L a política no da tregua por estos días. Ni el frenesí alimentario de los tiburones, que lleva a feroces combates de todos contra todos, se le puede comparar. Y esto va más allá de la cota cero a la que se alzaron los desafortunados mensajes de Fernando Iglesias y Waldo Wolff, que volaron tan bajo que si hubieran sido aviones se hubieran estrellado.
Aparentemente, tanto la estrategia elusiva de Mauricio Macri -¿varado? en Europa- como la táctica presidencial del jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, que peleará en la provincia para buscar su asiento en la Casa Rosada, estarían a punto de quedar bajo fuego enemigo si un movimiento ajedrecístico pergeñado en un reducto de San Telmo, que habría tenido como protagonistas al presidente de la Nación, Alberto Fernández y al sempiterno operador en las sombras del radicalismo, Enrique “Coti” Nosiglia, llegara a cristalizarse.
El objetivo de esta jugada estratégica es tan ambicioso que podría fracasar. El primer punto que unió a ambos actores es su sentimiento de que los dos grandes partidos argentinos, el peronismo y el radicalismo, deberían volver a ser los actores principales de un escenario político altamente devaluado por la pródiga tarea que despliegan algunos dirigentes, creando enemigos ficticios, envileciendo la práctica con declaraciones, acusaciones y calumnias sin sentido, utilizando para ello a lábiles jueces y a medios de comunicación que ejercen el embuste con viciosa asiduidad.
Planteado así es muy simple, pero la titánica tarea que se planteó incluye obligar a hacer mutis por el foro a las dos figuras que capitalizaron los titulares en los últimos 15 años: Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri, una aventura de incierto resultado. Y existe un adicional: la tercera víctima sería Horacio Rodríguez Larreta, que es lo mismo que Macri –dicen los operadores-, pero con otro discurso.
En este punto es necesario observar hacia la Provincia de Buenos Aires. El combate frontal entre “la gran esperanza blanca del radicalismo”, Facundo Manes y el emisario de Rodríguez Larreta, Diego Santilli, oculta más jugadas que las que muestra. La primera, es el proyecto presidencial del jefe de Gobierno porteño. La segunda, es el renacimiento del radicalismo. La tercera, es la supervivencia de Alberto Fernández, que pasaría de ser un presidente de transición al posible protagonista de un segundo mandato, esta vez sin la tutela de Cristina Fernández de Kirchner.
Los conjurados no apostarían a romper Juntos por el Cambio en esta etapa, sino que por ahora sólo buscarían abortar el proyecto presidencial de Larreta –aunque lo apoyarán en su distrito-, para abrir paso a su proyecto futuro.
Los apoyos
En esta jugada, Alberto Fernández tiene aliados importantes, pero que no alcanzan por sí mismos para garantizarle un futuro sin sobresaltos. Los gobernadores y los sindicalistas son su base, además de algunos dirigentes del peronismo tradicional. De la compulsa en este estamento político surgirá la magnitud de la maniobra. Si la mayoría de los mandatarios provinciales se plegara a este proyecto, podría haber resultados, pero si esto no se logra, las dificultades podrían abortarlo o, al menos, dificultarlo.
Pero detrás de las mamparas, asoma otro jugador, otrora de primera línea, aunque hoy en declive, que aún conserva cierto poder de fuego: Eduardo Duhalde. En los últimos tiempos se lo vio deambular sin rumbo aparente por despachos oficiales y por algunas redacciones, pero algunos dirigentes lo siguen escuchando, aunque más no sea por el recuerdo de alguna épica compartida en los inicios del Siglo 21.
Otra rama de la estrategia es quitarle territorialidad a La Cámpora. La salida de Daniel Arroyo tiene algo que ver con esta jugada. La idea es empoderar a los movimientos sociales, para lo cual llegó al Ministerio de Desarrollo Social el intendente de Hurligham “Juanchi” Zabaleta, que jamás tuvo una buena relación con los jóvenes kirchneristas. Ellos serían La Cámpora del presidente. Su misión es tan importante que abandonó el edificio del Ayuntamiento de Hurlingham, ubicado en Pedro Díaz 1710 para abrazar la causa. Pocas veces los jefes comunales, que son muy conscientes de su poder territorial, toman esta decisión. En los últimos tiempos, sólo Gabriel Katopodis y Jorge Ferraresi se atrevieron a hacerlo.
