Los cafés notables de la ciudad de Buenos Aires, entrañables todos ellos, fueron perdiendo, sin embargo, con el tiempo, la autenticidad de otrora en función de una pátina de brillo y respetabilidad que sirve para atraer turistas o un público familiar, dejando de lado el clima arrabalero, suburbano, casi marginal que alguna vez los hizo mágicos. ¿Todos? No. Como una aldea de irreductibles galos, en una esquina arbolada de Almagro, el boliche de Roberto, con la misma mugre en los zócalos que hace veinte o cuarenta años, con la misma luz mortecina de siempre, aún resiste. ¿O resistía?
La semana pasada, una noche muy de noche, volviendo a casa en estado algo oblicuo (me permito el uso de la primera persona para dar mayores precisiones al lector), leí en tuiter al colega y amigo Agustín Cesio que estaba bebiendo unas cervezas allí, en lo de Roberto, porque era la últma noche del histórico antro. Compungido por la noticia, sólo atiné a bajar del 151 dos paradas antes para hacer una escala allí antes dar por cerrada la noche.
Imposible perderse, estando a unas pocas cuadras, la última estrofa de una epopeya de esa magnitud.
El clima allí esa noche, tenía algo de épico. El bar, que suele tener clientelas copiosas en noches poco habituales, rebalsaba. Era un miércoles, ya casi las dos de la madrugada. La temperatura ayudaba: uno de esos veranitos en pleno junio a los que nos hemos acostumbrado últimamente. La cerveza se terminó, tardó en llegar y volvió a terminarse pronto. Alguien tocó la guitarra en algún momento de la velada. Se percibía, entre los presentes, cierta expectativa, cierto nervio, propio de las ocasiones especiales. Yo tomé un vaso o dos y seguí camino: había cumplido mi cita con la historia.
El boliche de Roberto (el “12 de octubre”, en los archivos municipales) comenzó a existir como tal en la década del sesenta, cuando el Roberto en cuestión heredó un almacén con despacho de bebidas que funcionaba frente a Plaza Almagro desde finales del siglo XIX. En poco tiempo, el almacén, que funcionaba sobre la esquina, cerró. Pero a un costado, sobre la calle Bulnes, sobrevivió, claustrofóbico, el bar, que pronto se convirtió en un lugar de referencia para el barrio. Supo ser el rincón favorito del maestro Osvaldo Pugliese, vecino de la zona, y Roberto Medina, otro habitué, le escribió un tango.
Lugar nocturno por definición, el boliche nunca abre las puertas antes de las seis de la tarde y nunca las cierra antes de que empiece a clarear. Desde hace diez o veinte años, a la clientela de viejos parroquianos se le acoplaron dos generaciones de jóvenes que le agregan vitalidad a la mística. La vecindad con la milonga La Catedral, cruzando la plaza, crea una especie de sinergia barrial que acerca gente de todos los rincones de la ciudad y a turistas que visitan Buenos Aires y no quieren perderse una experiencia tanguera menos mediada por la industria del turismo que la que puede encontrarse en otros lugares.
La vieja guardia y los jóvenes conviven en este hábitat protegido, compartiendo la afición por los tangos cantados en vivo a garganta limpia, sin amplificadores, por las bebidas alcohólicas de la más diversa graduación (eso sí: no es el lugar para pedir nada más complicado que una cerveza, un vino o un vaso de aguardiente) y otras intoxicaciones que no pasan de moda con el correr de las décadas. El resultado es una experiencia única, auténtica, que no se parece a lo que uno pueda encontrar en cualquier otro antro de la ciudad.
Al día siguiente de la llamada última noche del boliche de Roberto me propuse dar con los inquilinos que se iban del lugar, cerrando (según parecía) una historia de más de un siglo.
Sin embargo la historia que encontré es muy distinta, por momentos digna de un drama campanelleano y, por suerte, con final feliz. La familia de aquel Roberto había alquilado el boliche, con nombre, sello de bar notable, polvo en los zócalos y fondo de comercio a una cooperativa que se encargaba de la expotación. En los últimos años la cooperativa había tenido irregularidades con el pago del canon y ante el final del contrato la familia decidió no renovar. Ese, hasta ahí, es “el cierre”.
Pero hay más: los inquilinos, luego de promocionar la última noche para sacar una última tajada de ganancias, alquilaron otro local, en el barrio de Belgrano, e intentaron registrar para ellos el nombre “El boliche de Roberto”. Con sorpresa, los malandras descubrieron que ya estaba registrado, por un tercero. En estos días abrirán “El boliche de Roberto de Belgrano”. Mientras tanto, en la esquina de Bulnes y Perón, volverá a abrir el boliche de Roberto sin comillas, y detrás de la barra estará Estaban, el hijo de Roberto. Y aunque en las actas se llame 12 de octubre o como sea, la música, la gente y el polvo en los zócalos van a ser los mismos de siempre.