián Ercolini. Hasta el momento, se ha logrado un único fallo por parte de Sergio Torres, quien se incautó de máquinas de última generación de una fábrica esclavista y habilitó, así, la entrega en comodato al Instituto de Nacional de Tecnología Industrial (INTI), como bien del primer Centro Demostrativo de Indumentaria, más conocido como Polo Textil de Barracas.

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