¿La razón de la inquina de los gobernadores para con “ella”? Por estos días, debieron negociar con Cristina sus candidatos a diputados nacionales. Ni hablar de los referentes kirchneristas de sus provincias, con quienes deben pactar hasta las listas de concejales. Y los líderes provinciales y los “barones del conurbano” consideraron siempre como su coto de caza privado a sus listas parlamentarias, de las que hoy pretenden alimentarse estos “extranjeros” K. Ellos no aceptaron nunca a los jóvenes que se incorporaron a la política después de 2003, repitiendo un error que ya habían cometido sus antecesores en la década del ’70, cuando los jóvenes se acercaron a un peronismo en la resistencia y fueron hostilizados permanentemente por muchos de los viejos militantes.
Aparentemente, tanto la estrategia elusiva de Mauricio Macri -¿varado? en Europa- como la táctica presidencial del jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, estarían a punto de quedar bajo fuego enemigo si un movimiento ajedrecístico pergeñado en un reducto de San Telmo, que habría tenido como protagonistas al presidente de la Nación, Alberto Fernández y al sempiterno operador en las sombras del radicalismo, Enrique “Coti” Nosiglia, llegara a cristalizarse.
Es seguro, además, de que detrás de los caudillos regionales del peronismo hay algunas espadas más poderosas, que permanecerán ocultos de las luces mediáticas, pero que apenas pueden disimular su alegría ante la posibilidad de prescindir de los jóvenes revoltosos y de una expresidenta que les enseñó que la prosperidad puede extenderse hasta a los sectores más desfavorecidos de la sociedad y que el bienestar es un derecho para todos los argentinos y no sólo para una élite.
Por el lado del radicalismo, el sueño de los de la boina blanca sería que la torta política se divida en cuatro porciones: el kirchnerismo, el justicialismo, el Pro y ellos mismos, sin tutorías ni supervisiones externas de sus propios ámbitos partidarios. Ésta es una jugada de repurificación de los partidos tradicionales, hoy “contaminados” por las influencias del Pro y del Kirchnerismo, que catapultó hacia el exilio a muchos dirigentes tradicionales del peronismo y del radicalismo.
Los conjurados aseguran que Manes le ganará a Santilli, que sería una de las premisas sine qua non para que el proyecto tenga recorrido, al contramano de lo que sugieren las encuestas, que dan al Colorado diez puntos por arriba del neurólogo.
La segunda rama de este árbol es la oferta que ya le hicieron, o piensan hacerle, a Sergio Massa -que aspira a ser el sucesor del actual presidente- por la cual, si éste aceptara, podría llevar a Manes en el segundo término de su fórmula presidencial en 2023.
Si esta propuesta no cuajara, Massa podría competir contra el médico de Salto. De ambas maneras, deducen los conjurados, el resultado sería que el PJ y la UCR quitarían del medio al Pro y al kirchnerismo, de un solo plumazo.
Esta ambición sería de realización algo dificultosa para ser concretada, porque hasta ahora la única dirigente con visión política como para encarar maniobras de esta índole es, precisamente, la expresidenta de la Nación, que fue –y es- la anfitriona, creadora y principal espada del Frente de Todos, desde cuyo ámbito ahora pretenden defenestrarla.
Sería muy dificultoso que una “rosca” alcanzara para desbarrancarla, máxime cuando casi todos los que lo intentan son tributarios de su propia aureola política y podrían saltar al vacío haciéndolo.
El Síndrome del “Lame Duck”
Lo que se le sugirió al presidente además fue que el primer resultado de esta estrategia sería que “te parés sobre la birome y, si empezás a gobernar en serio, pasarías a un nuevo estadío”. Traducido al lenguaje popular, sería que las listas saldrían –en un hipotético 2023- de su coleto y de su voluntad y no desde donde se armaron ahora, no tan cerca de él, que a duras penas pudo ubicar algunos apellidos de sus allegados.
Para peor, ni bien pase el 14 de noviembre, Fernández se convertiría en un “pato cojo” casi emblemático. Con escaso poder propio y habiéndose negado –hasta ahora- a crear “el albertismo”, se convertiría en un presidente que no tiene apuesta futura. El Síndrome del Pato Cojo es un término que le fue aplicado en 1926, por primera vez en la política –se usaba en el mundo financiero-, al presidente norteamericano Calvin Coolidge. Un columnista del periódico Appleton Post-Crescent, de Wisconsin, tituló su comentario “Making a lame duck of Coolidge”, cuando éste transitaba por el tercer año de su segundo mandato y ya se había convertido en un hombre en el ocaso político.
El caso es que quienes operan en esta dirección son, hasta el día de la fecha, operadores que intentan desembarazarse de sus jefes, como es el caso de Nosiglia con Larreta y Alberto con Cristina. Adolecen de volumen político propio y, si bien son jugadores de la Champions League –marcospeñísticamente hablando-, sus aureolas están posadas en otras cabezas.
La osadía es la virtud de los valientes. De todos modos, éstos a veces ganan y a veces pierden las batallas. Pero en la política no hay éxito sin insubordinación.