Tras los más de 30 años transcurridos desde que se privatizaron los ferrocarriles, los daños que este hecho ha provocado, han implicado que en realidad ese cambio de manos de la responsabilidad estatal ha sido simplemente un abandono de la infraestructura ferroviaria y el favorecimiento de grandes negocios privados que perjudicaron seriamente al erario público.
El proceso se inició el 1° de noviembre de 1991 con la adjudicación de los servicios de carga de las líneas Roca, Sarmiento y Mitre a la empresa FerroExpreso Pampeano (FEPSA) y culminó el 16 de noviembre de 1999 con la privatización de la línea Belgrano, que pasó a denominarse Belgrano Cargas. En el ínterin fueron adjudicadas además otras regiones de las líneas Mitre y Roca, a las que se sumaron las líneas San Martín y Urquiza.
El resultado de estas operaciones de dudosa legitimidad fue el desastre. Pocos recordaron, en los fragorosos días de la Tragedia de Once -en la que fallecieron 51 personas y hubo 789 heridos-, a su protagonista principal, el concesionario las privatizaciones, Sergio Claudio Cirigliano y al propio hecho de las privatizaciones.
La Renta Social Exigible
Las razones por las que ocurrieron estos hechos habría que buscarlas en la propia enajenación del servicio. Matemáticamente, el ferrocarril arroja un balance negativo, pero al mismo tiempo, su sola existencia resulta tan beneficiosa que los números terminan siendo ampliamente beneficiosos.
La explicación a este concepto es sencilla, pero no por ello menos desconocida. Los números y los balances de los ferrocarriles deben ser evaluados a través de un criterio denominado “renta social exigible”, que consiste en la confección de una estadística que como punto de partida considera, primeramente, al ferrocarril como inexistente.
Entonces, el primer término de esta ecuación es que si los trenes no se hubieran construido, el Estado debería invertir grandes sumas de dinero en más rutas, en su vigilancia, en más tareas de mantenimiento y en más tareas de mitigación de la mayor polución ambiental provocada por los motores de autos, camiones, colectivos y motocicletas, entre otros ítems. Además, los ciudadanos y el Estado deberían gastar muchísimo más en combustibles fósiles, ya que una formación ferroviaria consume alrededor de 200 veces menos (en pesos, en polución, en problemas de tránsito y de contaminación) que los camiones que transportan el mismo volumen de carga que una formación de trenes.
Paralelamente, el Estado debería, en un contexto de crisis energética, hacerse cargo de planificar y operar el transporte de pasajeros interurbano, por el que viajan diariamente alrededor de un millón doscientas mil personas. Esta ecuación resulta en un promedio de al menos 350 millones de viajeros cada año.
Por otra parte, los viajes en transporte callejero insumen más tiempo, generan más gasto en combustible –ante el auge de la cultura “petromovilera”- y trasladan a muchas menos personas por cada unidad. Todo esto, sin hablar de los problemas adicionales que se generarían a causa del mayor tránsito masivo y de la mayor cantidad de horas de viaje que deberían soportar los pasajeros.
La renta social exigible sería, entonces, la diferencia entre los costos que acarrea el ferrocarril y los costos que deberían encarar el Estado y los privados si el transporte por vía férrea no existiera. Esta matemática resulta abrumadoramente favorable al ferrocarril.
Otro dato demostrativo de la desaprensión de ciertos agentes estatales para con su patrimonio es que hacia fines del año 1989 existían 34.000 kilómetros de vías férreas. Al día en que estamos, tras los brillantes procesos de privatización, quedan operables sólo 18.000 kilómetros. Para agravar la cuestión, en el año 2001, el entonces ministro de Economía, José Luis Machinea, entre sus muchas hazañas cometidas, “rifó” lo que quedaba del material ferroviario por 300 millones de dólares, veinte veces menos que su valor estipulado.
Para rematar este capítulo del absurdo, ofreciendo su habitual desconcierto cuando debe exponer sobre la economía real, el ministro de Economía Luis Kaput (que se hace llamar Caputo sólo para camuflarse), declaró en febrero de este año que Ferrocarriles Argentinos opera con un déficit diario de tres millones de dólares. Así, sin aclarar nada más, ni profundizar en el tema.
Quizás a causa de la supina ignorancia de quienes deben tomar decisiones sobre materias de las que desconocen casi todo lo que tienen la obligación de saber acabadamente, en el capítulo sobre las privatizaciones de empresas estatales figuran incluida las empresas Sociedad Operadora Ferroviaria Sociedad del Estado (SOSFE) y Belgrano Cargas y Logística.
Una historia de progreso y traiciones
Las historias que explican el progreso y la épica del crecimiento de los países están repletas de avances y retrocesos, aciertos y equivocaciones y, especialmente, de héroes y traidores.
En el caso de los ferrocarriles argentinos, uno de los héroes es Raúl Scalabrini Ortiz, que alguna vez había escrito, años antes de su nacionalización, acaecida en 1948: “El capital de los ferrocarriles nacionalizados deberá, en consecuencia, ser nulo. Su obligación no será la de servir un capital dado, sino la de servir a la vida nacional en todas sus manifestaciones. Este novísimo criterio del servicio público puede parecer sorprendente, pero eso ocurre, simplemente, porque nos hemos acostumbrado al absurdo viejo criterio de la utilidad directa”.
La contrapartida
Entonces, si se trata de traidores, se debería comenzar con Arturo Frondizi, el presidente radical intransigente que gobernó entre 1958 y 1962. Con el ánimo de “modernizar” el ferrocarril y de “racionalizar” las pérdidas que los trenes le causaban al Estado, su ministro de Economía, Álvaro Alsogaray, viajó a Estados Unidos para encontrar una solución, pero en realidad importó desde el norte un problema más.
Alsogaray trajo desde allí al general Thomas Larkin –hombre del Banco Mundial, que es aún una entidad subsidiaria del Fondo Monetario Internacional-, que elaboró el “Plan Larkin”, que consistía en desactivar el 32 por ciento de las vías férreas existentes, despedir a 70.000 trabajadores ferroviarios y convertir en chatarra todas las locomotoras a vapor, 70.000 vagones y 3.000 coches.
La idea era readquirir todo ese material en el mercado externo, para así modernizar los ferrocarriles, renovando los rieles y el material rodante. Finalmente, el Plan Larkin se llevó a cabo sólo parcialmente debido a la resistencia de los trabajadores, que luchaban por su supervivencia. Pero la mala raíz quedó y sigue allí todavía, aunque en estado larval.
Los émulos de Larkin regresan periódicamente con energías renovadas. Lo hicieron con las dictaduras de Onganía-Levingston-Lanusse y luego con la de Videla-Viola-Galtieri-Bignone, con Carlos Saúl Menem, con Fernando de la Rúa, con Mauricio Macri y ahora, con el inefable Javier Gerardo Milei.
Todos llevan en sus portafolios la fórmula para “mejorar” el sistema de transportes argentino, pero en realidad sólo proponen negocios para determinados empresarios, que regarán sus propias economías con dólares depositados en algún ignoto -o no tan desconocido- paraíso fiscal, para la felicidad de algunos funcionarios dados al jolgorio, la lubricidad y el cachondeo antes que al cumplimiento del deber.